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La cama: una historia para contar y cantar

“Vuelvo a acostarme en ti, mi amiga cama, /

que abrigaste mis noches siendo mozo /

y tu tibieza un recogido gozo /

por todos mis sentidos desparrama”

(Miguel de Unamuno)

La cama ha sido desde las primeras civilizaciones uno de los muebles más utilizados y estimados por el hombre, dadas las múltiples experiencias a las que puede llevar su función, peculiaridad y versatilidad.

A lo largo de la historia, la ciencia y el arte, el arte y la ciencia, esas dos imágenes especulares de la actividad humana, han ido perfeccionando formas y estructuras, creando nuevos modelos y estilos hasta hacer de la cama uno de los elementos de uso cotidiano en los que mejor puede reflejarse el concepto de bienestar, por una parte, y la implicación de la manifestación artística en la vida diaria, por otra.

La cama tiene como finalidad principal facilitar el descanso de las personas. Así se recoge tanto en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: “Conjunto formado generalmente por un armazón de madera o metal, con jergón o colchón, almohada, sábanas y otras ropas, destinado a que las personas se acuesten en él”, como en el Diccionario de María Moliner, que considera la cama como un conjunto –colchón, almohada, ropas– incluido el somier o sin incluirlo, donde Las personas se acuestan para dormir y descansar.

Otros diccionarios y enciclopedias afamadas también apostillan el objetivo principal para el cual está diseñado tan singular mueble: descansar y dormir. No obstante, en ese “prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales y conceptuales del mundo” que constituye El intruso honorífico, del escritor gaditano Felipe Benitez Reyes, uno puede encontrar en la cama un pequeño “reino de la alucinación”, un depósito de irrealidades donde se guardan “las historias de las mil y una noches a lo largo de miles de noches”, una especie de medio de locomoción inmóvil con el que deambulamos “al capricho de esa brújula imprevisible que llamamos subconsciente”.

La mayoría de las personas nacen y mueren en ella, por lo que la cama se convierte en el mueble a través del cual se tiene el primer y último contacto con el mundo, pero la cama también es la fuente por la que brota, unas veces de forma impetuosa y otras sosegada, el torrente del amor, la fábrica en la que se elaboran nuestros sueños, la caja en la que se guardan las confidencias y los secretos compartidos, el mágico escenario en el que se desarrollan una buena parte de los dramas y comedias de la vida, la sala de lectura en la que se descubren versos y relatos, ficciones y realidades, el rincón en el que buscamos el calor de los cuerpos en los fríos agujeros negros de las madrugadas invernales o la frescura de la sombreada siesta en las tardes de agosto, el corazón desde donde se intuye primero cada nuevo milagro de la primavera y la dulce transmutación otoñal, el diván que permite conocernos un poco mejor a nosotros mismos, en fin, el mejor medio diagnóstico por el que nos sabemos enfermos.

No es de extrañar que la literatura y el arte se hayan hecho eco desde tiempo inmemorial del papel relevante de la cama en la vida del hombre. Prácticamente en todos los autores que han hecho posible la llamada “cultura occidental” encontramos alguna referencia a la cama, mientras que, desde el quehacer artístico, la perspectiva ha sido doble: por una parte, los artesanos primero, y los diseñadores después, han creado modelos y formas distintas, dando lugar a todo un “arte de la cama”, y por otra, los artistas, especialmente los pintores, han tratado de reflejar en sus obras no sólo los variados estilos de cama, sino también la relación del hombre con ella, tanto en su condición de persona sana como enferma.

Ese incomparable tesoro del saber popular que es el refranero español da prueba de todo ello en sentencias como estas: “la cama es buena cosa, quien no puede dormir reposa”; “el calor del lecho torna vivo al muerto”; “la cama es tierra de sentimientos y mar de pensamientos”, etc.

El origen de la cama se remonta, como no podía ser de otra manera dada su finalidad principal, a la llamada noche de los tiempos. Probablemente, durante el proceso de hominización, nuestros antepasados ya aprendieron a juntar ramas y hojarascas para formar un lecho algo más confortable que el duro y áspero suelo, bien al abrigo de una cueva, bajo el cobijo de un árbol o, simplemente, a la intemperie.

Con el tiempo se incorporarían materiales más blandos, como la paja o el heno, o la propia piel de los animales, que seguramente también sirvió para recubrir los materiales anteriormente señalados, una vez que las familias pudieron cobijarse en el interior de chozas o cabañas.

Aunque la fecha de la primera cama como mueble se pierde en la lejanía de la prehistoria, algunas representaciones artísticas nos muestran como los egipcios disponían de diferentes tipos de lechos considerablemente evolucionados.

En la mayoría de las civilizaciones antiguas la cama tenía otras funciones añadidas a la del descanso, como la comida, la tertulia o la de acoger al enfermo. A veces, las camas se construían empotradas en las paredes o sólo con dos patas, apoyándose en la pared por el lado opuesto.

Sin embargo, no existía el concepto de colchón, así que la mayoría de las veces las personas se recostaban sobre una especie de mesa baja y alargada de piedra, mármol o madera sobre la que apenas se colocaban telas a modo de cojines o almohadas.

La multifuncionalidad de la cama alcanzó su punto culminante con el desarrollo de las culturas clásicas de Grecia y Roma y así nos encontramos con los diferentes nombres utilizados por los romanos para diferenciar los diversos tipos de camas según sus distintos usos: si se utilizaba para dormir o conciliar el sueño nocturno, simplemente lectus (lecho); si era para comer, lectus tricliniaris; para la siesta tras la comida, lectus lucubratorius; para acoger el cuerpo de un difunto, lectus funebris; para reposo y atención de enfermos, lectus scimpodium. De todos estos usos, algunos han ido desapareciendo a lo largo del tiempo y la cama ha ido generalizando su condición de menaje para reparación del cansancio y del sueño, así como para la atención de enfermos (recuérdese su referencia a la hora de considerar el diagnóstico del enfermo: “guardar cama”).

A partir del Imperio Romano se generalizó el soporte de madera o de bronce y se añadió el colchón que, si en un principio consistía en una especie de saco relleno de paja y otros materiales rudimentarios, luego pasó a ser de lana, algodón o plumas de distintos animales. También empezaron a utilizarse cobertores o colchas artísticamente decorados que solían cubrir la cama.

Desde el siglo XII, al menos en Europa, la cama adquiere un protagonismo fundamental tanto en el conjunto del mobiliario doméstico como en el sentido de mueble principal del dormitorio, espacio propio de la vivienda destinado a albergarlo según la función para la que fue concebido. Y como algo propio del dormir ha sido expuesto y mostrado con sus distintas formas, variantes y modelos: cuna, cama-turca, litera, plegable, con o sin dosel, chaise-longue, hamaca, etc.

En la Baja Edad Media, las camas de los personajes importantes estaban decoradas con artísticos trabajos de pintura y escultura, de manera ciertamente lujosa, disponiendo ya de cortinas sujetas al techo para preservar la intimidad. Sin embargo, las clases menos favorecidas seguían durmiendo en lechos muy rudimentarios sobre los que se colocaban almohadones de lana, crin u otros materiales de origen animal o vegetal, que se cubrían con pieles de animales a modo de cobertores. Incluso, a veces, ni siquiera era posible disponer de estos materiales.

Con la llegada del mundo moderno comenzaron a construirse las camas con dosel soportado por columnas que eran una prolongación de las patas y se fomentó la construcción de camas de gran tamaño, con objeto de albergar a varias personas en caso necesario. No era infrecuente que durmieran juntos los miembros de una misma familia y, en ocasiones, los huéspedes eran invitados a que pernoctaran en el lecho común.

Un texto del siglo XV nos revela algunas de estas costumbres: “Si ocurre que por la noche o en cualquier otro momento tienes que acostarte con una persona de rango superior, pregúntales qué lado de la cama le gusta más y acuéstate tú en el otro lado para dar prueba de tu educación. Una vez en la cama, estas son las reglas de cortesía que debes seguir: estírate y mantén rectas las piernas y los brazos. Cuando hayáis hablado todo lo que queréis, dale las buenas noches”.

A partir del siglo XVI hizo su aparición el cabecero o cabecera propiamente dicha, llegando a elevarse muchas veces el respaldo hasta el techo. Por otra parte, la cama fue ganando en intimidad y perdiendo su carácter “socializante” o de espacio común anterior y se mejoró considerablemente la calidad, tanto de las telas como de los rellenos de los colchones. Durante los siglos XVII y XVIII el arte de construir camas alcanzó su máximo esplendor, refiriendo algunos historiadores que, en la época de Luis XIV, el palacio de Versalles disponía de casi medio millar de camas.

Poco a poco la cama comenzó a adoptar su forma moderna con patas bien definidas, respaldo, pomos y colchones, cuyo relleno incluían algodón, lana, crin, fibras de coco, perfolla y otros productos naturales. Las sábanas de lino o algodón cubrían los colchones y sobre ellas se disponían los cobertores de abrigo. Las personas ya no tenían necesidad de envolverse en las ropas de cama, sino que se dejaba que éstas cayeran por los lados, de forma similar a la actualidad.

En el siglo XIX se extendió el uso del acero y, sobre todo del hierro, en la construcción de camas, primero de forma maciza y, más tarde, en tubos, que se niquelaban para resaltar su aspecto decorativo, al tiempo que los colchones utilizados mayoritariamente por las clases populares eran los de lana o perfolla mientras que las clases más pudientes podían disfrutar de los de algodón o plumas. En cualquier caso, no es de extrañar que muchos personajes decimonónicos, románticos y no románticos, hicieran suyo el cantar de Manuel Bretón de los Herreros: “¡Qué dulce es una cama regalada! / ¡Qué necio el que madruga con la aurora / aunque las musas digan que enamora / oír cantar a un ave en la alborada!”

A principios del siglo pasado la incorporación de los colchones de muelles permitió ir desechando los grandes armazones, tendiendo a simplificarse el diseño de las camas. En los “felices años 20” las camas de mayor nivel disponían ya de colchones elásticos de látex, introduciéndose poco después los colchones con resortes separados.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la mecanización e industrialización de las camas se incrementó considerablemente y tanto las bases –realizadas con diferentes materiales– como los colchones comenzaron a ser fabricados con la ayuda de líneas de producción, mientras que los diseños fueron cada vez más sofisticados y, con el tiempo, contaron con la extraordinaria ayuda del ordenador.

En la actualidad, el diseño, el desarrollo de nuevos materiales y el avance en los procesos tecnológicos permiten construir cualquier tipo de cama imaginable: junto a las de formato clásico (individual o de matrimonio), podemos encontrar en versiones de diseño más o menos moderno: las camas plegables, que permiten ser dobladas y reducir el espacio que ocupan cuando no se usan; las camas nido, que permiten ampliar la disponibilidad del número de camas en el hogar sin necesidad de ocupar más espacio útil; las abatibles, cuya estructura puede quedar oculta tras un armario cuando no se utilizan; las literas, también con la finalidad de ganar espacio; las extensibles, que permiten aumentar la medida de su longitud o de su anchura, según menester; los sofá-cama u otros muebles con cama, de variadas funciones, que posibilitan distintas soluciones para disponer de una o más camas supletorias, además de disfrutar del propio mueble en sí cuando ésta/s no se utiliza/n; las camas motorizadas o con dispositivos acoplados para facilitar el desplazamiento (ruedas), la inclinación, el cambio de posición, etc., de acuerdo con las necesidades del usuario. Pero, en realidad, el mayor avance se ha producido en la mejora del colchón, a cuyo desarrollo se ha incorporado el concepto de bienestar y calidad de vida, el cual impregna la sociedad de nuestro tiempo.

En cuanto a la forma, históricamente, y así se recoge todavía hoy en algunos diccionarios básicos, ha predominado la cama de tipo rectangular, en la que el largo debía ser, al menos, equivalente a la medida de la altura de una persona y el ancho, mayor que la anchura del cuerpo. Hoy día, la tendencia es la de proporcionar la mayor comodidad posible con espacios amplios y las formas más diversas: rectangulares, cuadradas, redondas, en corazón, etc., según la imaginación de los diseñadores y los gustos de los consumidores.

La cama ha sido la protagonista de grandes decisiones políticas (Alejandro Magno, Julio César o Cleopatra hicieron variar el rumbo de la historia tumbados en el lecho, solos o acompañados), de la firma de importantes documentos y testamentos, de numerosas creaciones literarias (sirva como ejemplo la obra de Marcel Proust), así como el lugar elegido para afrontar la enfermedad y la “buena muerte” (como nos lo recuerda León Tolstói en Guerra y Paz).

En definitiva, pocas experiencias resultan tan placenteras como la cama para el hombre de nuestro tiempo y de todos los tiempos, tanto en su condición de persona sana como enferma, experiencias que la literatura ha recogido de forma diversa en numerosas obras.

Aunque esto podría ser motivo de otro largo artículo, baste recordar aquí que el premio Cervantes Juan Carlos Onetti tuvo durante un largo tiempo por mundo su dormitorio y por todo viaje, el tumbao. El escritor uruguayo se pasó los últimos años de su vida casi sin salir de la cama, leyendo novelas policíacas, huyendo de la “vanidad amañada” del éxito literario, desvistiendo la solemnidad hasta quedarse en las rayas del pijama y ejerciendo un humor, a lo Buster Keaton, con el que contrapesaba las sombrías reflexiones de una escritura sin gota de cursilería.

Por su parte, el premio Nobel Camilo José Cela, nos brinda este entrañable pasaje de Pabellón de Reposo: “Se sentó a los pies de mi cama, como hacía ya tiempo que no sucedía, y me ha estado contando extrañas y divertidas hazañas de rasgos sentimentales, de brujas alquimistas y de curiosos y juguetones duendecillos. Lo he pasado muy bien con sus irreales historias y he sentido cómo mi espíritu descansaba”.

Finalmente se hace imprescindible una referencia a la Oda a la cama, de Pablo Neruda: “De cama en cama en cama / es este viaje / el viaje de la vida. / El que nace, el herido / y el que muere, / el que ama y el que sueña / vinieron y se van de cama en cama…”.