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La vida secreta de Isabel Coixet

 

Y esta coletilla (la de «personal») que tantas veces se añade de forma semi o automática del todo, adquiere fundamento sobrado en Coixet cuyo quehacer es, de verdad, personal con todas sus letras y consecuencias. Así lo vuelve a demostrar en La vida secreta de Isabel Coixet, una especie de diario recientemente publicado por Lunwerg [1] en edición original y muy cuidada como seña identificatoria y habitual de la marca.

Encuentro

Domingo por la mañana. La casa late en el silencio especial que los domingos tienen cuando el día no se ha puesto definitivamente en marcha. Sobre la mesa, delante de los ojos, se apilan los diez, doce, quince libros que tienes pendientes y de pronto, porque sí, ojeas el de la Coixet.

Son las 7.45 cuando te asomas al índice y, como si no hubieran pasado, casi tres horas más tarde, –¡las 10.30 largas!–, vuelves a levantar los ojos y te das cuenta que se la han añadido ruidos a la mañana. Que has devorado el libro de un bocado. Caes en que la vida sigue y que lo que tenías delante, las 220 páginas de la Coixet, te han absorbido de tal forma que una parte de tu vida (las tres horas dedicadas a su lectura) han pasado en mucho menos que un suspiro.

Señas de identidad

¿Qué has visto? ¿Qué has leído? ¿Qué es lo que tanto te ha hipnotizado…? No es fácil describirlo pues, ante y sobre todo, La vida secreta de Isabel Coixet es un puzzle. Una colección de fragmentos, textos y fotografías en los que se entremezclan anécdotas de viajes, detalles de los rodajes de sus películas, sugerencias culinarias, recuerdos, citas, homenajes, sueños, frustraciones… Buena parte de aquello que ha inspirado, divertido, sorprendido o emocionado a quien, al cabo del camino recorrido, ha configurado un universo creativo y una forma de ver el mundo que a su vez y como espectadores nos llega, nos araña, nos conmueve, nos hace sentir.

Hablamos de sonidos, sabores, lugares, personajes… aquellos que la propia Coixet considera que han influido en su trabajo, aquellos que definen su personalidad como escritora, cineasta y artista.

Viajar, ciudades

El libro está dividido en seis grandes apartados: ‘Viajar, ciudades’; ‘Comida, bebida y paisajes’; ‘Caras y nombres’; ‘Mirar, cinema’; ‘Preguntas, placeres y días’ y ‘Cuadernos’.

Viajamos, en el primer gran bloque y asidos a su mano firme, por Tokio y París, por Berlín y Venecia, «la ciudad que no existe», para concluir en Santiago de Compostela, «donde siempre es domingo por la tarde».

Viajamos en coche, en avión y, por supuesto, en tren, el medio preferido por la autora: «Los trenes, incluso los de alta velocidad, permiten al cuerpo asimilar consciente e inconscientemente que se está moviendo de un punto a otro. Lo he comprobado: a igual trayecto viajado, uno llega a casa más cansado física y mentalmente desde el aeropuerto que desde la estación del tren. En el avión, nuestro cuerpo llega antes que el alma y por eso nos sentimos tan aturdidos en los aeropuertos, como si para llegar más rápido le hubiéramos prestado unas horas nuestra alma a un Fausto disfrazado de piloto».

Comida, bebida y paisajes

La manera en que degustamos la comida tiene que ver obviamente con lo que comemos, pero también con la luz (la luz es una gran olvidada en los restaurantes de este país), con la compañía, con la actitud de las personas que nos sirven los platos, con esa alquimia que se produce a la hora del postre y del café, donde la comida, más que una comida, es un momento en la vida en que haciendo algo tan básico como comer nos sentimos más cerca del cielo.

Así escribe la Coixet en una de las entradas del apartado en el que pasa revista a vinos y platos para, refiriéndose a un conocido restaurante español, apuntar: «miramos la puesta de sol mientras en la boca nos estallan destellos del paraíso».

Caras y nombres

El crítico de arte, novelista, poeta y humanista John Berger, «que sabe mirar cualquier cosa (una gasolinera, un perro, una campesina limpiando una hoz, un cuadro de Tiziano), con la conciencia de que tras ellos (y a través de ellos) podemos ver algo que está mucho más allá de su mera representación».

La escritora Marguerite Duras, «a la que sólo vi una vez, una tarde de verano de principios de los noventa. Caminaba despacito, apoyada en el brazo del hombre que fue su compañero en los últimos años de su vida».

La cantante Blossom Dearie, a la que recuerda en su último día: «Estoy en Berlín. Cae una lluvia helada. Blossom Dearie acaba de morir”, o el músico Darius Milhaud, del que Coixet cuenta: “cuando Milhaud entró en la casa de Eric Satie, encontró debajo de su cama el manuscrito de la obra Genoveva de Brabante, que Satie creía hacer perdido en un autobús años antes, así como otras obras cuya existencia nadie conocía. También encontró 84 pañuelos iguales, dos pianos, uno encima del otro con los pedales interconectados, 12 chaquetas de terciopelo idénticas, sin usar, y cuatro docenas de paraguas negros».

Y Judy Garland y Hans Crhistian Andersen y Marilyn… Son algunas las personalidades que se pasean por el apartado dedicado a caras y nombres en el que tantas historias tienen cabida y entre ellas la que tiene a Roma como escenario: «Esa sensación de vulnerabilidad que da estar empapándote, arrastrando un peso muerto en una ciudad que no es la tuya y saber que vas a llegar tarde al aeropuerto. Apareció un taxi, por fin. Como diluviaba, el conductor me hizo señas de que cargara yo misma la maleta en la parte de atrás del coche. Abrí el capó. Intenté infructuosamente cargar la maleta. No pude. Empecé a sentirme profundamente desgraciada. De repente un hombre con gabardina apareció a mi lado y, no sin esfuerzo, cargó la maleta. Le di las gracias. Su rostro me era familiar, de una manera difusa. Me dijo sonriendo: «No hay de qué», pero me aconsejó que procurara viajar más ligera. Su voz nasal también me resultaba tremendamente familiar. Le volví a dar las gracias. Se fue. Yo sabía que conocía esa cara. Subí al taxi. Pasé a su lado y le dije adiós. Y me di cuenta de que Marcello Mastroianni acababa de ayudarme a subir una maleta a un taxi en Roma. Desde entonces, viajo con mochila».

Mirar, cinema

Y el cine, claro. No podía faltar. Quien lo piensa, quien lo hace, quien da la cara y quien hace magia entre bambalinas… Por todas partes cine. El de Truffaut y el de Kaurismäki. El de Bergman y el de Wenders y el de Fellini. Y Antonioni y Bertolucci y Jean Moreau y Catherine Deneuve y Revolucionary road y El enigma de Kaspar Hauser dirigida por Werner Herzog…

Cine. Cine. Cine. Akira Kurosawa dijo una vez que las películas son mensajes en botellas, que el cineasta es un náufrago que quiere ser rescatado, por lo que cabe preguntarse: ¿Cuántas botellas han quedado flotando en el mar para siempre, sin que nadie las haya descubierto? ¿Cuántos náufragos sin rescate?

Preguntas, placeres y días

«A menudo me preguntan si creo que todas las personas con talento acaban por triunfar o, lo que es lo mismo, si creo que, escondidos en cajones, hay novelas o guiones que son auténticas obras maestras que nunca verán la luz. Mi respuesta es sí», afirma la autora. «Creo firmemente que repartidos por el mundo, en sótanos, armarios, cajones, incluso en estanterías de cocina, hay manuscritos, esculturas, dibujos, pinturas o incluso cintas de vídeo que ocultan muestras de talento genuino, que nunca conocerán otra mirada que la de sus autores secretos. ¿Cuáles son –me preguntan entonces mis insistentes interlocutores– las claves que hacen que una obra de arte pase de la oscuridad a la luz, que un creador alcance, pues, el éxito?

Tantos días, tantos placeres, como el que le produce la obra escultórica de Richard Serra de la que escribe: «una sensación única de tener contacto con lo más misterioso del ser humano, la certeza de que no existen certezas, un relámpago de conocimiento en el que rozamos por unas décimas de segundo una sabiduría fugaz e inalcanzable, como si alguien alzara el telón unos instantes y todas las respuestas sobre quiénes somos, adónde vamos y de dónde venimos nos fueran mostradas, para ser ocultadas instantes después».

Tantas cuestiones, tantas preguntas que flotan en el aire en busca, como sugiere la autora en la porción de textos que integran este apartado, de una respuesta inexistente.

Cuadernos

La vida secreta de Isabel Coixet se cierra con el capítulo Cuadernos en el que arranca dibujando una confesión, un tanto obvia si se quiere, pero confesión: «soy una cineasta, no una ensayista, ni una teórica, ni tan siquiera alguien capaz de elaborar de manera cabal y sacar conclusiones racionales de las cosas que veo, de los acontecimientos de los que tengo noticia. Mi manera de elaborar la realidad son las historias, las que veo, las que me cuentan y las que imagino a partir de las que veo o me cuentan».

En fin, lo dicho, con formato de libro, creatividad sobrada, –cada página tiene maquetación y diagramación diferente–, y mucha, mucha sinceridad, La vida secreta de Isabel Coixet nos acerca, en carne viva, la más personal película de la directora.

«La vida es corta; el arte, no», Hipócrates lo dijo, Coixet lo demuestra.