Retorna al frío el hombre que surgió como escritor del sin calor del espionaje en los tiempos en que tras operar como oficial de inteligencia tras la Segunda Guerra Mundial fue reclutado por el Servicio Secreto Británico MI5, –para investigar la posible presencia de agentes soviéticos en organizaciones de izquierda radical– y, posteriormente, en el Servicio de Inteligencia para Asuntos Exteriores, MI6, trabajando como tapadera en la embajada británica en Bonn y en el consulado de Hamburgo.

“Permitidme que reconozca una deuda de gratitud con el MI5 que jamás podré pagar suficientemente. La instrucción más rigurosa que he recibido como escritor no se la debo a un maestro, ni a un profesor de universidad, ni menos a una escuela de escritores. Me la proporcionaron los jefes de mayor nivel del cuartel general del MI5 en Curzon Street, en Mayfair, educados con los clásicos, que se abalanzaban sobre mis informes con jubilosa pedantería y monumental desprecio por mis frases inacabadas y mis adverbios inútiles, y garabateaban en los márgenes de mi prosa inmortal comentarios tales como ‘redundante’, ‘elimínelo’, ‘justifíquelo’, ‘poco elegante’ o ‘¿de verdad es esto es lo que ha querido decir?’. Ninguno de los revisores que he tenido desde entonces ha sido tan exigente ni ha acertado tanto”.

Por entonces todavía respondía por su nombre de pila, David Cornwell, como enlace entre agentes secretos de uno y otro lado del telón de acero. Por entonces, y utilizando detalles de las intrincadas historias de las que era testigo a diario comenzó a escribir como John Le Carré, el pseudónimo que la convirtió no sólo en referente de la mejor literatura de espionaje, sino en uno de los grandes autores de la narrativa británica contemporánea.  

Imaginación y realidad

“El espionaje me vino dado de nacimiento… A partir del mundo secreto que conocí he intentado crear un teatro para los mundos más extensos que habitamos. Primero viene la imaginación; luego, la búsqueda de la realidad. Después, la imaginación otra vez y, finalmente, el escritorio ante el cual estoy sentado”. Reconocía casi al cabo de la vida en Volar en círculos, el incisivo libro de memorias que, desde la reflexión no exenta del humor inteligente que permean sus obras, recorre su viaje como escritor a lo largo de seis décadas.

“Todas estas son historias contadas de memoria, por lo que tenéis derecho a preguntaros qué es la verdad y qué los recuerdos en un escritor de ficción para el que los hechos son la materia prima; no su guía, sino su instrumento, y su labor consiste en arrancarle música”. Añadía quien se formó en las universidades de Berna y Oxford, quien impartió clases en la de Eton y recibió el doctorado honoris causa, además de en las mencionadas instituciones, en las de Bath, Exeter, St. Andrews y Southampton. Quien no cejó en su insistente búsqueda de la chispa humana que tanta vida y personalidad, –ahí está como palmario ejemplo el agente Smiley, protagonista de algunos de sus libros más populares– ha conferido a los seres de ficción que pueblan su literatura.

A mano

“Me encanta escribir sobre la marcha en libretas, mientras camino, en los trenes y en los cafés, y luego volver corriendo a casa para seleccionar lo  mejor del botín… Nunca he escrito de otra manera que no fuera a mano. Quizá sea arrogante por mi parte, pero prefiero mantener la tradición centenaria de la escritura sin mecanizar. El artista plástico contrariado que hay en mí disfruta dibujando palabras”.

Desde su debut con Llamada para el muerto hasta su cierre literario el pasado año con Un hombre decente, cruzando las inolvidables El honorable colegial, La gente de Smiley, El sastre de Panamá, La casa Rusia, El jardinero fiel, El hombre más buscado, Una verdad delicada o Un traidor entre los nuestros, Le Carré deja para la historia 24 volúmenes sobre los que, como se ha escrito, gravita una idea común: cómo se puede seguir siendo moral en un mundo inmoral y qué puede hacer el ser humano para no dejarse arrastrar por la miseria imperante.

Sólo hace un año, de visita en Mallorca, lamentaba que personajes como Trump o Boris Johnson dirigiesen las riendas de sus países y, por extensión, del mundo. “El Brexit es signo de una atroz insensatez. La mayor idiotez que puede perpetrar el Reino Unido”, lamentaba entonces con rotundidad la persona que hizo bandera de la ética acaso para contrarrestar la figura de su padre, retratado descarnadamente en las memorias del escritor: “Tardé mucho tiempo en poder tratar en términos literarios a Ronnie, embaucador, farsante, ocasional visitante de la cárcel y, además, mi padre. Ronnie pasó toda su vida andando sobre la capa de hielo más fina y resbaladiza que uno pueda imaginar. No le parecía una paradoja figurar en la lista de los más buscados por fraude y presentarse al mismo tiempo en las carreras de Ascot, en el recinto de los propietarios, luciendo una chistera gris. La recepción en el Claridge’s para celebrar su segundo matrimonio tuvo que interrumpirse mientras el convencía a los inspectores de Scotland Yard para que aplazaran su arresto hasta el final de la fiesta y entre tanto se sumaran a la diversión, cosa que hicieron. Era adicto a las crisis y a las actuaciones, un gran orador que no conocía la vergüenza y que sabía meterse al público en el bolsillo, un mitómano seductor y persuasivo que se consideraba el hijo predilecto de Dios y destrozó la vida de mucha gente. Graham Green dice que la infancia es el saldo que tiene un escritor a su favor. Si es así, yo nací millonario”.

“La auténtica verdad no reside en los hechos –si es que reside en algún sitio–, sino en los matices. En el fondo, la ficción es el único modo de contar la verdad”, dejó dicho quien trató y escribió sobre multitud de personajes notables, como Margaret Thatcher, Rupert Murdoch, Yasir Arafat, el líder de la OLP con el que pasó la Nochevieja de 1982, o el loro de un hotel de Beirut que imitaba a la perfección el traqueteo de las ametralladoras y los compases iniciales de la quinta de Beethoven. Quien a los 89 años y voluntariamente alejado de la escena pública desde hace dos décadas en Cornualles ha retornado al frío, a las sombras, al misterio del que no se regresa, ese que nada ni nadie ha sabido desvelar y deja en el aire el latigazo de inquietud e incertidumbre marca Le Carré.