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La espera y la esperanza (I): el principio del fin

Por el tiempo que uno comenzaba el incierto oficio de vivir el maestro Pedro Laín Entralgo escribía uno de los libros más representativos de su prolífica obra médica y humanística. He tomado su título para encabezar este artículo acerca del 20 de noviembre de 1975 y sus aledaños, porque me parece que se ajusta de modo preciso a la situación vivida por la mayoría de los españoles hace ahora medio siglo.

La espera como condición del ser humano no solo como “realidad esperante” en el ejercicio de sus propias virtudes, sino también como “realidad expectante” ante los recursos ajenos. Esperanza, entendida en una primera aproximación como “la agridulce necesidad de seguir esperando”, pues en la vida del hombre no hay espera sin esperanza: “solo en la esperanza me confío”, dirá Francisco de Quevedo, y apostillará Antonio Machado (Proverbios y Cantares), con unos versos que parecen adelantar las vivencias de aquellos lejanos días otoñales: “¿Cómo son los invisibles/ hilados de los sueños?/ Son dos: la verde esperanza/ y el torvo miedo”.

Han pasado cincuenta años desde aquel jueves 20 de noviembre de 1975, en cuya madrugada de luna llena murió el general Franco, el autoproclamado “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Ha transcurrido medio siglo, un período de tiempo más largo que el que había durado la dictadura (disfrazada desde 1945 de “democracia orgánica”) o que el intervalo de paz transcurrido entre las dos guerras mundiales. Los abuelos de hoy (con nietos o sin ellos) éramos los adolescentes y jóvenes de entonces y han desaparecido ya nuestros abuelos y la mayoría de nuestros padres, las dos generaciones de españoles que sufrieron en sus carnes y en sus almas la guerra cainita.

Por aquel entonces, a La Barceloneta, a la Playa de Madrid y a diferentes acantilados de la geografía española parecía llegar el rumor del mar que se había escuchado bajo los adoquines de París en mayo del 68: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. En el ambiente podía palparse la paradoja de una sociedad en vías de modernización, con ansias de libertad sin ira, y un régimen político autoritario. Como señalaba el escritor Manuel Vázquez Montalbán: “Entre 1965 y 1975, en España se vivía la contradicción entre una mayoría social parademocrática, homologada con el tejido social de cualquier democracia europea y unas superestructuras de poder represivo”.

El desarrollismo que siguió al Plan de Estabilización Económica, pilotado por los tecnócratas del Opus Dei que formaron parte de los gobiernos de Franco desde finales de los años cincuenta, provocó el despegue de España durante la década de los sesenta y primeros años setenta, pasando de ser un país agrícola y rural a otro fundamentalmente industrial y urbano, que además recibía a 30 millones de turistas y un buen chorro de divisas de los emigrantes españoles a Francia, Suiza y Alemania, pero que tenía el lastre de una reforma agraria que nunca llegó.

El Plan de Estabilización, que había acabado con el fracaso de la autarquía como sistema de organización económica y había abierto las ventanas del invernadero, comenzó a resentirse a raíz de la crisis del petróleo de 1973 y el consiguiente aumento de la inflación y el desempleo. Por otra parte, la ideología y el poder político del régimen se resistían a desaparecer, a pesar de las promesas de apertura del sector menos inmovilista. Baste recordar que, en medio de la protesta internacional, en marzo de 1974 se había ejecutado al joven anarquista Salvador Puig Antich y, a finales de septiembre de 1975, al agónico general (sentía ya “el principio del fin”) no le tembló su mano parkinsoniana para firmar con buena letra cinco sentencias de muerte (dos militantes de ETA y tres miembros del FRAP), trayéndonos a la memoria los versos de León Felipe: “Para firmar sentencias de muerte/ hay que tener la letra muy bonita…/ ¡Qué bonita letra tiene Ud, mi general!”.

Por lo que a mí respecta, el cambio de época me pilló perdido entre retortas y herbolarios, entre el anillo de Kekulé y los orbitales electrónicos, entre los peldaños de la doble hélice del ADN, en fin, entre recetas y fórmulas galénicas para hacer mi particular Bálsamo de Fierabrás, a base de romero, solo romero, con el que andar por la vida ligero, siempre ligero. Había comenzado los estudios de Farmacia sin saber muy bien por qué durante el famoso “curso juliano”, hasta que un día tropecé con las boticas prodigiosas de Álvaro Cunqueiro y ya no quise salir de ellas.

Aquellos eran días en los que trataba de desdudarme, yendo del arte de amar al miedo a la libertad por la vereda de Erich Fromm, y todavía no había encontrado a José Manuel Caballero Bonald para convencerme de que la palabra certeza es la más inhumana de todas las inventadas por el hombre y de que la duda poética es preferible a cualquier creencia política o religiosa. En cambio, lo que sí había hallado en el fondo de aquellas noches de mucho menos sexo que rock and roll y bastante más alcohol que cualquiera de las otras drogas era el tesoro inigualable que encierra el cante flamenco: “Aquí estoy/ sentaíto en la escalera,/ esperando el porvenir/ y el porvenir que no llega”.

Enigma Franco

Sin embargo, no se trata aquí de sacar a la luz esas dos conjunciones contrapuestas que forman la primera persona del singular y con las cuales uno puede llegar a escribir su autobiografía. No, aquí de lo que se trata es de hablar de él, del hombre que más allá de las semblanzas simplistas que se han podido realizar a lo largo del tiempo por parte de sus apóstoles (“un regalo de la Providencia”) o de sus enemigos (“el príncipe de los demonios”), resultaba ser un hombre de personalidad compleja (“un enigma”), una persona de baja estatura y rostro inexpresivo, carácter desconfiado y actitud prudente (“uno es esclavo de lo que dice y dueño de lo que no dice”), cuyo pensamiento se había forjado en los principios del orden, la unidad y la autoridad militar, las enseñanzas de la doctrina católica, los ideales de Falange y el desprecio a la política tradicional, un hombre de espíritu autoritario, astuto y ambicioso, obsesionado por el comunismo y la masonería, que al calor de la Guerra Fría fue capaz de que una dictadura tan personal (entendía el consejo de ministros como “un parlamento de bolsillo”, según confesión de alguno de sus colaboradores, y “el patrimonio nacional como algo propio”, de acuerdo con lo afirmado por más de un adversario) sobreviviera durante casi cuarenta años, a pesar de su incapacidad para comprender la complejidad de la política y la economía modernas. Fueron años largos como el rabo de un galgo, acaso más extenso que el que solía aparecer como marca de agua de aquel mítico papel del que estaba hecho el inolvidable folio en blanco de una noche en vela sin haber escrito una sola palabra.

Aquí de lo que vamos a hablar es de los 39 días transcurridos en los aledaños del 20 de noviembre de 1975 con los que se puso fin a los 39 años de mandato del Generalísimo Franco, porque entendemos que quizás sea la mejor manera de conjugar aquel pretérito imperfecto desde la primera persona del plural.

El domingo 12 de octubre de 1975, día de la Virgen del Pilar y de la Fiesta Nacional de España, Franco preside el tradicional desfile militar (entonces “Desfile de la Victoria”) en el madrileño Paseo de la Castellana, mostrando un aspecto físico ciertamente deteriorado, todavía más que el mostrado en el balcón del Palacio Real en la apoteósica manifestación franquista que había tenido lugar en la mañana del primero de octubre en la plaza de Oriente; tras el desfile, acude al Instituto de Cultura Hispánica para asistir a la celebración de los actos conmemorativos del “Día de la Raza” con los embajadores iberoamericanos, pero aquí los asistentes pueden ver que apenas puede levantarse del sillón en el que había tomado asiento. Este fue su último acto público, ya que, de vuelta a su residencia del Palacio de El Pardo, parece agotado, dice no encontrarse bien y muestra síntomas de gripe o resfriado, probablemente agravados por los frescos aires otoñales.

Cinco semanas y media después entraría en coma, dejando también en estado irreversible el régimen político que había creado. Durante la cuarentena previa a su muerte, Franco sufrió el agravamiento de varias enfermedades que venía padeciendo desde algunos años atrás (tromboflebitis, hemorragias digestivas, Parkinson, afecciones bucodentales), nuevos problemas médicos (infarto de miocardio, insuficiencia respiratoria, fallo renal) y tres operaciones a vida o muerte, mientras en la calle se producían importantes sucesos políticos (boicot internacional, repulsa del Vaticano, invasión marroquí del Sáhara, atentados terroristas, puesta en marcha de las asociaciones políticas) y acontecimientos sociales (protestas estudiantiles, huelgas obreras, descontento generalizado por la subida de precios y el aumento del paro).

Antes de que la oscuridad diera paso a la penumbra de la paloma del día 15 de octubre (día de santa Teresa de Jesús, una de sus principales devociones), Franco se despertó en el silencio de la noche con el pijama empapado en sudor. Tenía fiebre y frío, opresión en el pecho y dolores en los hombros y en el brazo izquierdo, que él y su entorno familiar interpretaron, incluido su propio yerno, el doctor Cristóbal Martínez Bordiú (marqués de Villaverde, y a la sazón jefe del servicio de cirugía cardiovascular del hospital La Paz), como una indisposición más. Sin embargo, había sufrido un infarto de miocardio, como diagnosticó el cardiólogo Vital Aza en cuanto leyó el electrocardiograma que se le había mandado practicar. Así se lo explicó en 1995 el propio médico de origen asturiano (uno de los más significativos especialistas que componían el creciente “equipo médico” que atendía al Jefe del Estado) al periodista Javier López Iglesias para la publicación 20 años de Medicina y Democracia, editada por Doyma, que tuve la suerte de coordinar:

“Realmente fue una indiscreción mía. Desde que Franco había tenido la tromboflebitis (julio de 1974) enfermeras de nuestro servicio del hospital La Paz se turnaban en vigilancias nocturnas del enfermo. Regularmente por encargo de sus médicos de cabecera, el doctor Vicente Pozuelo (endocrinólogo) y Ernesto Castro Fariñas (cirujano cardiovascular), se le efectuaban análisis y otras pruebas. Un día una de las enfermeras (Lina) me indicó que querían que al día siguiente se le efectuase a Franco un electrocardiograma para lo que necesitaban el electrocardiógrafo de nuestro servicio. Pregunté que por qué habían solicitado esta prueba y la enfermera me dijo que el enfermo había pasado la noche muy inquieto. Le dije que se llevase el aparato y que me recortase un trozo del electro. Cuando vinieron a devolver el aparato, yo estaba pasando visita a los enfermos del día. Entró la enfermera que me dijo que Franco estaba bien y me entregó un rollito de papel con el fragmento de electro que le había pedido. Sin mirarlo, lo metí en el bolsillo superior de la bata y seguí pasando consulta. Al final de la mañana (hacia la una y media), cuando terminé de atender a los enfermos, saqué el electro y me sorprendí al comprobar que mostraba una clara imagen de un infarto de miocardio en fase aguda. Además, en aquel electro figuraba una imagen bastante sugestiva de que, con anterioridad a ese episodio, hubiese tenido lugar otro infarto, un episodio silente del que nadie sabía (…). Tras comentar el tema con el doctor Isidoro Mínguez, también cardiólogo, y el doctor Gómez Mantilla, jefe del laboratorio de análisis, decidimos comunicar, en primera instancia, al doctor Martínez Bordiú que Franco tenía un clarísimo cuadro de infarto agudo de miocardio. Sin perder tiempo, él llamó a El Pardo y habló con su mujer (Carmen Franco Polo), preguntándole cómo estaba su padre. Ella contestó que estaba bien, que había comido pote gallego y se encontraba sentado en un sillón a leer el periódico. ¡Dile que se acueste inmediatamente!, casi gritó, y salimos hacia El Pardo. Cuando llegamos al palacio, alrededor de las tres de la tarde, nos reunimos con el doctor Pozuelo y encontramos a Franco recién acostado y nos explicó que había pasado la noche angustiado, con opresión en el pecho y sensación de ahogo. Le pregunté si había tenido esa sensación alguna otra vez y me dijo que sí. Recuerdo que tardaba mucho en responder. Se le hacía una pregunta, se quedaba en silencio, como elaborando mentalmente la respuesta, y al cabo de un momento respondía. Parecía que sus circuitos cerebrales funcionaban bien, pero despacio. Me dijo que había experimentado la misma sensación días antes, creo que en fechas coincidentes con los fusilamientos de Burgos”. Según cuentan algunos de los testigos, fue en ese momento cuando el cardiólogo asturiano se le acercó para insistirle con vehemencia: «¡Usted se puede morir!» y casi agarrándole por las solapas le espetó ante la sorpresa general: “¡Usted debe de estar ahora como atontao!», provocándole cierto desasosiego al encamado; algo más tarde, Martínez Bordiú le comentaría: «Vital, has sido el único que te has atrevido a chillar a su excelencia en muchos años».

El doctor José Luis Palma Gámiz, el más joven de los cardiólogos del equipo y que, con el tiempo, mostró su vocación escribidora, corrobora la versión del doctor Vital Aza, si bien añade que, de todos los acechos a su alrededor (“tengo muchos problemas”), lo que tenía más descorazonado a Franco era la actitud del Papa Pablo VI respecto del régimen tras las últimas ejecuciones (“la vida es sagrada y nadie la puede quitar”).

Al parecer, Martínez Bordiú, que era partidario de que el dictador mantuviera su presencia política, llega a recelar de las conclusiones de Vital Aza y decide informar a la familia, pero no al Gobierno. Al mismo tiempo, insta a las dos cariñosas enfermeras que le cuidan desde la tromboflebitis del año anterior, la chisposa Lina y la melosa Nani, a que estén pendientes de él en todo momento. A pesar de la inquietud, puede más “la razón de Estado” del marqués. Vital Aza no sale de su perplejidad cuando conoce que Franco ha seguido haciendo su vida normal y despachando asuntos esa misma mañana; además, se ha negado a suspender su plan de trabajo durante los próximos días, que está cargado de audiencias el jueves, 16 de octubre, así como de una importante reunión de Gobierno prevista para el viernes, día 17. No obstante, el doctor Vicente Pozuelo le hace saber a Franco la gravedad de la situación y le entrega un parte médico, demasiado técnico, que “su Excelencia” se guarda en un bolsillo (“me preocupa más lo que dice ese papel que lo que yo tengo”).

El último Consejo de Ministros

El relato de Vital Aza continúa con aportaciones sustanciosas: “Tras el infarto, Franco fue atendido en El Pardo, pues ni él ni su familia querían que saliese de casa. Incluso cuando se les explicó la gravedad del cuadro el propio enfermo dijo que no podíamos disponer de él hasta después del Consejo de Ministros, que iba a producirse dos días más tarde. Que a partir de aquí las cosas podrían variar, pero que hasta entonces su responsabilidad como Jefe del Estado estaba por encima de lo que a él le pudiese ocurrir. Me preguntó personalmente cuál era el riego real que corría, pidiéndome que fuera absolutamente sincero; en consecuencia, yo le dije que estaba en peligro de muerte. Aun así, insistió en que sus deberes como responsable del Estado estaban antes que cualquier otra cosa (…). Aunque insistimos en la conveniencia de que fuera trasladado a La Paz para ingresar en la Unidad Coronaria, la familia se opuso al traslado y a cualquier actitud terapéutica agresiva, señalando que si tenía que ocurrir algo, que le sucediese en su cama, en su habitación, en su casa. La única petición de la familia fue la de que el enfermo no sufriese, eso fue todo, mientras que la única prohibición que se nos hizo partió del propio Franco, que no autorizó a que se utilizase la palabra infarto (aparecería como “insuficiencia coronaria aguda”)”.

A partir de ese momento, se instaló en el propio palacio una pequeña unidad de cuidados intensivos y quedó establecida una permanente atención médica al paciente bajo la coordinación del doctor Vicente Pozuelo, con rigurosos turnos de vigilancia de ocho horas cada uno por parte de tres experimentados cardiólogos. Todavía en aquellos momentos el general aspiraba a que el destino no le truncara la “buena muerte” a la que aspiraba, esto es, que la parca le pillara “en el oficio, cumpliendo con el deber, a bien con Dios y en una hora corta”.

A pesar de las advertencias de los facultativos, Franco se empeña en presidir el Consejo de Ministros del viernes, día 17 de octubre, en el que se va a hablar de la situación del Sáhara, agravada la tarde anterior por el anuncio del rey Hassán II de Marruecos de iniciar la Marcha Verde. Cuando recibe la noticia, Franco comienza a tener dolores y síntomas propios de una angina de pecho, que empeoran el estado de su ya precario corazón, y los médicos le conminan a hacer reposo absoluto, pero él se muestra inflexible (“que yo muera no tiene importancia”) y considera innegociable su presencia en la reunión del equipo gubernamental, negándose tanto a que los ministros acudan a su dormitorio como a que él sea trasladado a la sala del consejo en una silla de ruedas. Solo accede a que los médicos le inyecten heparina y le coloquen discretamente en el pecho unos electrodos conectados a un monitor, que había sido traído desde el hospital La Paz e instalado en una habitación contigua a la de la reunión, el cual permitía observar a los cardiólogos las constantes cardiacas del enfermo en todo momento; también autoriza a los especialistas que, en caso de urgencia, podían interrumpir la reunión y actuar como ellos consideraran más oportuno.

A las once de la mañana comenzó el que sería el último Consejo de Ministros de Franco. Apenas duró veinte minutos, pero las pesimistas predicciones de varios miembros del gabinete (al parecer, salvo el presidente del Gobierno Carlos Arias, ningún otro miembro estaba informado oficialmente de la situación real del enfermo, aunque más de uno la intuyera) en relación con el conflicto del Sáhara provocaron al enfermo varias extrasístoles y un ritmo cardíaco acelerado, que llegó a alcanzar las 120 pulsaciones por minuto. El corazón del general aguantó el envite, sin necesidad de que tuvieran que intervenir los cardiólogos. No obstante, pocas horas después, el diagnóstico de isquemia miocárdica parece claro.

Franco es consciente de que le queda muy poco tiempo de vida, por lo que, al día siguiente, después de levantarse y desayunar, se encierra en su despacho para ¿redactar? (seguramente, revisar y reescribir un texto previamente escrito por otros) su testamento político y su última voluntad, con la ayuda de su hija Carmen. En él exhortaba a alcanzar la justicia social y la cultura para todos, mantener la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones, defender a la patria de los enemigos (siempre alerta) y apoyar al futuro rey de España, Juan Carlos de Borbón; todo ello, después de pedir un perdón “de todo corazón”, que para una buena parte de los españoles llegaba tarde, quizás los mismos que habían esperado durante años otro tipo de paz y bastante más piedad.


– Consulte los otros dos artículos de esta serie sobre el final del franquismo [1].