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Luis Landero y el naufragio feliz de la memoria

Nos llega el mejor Landero, el escritor que, sin afectación alguna, ha ido construyendo novelas llenas de vida, con personas corrientes sumergidas en el tedio de los días, historias de existencias precarias en las que caben afanes, imposturas y pequeños prodigios, buscando siempre el “delicioso y sobrecogedor poder de las palabras”, dejándose llevar “por la fluidez de la escritura y los apremios del corazón”.

Juegos de la edad tardía, El Guitarrista o Absolución son algunas de las narraciones inolvidables en su obra. Su nuevo libro no es una novela, es la historia de lo que encuentra en sus recuerdos, en su viaje al pasado. Le gusta citar a Valle Inclán: “Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”, tal vez porque, como dice Landero, “hasta la fantasía tiene su casa en la memoria”.

No es la primera vez que escribe un libro de esta naturaleza. Antes de La vida negociable y de Lluvia fina, su última y aclamada novela, había publicado El balcón en invierno, escrito cuando se encontraba alejado o cansado de la ficción. Aquel era un libro de reflexiones sobre la vida y la literatura a partir de sus recuerdos. A muchos nos pareció (a la altura de) lo mejor que había escrito nunca.

El huerto de Landero

El título de su libro dice mucho del propósito del autor al escribirlo (y también del hombre que lo escribe). Ya sabíamos de la muy honda impresión que le causó algo que leyó, cuando era muy joven, en uno de los ensayos de R.W. Emerson y que no ha olvidado nunca.

Lo contó en esa pequeña joya que es Entre líneas, ensayo y novela breve, claro antecedente de El balcón y El huerto, y ahora, no sin humor, lo recuerda para subrayar lo lejos que se encuentra de las vaguedades, las grandes palabras y las aventuras colectivas. Emerson dice en aquel ensayo que en la vida cada persona dispone de su parcela, su pequeño huerto propio, y que es a ese terreno concreto al que cada uno debe dedicarse con esmero y sosiego, porque solo tendremos en nuestra vida el fruto que consigamos en esa parcelita, en nuestro huerto.

Hay un momento en la formación de todo hombre –escribía Emerson– en que llega a la convicción de que tiene que tomarse a sí mismo, bueno o malo, como su propia porción; que aunque el ancho mundo esté lleno de oro, no le llegará ni un gramo de trigo por otro conducto que por el del trabajo que dedique al trozo de terreno que le ha tocado en suerte cultivar.

No solo en la vida sino en la escritura, Landero busca el fruto de su huerto, lo concreto, y, por eso, le pide “al dios de la gramática y la invención”, en una extensa plegaria que leemos en uno de los capítulos más hermosos del libro, que no lo deje perderse en abstracciones sino que “aprenda a descubrir el valor de lo pequeño y lo particular”.

Por el bosque del tiempo ya vivido

[1]

El huerto de Emerson es un libro de recuerdos, con la imaginación como aliada, pero es también un libro mixto, de ensayos breves y cuentos cortos, con un hilo que lo une todo: su mirada y la luz de la memoria.

Vamos siguiendo al niño que crece en un mundo rural que desaparece, el que llegó al Madrid de los años oscuros, una ciudad con “tranvías azules conducidos por hombres tristes”. Y al joven empleado, y al guitarrista que con su querido primo Paco, del que tanto sabemos, conoció la farándula y los castaños y las noches de París; y al estudiante que se sentía poeta; y muy pronto al lector, y después al profesor y al escritor.

Algunos de los quince capítulos del libro son, en efecto, relatos redondos construidos a partir de un hecho que recuerda, y que han completado o transformado los años y la fantasía. Uno de los más brillantes es Donde Pache, la historia de un campesino sencillo y tranquilo que un día “salió del manso y reducido ámbito en el que habitaba para hacerse algunas preguntas esenciales” y empezó a sentir nostalgia por lo que no conocía. Se hizo comerciante y tabernero para cumplir sus sueños, y cuando parecía que los había cumplido “la historia de Manuel Pache entra en el misterio insondable de la existencia humana”, nadie sabe por qué, y suena un disparo, y llegan los lloros y gritos de su mujer y sus hijos, y los sonidos desesperados de los animales, hasta que

volvió el silencio a aquellos campos desolados, y ya nada se oía, solo muy lejos el rumor, acaso ya ilusorio, de las carretas que habían traspuesto por el camino de la vega

Como Donde pache, el capítulo El viento en la vela es un cuento lleno de poesía, un relato a partir de la visita imposible del autor a la tumba de sus padres, que termina con un poema de Antonio Machado (el que comienza “Sabe esperar, aguarda que la marea fluya / –así en la costa un barco– sin que el partir te inquiete”).

Un noviazgo transcurre “en el país de entonces” (“hacia 1950”, nos dice en una expresión benetiana que utiliza Landero con frecuencia para situar sus historias en el tiempo). Es el romance sin prisa entre un hombre grande torpe, primitivo e inocente, que tiene su huertecito de Emerson, y una mujer pánfila, delgada y frágil. Por allí está el autor cuando niño, y la abuela Frasca, la tía Cipriana, el evónimo de siempre, y culebras, salamandras, sapos y lechuzas. Al final solo se oyen los golpes de un hacha partiendo leña, “mientras se inicia la secreta y laboriosa construcción de la noche”.

La sombra de lo que fuimos

Si hay capítulos en los que a partir de una imagen o un recuerdo nace una ficción, en otros la imaginación está más contenida, y hay sobre todo reflexiones sobre la literatura y “este absurdo y apasionante oficio de vivir”: la infancia y el dolor de su pérdida, la muerte del padre y el peso de la culpa, su trabajo como profesor, la pasión por la lectura, el amor y el recuerdo de un olvido, las espinas que deja la vida, el paso del tiempo, …

Nos cuenta que lo mejor que ha podido transmitir a sus alumnos es su “amor a las palabras y a los libros” y la importancia de prolongar de algún modo la infancia, “la edad de los hallazgos perdurables”, y la inocencia. Les habla del huerto de Emerson, y le pide que contra la modorra de la costumbre apuesten por la vigilia del asombro.

Como escribió en El balcón, “en los libros leídos está la sombra, el rastro de lo que fuimos”. Tal vez por eso siempre ha sido una fiesta leer o escuchar a Landero hablar de sus libros y autores preferidos. Cómo cuenta, sin retórica alguna, orgulloso y feliz, el secreto que esconden las palabras.

Aunque su escepticismo haya crecido con los años, y a veces se canse de las ficciones y de lo literario, se nota su amor inmenso y su deuda con la literatura. No hay mejor invitación a la lectura, y a leer bien, que la suya cuando habla de sus amigos de siempre (Kafka, Faulkner, Proust, el Lazarillo, Julián Sorel…).

Y si en la vida hay lecturas que nunca nos dejan, también hay “mínimas experiencias casi indetectables” que nos marcarán para siempre, son las iluminaciones de las que nos habla en uno de los capítulos más divertidos del libro, esos instantes deslumbrantes que nos abren al mundo que tenemos adentro, que “te sacan del alma las verdades más hondas y escondidas” y son “la materia preciosa del arte”.

Días del invierno, junio feliz

El huerto de Emerson me ha hecho recordar Paseo de aniversario, el libro que el poeta Joan Vinyoli publicó poco antes de morir. Son muy distintos, pero hablan –sustancialmente– de lo mismo, y coincide su mirada final.

Vinyoli, que se pregunta (en traducción de Vicente Valero) “¿Qué significa en verdad/tener recuerdos?”, empieza el último fragmento de su largo poema con el verso Otro invierno y cada vez más árido, pero el lamento se va transformando, las cosas mudan en “otras mejores, insólitas”

                                                   Tanto es así que el árido

                                   invierno con que este poema se abría,

                                   se ha vuelto, al hacerlo, junio feliz,

                                    fértil, afirmativo, ilimitado,

                                   y el trigo se convierte en pan de vida.

Y el libro de Luis Landero, que empieza también en invierno (“hace mucho frío y afuera resuena el temporal”) y se cierra con el capítulo Días de invierno, ahora en compañía de Cervantes y Lope y con la muerte no muy lejos, ofrece, como el poema de Vinyoli, razones para la esperanza y la alegría: ha cesado el silencio y suena un rumor a lo lejos (“son las palabras que regresan entre risas y música de fiesta”).

La mirada al pasado de Landero le ha permitido trabajar en su pequeño huerto, y completar el cuaderno en blanco que empezó ese día tan frío. Nos deja un libro magnífico. El resto son los días que quedan por vivir.