En los días otoñales la noche va llegando cada vez con mayor urgencia. Si hacemos caso a los poetas, entre el alba y la noche hay un abismo de agonías, de luces, de cuidados. Aquel hombre, ya lejano entre los hombres, está herido de muerte, postrado en la cama del hospital; cuando mira su rostro en el gastado espejo de la habitación piensa, con asombro, que es él, aun cuando parezca que no es el mismo.
Tiene 82 años y un corazón que desiste: es ya un puño sin peso, sin volumen, sin fuerza de gravedad; sufre párkinson, ha perdido tantos kilos que su cuerpo parece cada vez más amojamado, ha recibido litros y litros de sangre ajena, atraviesa un purgatorio inacabable de dolor y le faltan dientes con los que aferrarse a la vida…; quien ha sido un ser todopoderoso se siente ahora como un ecce homo y no sabe quién es el responsable de tanto meigallo. Suya es la pena de tener que volver a ser humano, a verse vulnerable por la melancolía, a notar en su alma el peligro de caer en el pozo de los remordimientos. No está lejos del fin. Solo le aguarda la encogida sombra eterna, común a toda condición humana.
Los últimos días que ha pasado en El Pardo después de la operación en el improvisado y destartalado quirófano de campaña han transcurrido relativamente tranquilos, pero no así las noches, que se han convertido en un laberinto en el que se siente encadenado a sus recuerdos, incapaz de olvidar los hombres que antes ha sido. Ahí está la pesadilla del fusilamiento a los pocos días del “glorioso alzamiento” de su querido primo Ricardo de la Puente Bahamonde, comandante de aviación del ejército republicano, sin que él hiciera nada por evitarlo (¿puede dejar de correr “la sangre del orden”?). Ahora se le aparece en el limpio sueño de la memoria la escena de aquellos dos bribones jugando a los piratas en la playa de El Ferrol, sabiendo reconocer el uno en el otro, como dos buenos embaucadores, el engaño para ganar el juego, o aquella otra representación, en la que los dos churriños se escapaban al monte o se adentraban en los bosques cercanos y, para advertir de la presencia del lebishome, crearon aquella señal de comunicación entre ellos consistente en tres silbidos: dos cortos y uno largo, hasta vaciar los pulmones.
Cada noche, entre las cuatro paredes del dormitorio comienza el asedio de la negrura y se siente incapaz de deshacer el nudo asfixiante de la madrugada. Como el buen navegante que ha creído ser, sabe que la ola no duerme ni en las noches más profundas, pero ya no logra descifrar el lenguaje de la mar. Cuando llega la mañana, se hace el dormido y entonces sí logra desvelar en las conversaciones de sus familiares y de los profesionales sanitarios que se acercan a su cama la palabra “desconexión”, como si se tratara de un robot, o les escucha hablar de la necesidad de “entrar” en el quirófano, una vez más, con la incerteza de salir de él. ¡Qué curioso!, robot es un neologismo incorporado a la lengua española procedente del exterior (lo usó por primera vez el escritor checo Karel Capek en una obra de teatro), mientras que quirófano pasó del español a otras lenguas después de que lo construyera el doctor Andrés del Busto (literalmente significa “mano transparente”).
Invasión marroquí
El viernes, 7 de noviembre, se despierta frío y húmedo. El rocío de la noche ciega los ventanales del palacio de El Pardo y las calles de Madrid parecen tranquilas en su trajinar, no así los nervios de los políticos. En unas horas, el príncipe Juan Carlos, en calidad de Jefe del Estado, va a presidir en el palacio de La Zarzuela el Consejo de Ministros, en el que se abordará la decisión del rey de Marruecos de volver a activar la Marcha Verde. Más de 300.000 personas han cruzado la frontera geográfica del Sáhara español y se han apostado muy cerca de la línea establecida como “frontera militar” (delimitada por un campo de minas), que ha dispuesto el Ejército en su repliegue táctico.
De nada de esto es conocedor Franco, que sigue su lucha particular contra los sangrados y la falta de diuresis. A mediodía, las hemorragias masivas vuelven a empezar y la sangre trata de buscar todos los desagües del cuerpo del anciano. El doctor Vicente Pozuelo propone que el paciente sea evacuado de inmediato a la Ciudad Sanitaria La Paz. Poco rato después, Franco es trasladado al hospital en una ambulancia militar. Durante el trayecto vuelve a musitar “¡qué duro es morir!” y le pide a Pozuelo: “Por favor, no me deje”.
Es llevado directamente al quirófano y, a las 17.30 h, da comienzo una segunda operación dirigida por el doctor Hidalgo Huerta, que dura cuatro horas y media, en la cual se le practica una extirpación parcial del estómago para reducir la superficie ulcerada y sangrante, aunque se descarta por el momento una resección total del órgano. Franco, que ha requerido la transfusión de más cinco litros de sangre, no solo sobrevive a la operación, sino que, tras ella, su estado alienta una cierta sensación de optimismo por parte del equipo médico.
Sin embargo, los próximos días ponen de manifiesto que la función renal del general ha empeorado considerablemente, que las hemorragias digestivas continúan y que está teniendo serias dificultades respiratorias. En sus ojos ya no hay vida, aunque Franco la mantiene gracias a un amplio dispositivo de aparatos que mantienen sus constantes vitales, mientras recupera la consciencia de cuando en cuando: “Lo que me amedrenta no es la muerte, sino esta tortura infame que se empeñan en aplicarme quienes se supone que me quieren, evitándome un fin glorioso, como yo hubiera deseado y era de justicia… Es agrio renunciar a esta esperanza”.
En realidad, para entonces, su familia, exceptuando a su yerno, el doctor Martínez Bordiú, considera que es preferible dejar morir a Franco que cualquier otra cosa. Una ambulancia llega a estar preparada de manera permanente en la puerta de la ciudad sanitaria para que pueda ser trasladado a su residencia particular para morir dignamente, “con la dignidad que le ha caracterizado siempre”, comenta su fiel amigo y anterior médico de cabecera, el doctor Vicente Gil, que lo visita a diario.
A vueltas con Hassan II
Mientras tanto, los alrededores del hospital se llenan cada día de periodistas y curiosos ávidos de información. En el terreno político, a la vista de la conflictiva situación geopolítica internacional, la ineficaz colaboración de la ONU en el proceso descolonizador y la accidentada relación con Hassan II (ahora, sí, dispuesto a entrar en guerra y no a limitarse al plan que ha venido desarrollando hasta ahora, un sucedáneo estratégico de Gandhi), el Gobierno español acuerda, ante la perplejidad de Argelia y el Frente Polisario, pero con el beneplácito de Estados Unidos, una negociación con Marruecos y Mauritania para la transmisión de su administración y su salida del territorio en contrapartida a la organización de un referéndum de autodeterminación en el Sáhara, así como de ventajosos acuerdos comerciales, que se pactan en secreto.
El día 9, el monarca alauita ordena la retirada de la Marcha Verde y da por cumplidos los objetivos que se había propuesto, pero la tranquilidad le dura poco al príncipe Juan Carlos en sus funciones de Jefe de Estado: el día 12 tiene que afrontar una crisis de gobierno cuando Carlos Arias le presenta su dimisión, molesto por las reuniones privadas que el príncipe ha tenido con varios ministros del sector aperturista; a duras penas le convence para que siga en el puesto, aunque sabe que no es alguien en el que pueda confiar ni con el que pueda contar en el futuro que se avecina.
A pesar de que los días apenas clarean durante diez horas y media, el viernes 14 de noviembre se presenta pródigo en acontecimientos importantes. Mientras el Consejo de ministros aprueba un paquete de medidas de austeridad económica y se firma el Acuerdo Tripartito de Madrid, por el que España entrega a Marruecos la administración del Sáhara y se compromete a salir del territorio antes de finales del próximo mes de febrero, Franco experimenta un dramático empeoramiento: las numerosas suturas que contienen el interior de su cuerpo se descosen y una nueva hemorragia masiva invade de sangre las entrañas del general, envuelto en un sudor frío; su presión sanguínea cae en picado, haciéndose imperceptible, y el abdomen se encuentra brutalmente hinchado, como consecuencia de la peritonitis.
Esto viene a significar que hay dos opciones: no hacer nada y dejar morir al enfermo u operarle por tercera vez. Una vez más, se impone el criterio de no dejar al enfermo abandonado a su suerte. Después de las cuatro de la tarde, con los ojos de la noche echándose encima, da comienzo una tercera operación, con objeto de volver a suturar el estómago e introducir una serie de tubos de drenaje que permitan extraer el líquido abdominal. En plena boca noche, hacia las once y media, se da por superado “el choque endotóxico”, pero el pronóstico es gravísimo, y el equipo de Hidalgo Huerta es profundamente pesimista, convencido de que se había llegado al límite de las posibilidades quirúrgicas.
Durante dos días, la situación de Franco parece estable y se vuelven a albergar ciertas, aunque limitadas, esperanzas. El día 16 es la jornada de las famosas “fotos históricas” atribuidas al marqués de Villaverde, que muestran al moribundo en la camilla, conectado a diversos aparatos e intubado por diferentes vías. Lo que no muestran las fotos son los sueños que tratan de romper la alambrada de cables y liberarle de su condición de prisionero. Hay ocasiones que solo percibe una luz intensa y fugaz, una luz que ilumina el pozo donde se halla en toda su profundidad y lo invita a salir para cumplir, como si de un nuevo José se tratara, la sagrada tarea de llevar de nuevo a su pueblo hacia “la tierra prometida”, tras el destierro de la República; en cambio, otras veces le viene a la memoria si la travesía del desierto no hubiera sido mucho más llevadera de haber escuchado a los de El Escorial (Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Pedro Laín…) y facilitar la concordia entre los españoles, en lugar de prestar oídos a los Cuelgamuros, obstinados en prolongar la guerra en la paz. Hay veces que su ensoñación le hace remontarse a los días africanos y, entonces, se siente un águila imperial, como la que preside el escudo de su España, Una, grande y libre, oteando el horizonte en un vuelo majestuoso, descubriendo bajo la yerba la serpiente venenosa de Abd-el-Krim y cayendo en picado sobre ella; otras, en medio de la noche enmudecida se oye a sí mismo cantando para sus adentros: “Rascayú, Rascayú,/ cuando mueras, ¿qué harás tú?/ Tú serás, tu serás/ un cadáver nada más”, convencido de que, en poco tiempo, su historia andará en una milonga del tiempo y la memoria.
Berlanga
No obstante, parece que el sueño –quizás se trate de una alucinación– que más le reconforta en estos días finales es uno que tiene que ver con su pasión por el cine: de forma repetida transforma su abrazo emocionado con el presidente Eisenhower en una escena de la película Bienvenido Mr. Marshall, pero, en esta ocasión, los americanos no han pasado de largo, sino que se han quedado, haciendo base aquí, y, a cambio de la fidelidad del generalísimo –sin necesidad de juramento– en la lucha anticomunista, el presidente estadounidense le ha ofrecido préstamos económicos y ayuda tecnológica para el desarrollo industrial previsto por su plan de estabilización.
Franco se siente con más tablas cinematográficas que el propio Pepe Isbert (¿por qué el maldito García Berlanga no le había dejado a él meter mano en el guion ni que actuara como protagonista?) y subido a la gran balconada del Palacio Real, se dirige a la multitud ciudadana, que se ha congregado en la plaza de Oriente, como en las grandes ocasiones. Después de apartar de su lado a Carlos Arias, porque entiende que él no da la talla del gran Manolo Morán, comienza su discurso: “Yo, como caudillo vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar. Con mi gratitud emocionada por el respeto, la actitud y disciplina con que siempre habéis acogido mis órdenes, os quiero comentar que nos espera un gran porvenir: los tejados de vuestras casas se poblarán pronto de antenas de televisión, las calles de la ciudad se llenarán de coches y los electrodomésticos de todo tipo entrarán en vuestros hogares, al tiempo que en la escuela no faltará un vaso de leche en polvo con un buen zalandro de pan untado con mantequilla de la buena y queso para vuestros hijos. En poco tiempo estaremos tocando los cuernos de la abundancia, porque habéis sido nobles y bravos, y nadie puede arrebataros el triunfo que os merecéis por vuestro coraje. Sed atentos y serviciales con los americanos, que os premiarán, a su gusto, eso sí. Aunque yo no he estado allí, sé que son buenos chicos, inteligentes y despejados como vosotros, de mentalidad algo infantil, pero noble, y lo de Cuba ya pasó, ¡pelillos a la mar! Yo os doy mi palabra de honor que se van a estar aquí mucho tiempo. Así es que seamos optimistas y pongámonos manos a la obra. Hemos decidido ir adelante y avanzaremos. Mañana será lo que Dios quiera y los americanos también”.
El día 17 las posibilidades de recuperación clínica del enfermo se desvanecen al advertirse signos manifiestos de que las suturas practicadas durante la operación no están cicatrizando bien. Hacia las diez de la noche se produce otra hemorragia intestinal masiva que los médicos contienen a duras penas con nuevas transfusiones de sangre y tratando de aplicar frío sobre la zona abdominal. La situación vuelve a ser “crítica” y los médicos han comenzado a bajar los brazos, convencidos de que ya no se puede hacer nada más.
En el informe del día 18 del “equipo médico habitual” se da a conocer que Franco está con respiración asistida, sedación medicamentosa y que se ha decidido mantener su cuerpo a una temperatura de 33 grados, sometiéndolo a una “terapia de frío”, lo que provoca un sinfín de especulaciones, tan infundadas como inverosímiles, acerca de la congelación del cuerpo del dictador, al estilo Walt Disney. Lo cierto es que Franco está vivo, pero su vida se eclipsa y no de forma parcial, como sucede ese día con la luna. Está dependiente por completo de las máquinas que mantienen sus constantes vitales y es apenas consciente. Carmen Franco Polo trata de convencer a su marido de que permitan morir en paz a su padre. Según los partes del día siguiente, el estudio electroencefalográfico acredita una actividad bioeléctrica cerebral conservada. En virtud de ello, el equipo médico continúa la utilización de las medidas terapéuticas necesarias e imprescindibles para que no se produzcan sufrimientos físicos.
El desenlace
La crisis final empezó seguramente a última hora del día 19 o primeras horas del día 20 de noviembre. Según el relato del doctor Vital Aza, que se encontraba de guardia, Franco habría fallecido a las 2 horas y 40 minutos de la madrugada, cuando pudo comprobar en el electrocardiógrafo que su corazón se había parado. Al parecer, por petición de Martínez Bordiú, trató de realizarle un masaje cardiaco, que resultó infructuoso. A pesar de los frenéticos esfuerzos de resucitación, a las 3.30 h de la madrugada Franco estaba muerto. Si bien la versión oficial mantuvo que Franco había fallecido a las 5.25 h de la mañana, Vital Aza siempre sostuvo que se hizo para “garantizar la seguridad nacional” y dar tiempo a realizar los protocolos previstos en relación con la muerte del dictador (“Operación Lucero”). Había que ultimar todos los detalles de cómo se iba a presentar la noticia y el testamento político de Franco, así como los preparativos del funeral: en primer lugar se iba a celebrar una misa en la iglesia de El Pardo y, después, el ataúd se iba a trasladar al Palacio de Oriente, donde iba a estar expuesto al público y a las cámaras de televisión durante un par de días, por lo que había de ser extremadamente delicado con el maquillaje del cadáver.
Poco antes de las cinco de la mañana, un comunicado de las Casas Civil y Militar del Caudillo señalaba que “según informan los médicos de turno que atienden a Su Excelencia el Jefe del Estado en la Ciudad Sanitaria La Paz de la Seguridad Social, el Caudillo ha entrado en el periodo final”, y, poco después de las seis, un segundo comunicado ofrecía el siguiente mensaje: “Las Casas Civil y Militar informan, a las 5.25 h, que, según comunican los médicos de turno, Su Excelencia el Generalísimo acaba de fallecer por paro cardíaco, como final del curso de su shock tóxico por peritonitis”.
El último parte firmado por “el equipo médico habitual”, escrito a las 7.30 h y emitido dos horas más tarde, decía así: “Desde el último parte médico, la evolución de Su Excelencia el Generalísimo continuó empeorando progresivamente, aparecieron trastornos en la conducción intraventricular e hipotensión arterial mantenida, y a las cinco horas y veinticinco minutos sobrevino una parada cardíaca irreversible.
Diagnósticos clínicos finales: Enfermedad de Parkinson. Cardiopatía isquémica con infarto agudo de miocardio anteroseptal y de cara diafragmática. Úlceras agudas digestivas recidivantes con hemorragias masivas reiteradas. Peritonitis bacteriana. Fracaso renal agudo. Tromboflebitis ilio-femoral izquierda. Bronconeumonía bilateral aspirativa. Choque endotóxico. Parada cardiaca”.
Arias Navarro
Cinco horas después de la “muerte oficial”, Carlos Arias Navarro anunciaría por televisión: “Españoles, Franco ha muerto”, y leería el “testamento político” del dictador. Según el periodista Miguel Ángel Aguilar, la toma se repitió tres veces y en las tres Arias consiguió llorar, sin duda era un hombre de lágrima fácil. Para el historiador Fernando García de Cortázar, “Franco terminó de morir cuando el rostro quebrado de Arias Navarro invadió los televisores para comunicar la noticia. El vencedor de la guerra civil, el general que acuarteló a los españoles, el dictador implacable fallecía, como todos, sin salirse del guion humano”.
El momento real de la muerte de Franco no está exento de debate, pues la hora señalada por Vital Aza, corroborada de forma más o menos precisa por el cirujano cardiovascular Gabriel Artero Guirao, quien aseguraba haber cerrado definitivamente los ojos del moribundo, o la confirmación del teniente coronel Antonio Galbis, uno de los asistentes militares del general (anotaba en un diario personal lo que ocurría en sus turnos de guardia, diario recogido por la periodista Pilar Cernuda), de que debió ocurrir entre la 1.15 (hora en la que él se retiró a descansar) y las 3.40 (hora en la que le despertaron), chocan con el testimonio de Antonio Piga, miembro del equipo que realizó el embalsamamiento del cadáver.
Según el médico forense, la muerte de Franco debió producirse antes de las once y media de la noche del día 19, hora en la que recibió la llamada del doctor Vicente Pozuelo para que se pusieran en marcha: “Me dice que nos habían mandado un coche que iba a recoger a mi padre, después me va a recoger a mí y luego iría a por Modesto Martínez Piñeiro y a Antonio Haro Espín. Cuando llegamos a La Paz vimos que la entrada estaba iluminada y había bastante gente, algo que no era normal a la una de la madrugada (…). La habitación estaba bastante desnuda y Franco estaba en una cama cubierto con una sábana. Tenía el aspecto de una persona que ha sufrido una agonía muy dura”.
Sin embargo, Piga no puede establecer cuánto tiempo llevaba muerto porque asegura que le habían dejado en hipotermia, con el fin de reducir sus necesidades metabólicas, y además señala que es posible que el cerebro deje de funcionar de una manera irreversible (“muerte cerebral”), pero que el corazón todavía funcione, si hay una respiración mecánica asistida. Lo que sí asegura es que modificaron la hora en el informe que tuvieron que firmar, ya que la hora oficial de la muerte de Franco que consta en su acta de defunción es las 5.25 h. de la mañana y, claro, “no se podía embalsamar antes de la hora de su fallecimiento”.
Franco murió: ¿cuándo quiso su enfermedad?, ¿cuándo alguien así lo decidió? o, tal vez, ¿cuándo a él le dio la gana? Probablemente, no se sabrá nunca. Como bien señaló en su día el diplomático Julio Cerón Ayuso, “cuando murió Franco, el desconcierto fue grande: no había costumbre” (Miguel Ángel Aguilar). Solo nos quedan las voces que ya no son, así como los últimos comunicados y el parte final. Sea como fuere: poco antes de la medianoche o ya en la madrugada del día 20 de noviembre, el corazón de Franco se paró y su electroencefalograma marcó una definitiva línea recta. Despojado de su mito y de su máscara, su alma se había quedado sola, a la espera de la balanza.
En el imaginario colectivo ha quedado para siempre que la muerte del dictador coincidió con el aniversario del fusilamiento del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, bien fuera algo buscado o simple coincidencia. Para mí, que se produjera el día de San Félix de Valois, no ha tenido más trascendencia que el hecho de que la fecha coincida con el santo de varios de mis ancestros y con el cumpleaños de mi buen amigo Jospal, a quien le ha trastocado alguna que otra celebración. De él, personaje singular donde los haya, aprendí hace ya bastantes años que los tres grandes enemigos del hombre no hay que buscarlos en el mundo, el demonio y la carne, pesado fardo con el que nos hizo cargar en nuestra infancia el catecismo de Gaspar Astete, sino en el afán desmesurado de poder, que puede acabar en la tiranía, en el apetito voraz de dinero, que conduce al latrocinio, y en la corrosiva tentación de la fama o ansia de figureo, que puede llevar al ridículo. “Creo que Francisco Franco, Carmen Polo y Cristóbal Martínez Bordiú se podrían tomar por ejemplos representativos de cada uno de ellos”, me decía Jospal, cuyo ideario me ha servido de guía: “Soy un hombre rebelde, un poco a la manera de Camus. Nunca simpaticé con ningún partido, grupo o cenáculo político. Mi individualismo me moviliza a cosas concretas, la mayoría de las veces causas perdidas. Mi testimonio se refugia en la escritura”.
Sangre fría
Así llegó a su final la vida del hombre cuyos rasgos distintivos fueron, en palabras del hispanista Paul Preston, los de una persona “visceralmente conservadora”, pero ciertamente dotado de una astucia instintiva, una sangre fría imperturbable y una gran habilidad manipuladora. Con ellas consiguió “controlar las rivalidades entre las distintas fuerzas del régimen, manejar los contrapesos del poder en su propio beneficio y superar los desafíos internos y externos”. Para el historiador Javier Tusell: “Hay una distancia abismal entre su liderazgo carismático y su realidad personal más evidente (…), en cierto sentido, puede decirse de él que nunca fue el peor de los franquistas”. Por su parte, Ángel Viñas lo define como “un dictador camaleónico”, que nunca se vio atenazado por grandes dudas intelectuales.
La agonía y muerte de Franco provocó un fuerte debate desde el punto de vista de la bioética, una disciplina emergente en aquellos años y que ha tenido en el profesor Diego Gracia Guillén a uno de los más entusiastas impulsores a nivel internacional. Con el avance tecnológico y el desarrollo de las unidades de cuidados intensivos en los años 60-70 se pasó de una actitud fundamentalmente pasiva y expectante ante la muerte a otra más activa y beligerante, lo que planteó importantes problemas morales y el reconocimiento del derecho básico de los pacientes a participar en la toma de decisiones, pero también a que “la obligación del médico no es mantener la vida a toda costa (…), eso puede llegar a ser vejatorio e inhumano” (D. Gracia). En el fragor de la contienda se gestaron términos como el de distanasia o “muerte penosa”, en contraposición al de eutanasia o “muerte apacible”.
Recuerda Diego Gracia que muchos profesionales vieron en la vida terminal de Franco un caso paradigmático de distanasia o encarnizamiento terapéutico, altamente demostrativo de lo que se podía y no se debía hacer; para ilustrarlo, saca a la luz un artículo de Bernard Towers, especialista de la Universidad de California, publicado en la prestigiosa revista Philosophy and Medicine: “El ejemplo más obsceno en estos últimos años de lo opuesto al precepto médico del primum non nocere ha sido el espectáculo del generalísimo Franco entrando y saliendo del quirófano durante semanas sin fin. Se hacían públicos diariamente horrendos partes médicos, que exhortaban su brava lucha contra la muerte, firmados por no menos de 36 médicos. Todo el escenario recordaba una corrida de toros mal organizada”. Y eso que Towers no conocía que el responsable de leer los partes era el jefe de prensa de la Casa Civil, Manuel Lozano Sevilla, a su vez crítico taurino y narrador de las corridas de toros emitidas por Televisión española, ni que el propio Franco había pedido en alguno de sus despertares: “Por favor, déjenme ya”.
Sin embargo, en la entrevista que Javier López Iglesias le realizó para la revista Jano (dedicada a la medicina y a las humanidades), el doctor Vital Aza sale en defensa de “un equipo de profesionales de reconocida solvencia, que actuó según nuestro mejor saber y entender, como lo hubiéramos hecho con cualquier otro enfermo”, asegurando que se habían dicho cosas sin el menor fundamento. Para el cardiólogo que vivió los últimos momentos del general: “Todos y cada uno de los aparatos y tubos a los que Franco estaba conectado tenían su justificación y se empleaban con cualquier paciente en las mismas circunstancias, aunque a un profano pueda llevarle a pensar lo que no fue y apuntar que se le mantenía con vida, aun cuando ya estaba descerebrado. Eso es absolutamente falso”. Vital Aza rechaza que sufrieran presiones de la familia o del entorno político del generalísimo y sale al paso del rumor de estar determinada con antelación la fecha en la que iba a dejar de existir: “Franco murió cuando su organismo tenía dispuesto hacerlo. Murió de un shock séptico, que llegó a ser irreversible”.
El sábado, día 22 de noviembre, tuvo lugar la proclamación como rey de España de Juan Carlos I. En su intervención ante las Cortes franquistas reunidas en el Congreso señaló los puntos principales que tendría su reinado y su disposición para iniciar una reforma política. Para muchos, fue el primer acto de una Transición cuya estación término los historiadores sitúan de manera variable: la aprobación de la Constitución, el frustrado golpe de estado del 23F, elecciones generales del 82… El día siguiente, se produjo el entierro del dictador, tras un cuidado funeral de Estado, al que asistieron todas las autoridades del régimen, pero muy pocos representantes diplomáticos del extranjero. Sus restos fueron trasladados al Valle de los Caídos, pero hubo que darle sepultura a menos profundidad de la prevista en el presbiterio de la basílica, debido al hallazgo de una conducción subterránea de aguas fecales que hubo que sortear. La lápida sin epitafio que cubrió la tumba ya estaba preparada desde varios meses antes. Cerca de medio millón de personas habían desfilado por la capilla ardiente en el Palacio de Oriente. Muchas de ellas, con el tiempo, votarían a todas las opciones políticas imaginables.
La situación que se presentaba ante la sociedad española el día que Juan Carlos juraba ante el pleno de las Cortes orgánicas como rey de todos los españoles había sido largamente esperada y estaba cargada de porvenir. En efecto, para que algo sea objeto de esperanza, argumentan los filósofos, tiene que reunir estas cuatro condiciones: que sea un bien, y que este bien sea difícil, futuro y posible. Todas ellas se daban –y así lo ha demostrado el transcurrir del tiempo– en la España de aquel 22 de noviembre de 1975 cuando todavía el cadáver de Franco estaba expuesto a las largas colas de sus seguidores y el rey afirmaba que “hoy comienza una nueva etapa en la vida de España (…), que exige una gran capacidad creadora para integrar en objetivos comunes las distintas y deseables opiniones”.
La hora de la ilusión
Había ganas de deshacerse del pasado y de mejorarlo todo. Se optó por la reforma desde la propia legalidad franquista (según la estrategia “de la ley a la ley”, diseñada por Torcuato Fernández Miranda, impulsada por Adolfo Suárez y respaldada por Juan Carlos) frente a la ruptura y al continuismo, movimientos que no lograron suficiente adhesión, quizás porque interpretaron erróneamente el cambio social, político y cultural que se había producido en los últimos años. Nadie estaba por la labor de que España reanudara su “interrumpida guerra civil”. Se legalizaron los partidos políticos y los sindicatos, se convocaron elecciones constituyentes, se llevaron a cabo los famosos Pactos de la Moncloa y se redactó y aprobó una Constitución que redefinía España como un estado social y democrático de derecho, abolía la pena de muerte y fijaba la mayoría de edad en los 18 años. Se trataba de conseguir, por fin, una democracia plena y avanzada.
De acuerdo con el escritor Andrés Trapiello, jamás conoció España mayor ilusión política y democrática: “De una manera instintiva, más que racional, los españoles fueron sorteando los peligros políticos, sociales, laborales, culturales que hubieran podido echar a pique la democracia (…): unos renunciaron a la venganza y otros al poder que detentaban”. No obstante, la Transición se vio acompañada de un fondo de crisis económica, del ruido de sables, de los atentados terroristas de ETA y de los actos macabros de los ultraderechistas. El último coletazo del franquismo fue la irrupción de “los salvapatrias” en el Congreso de los diputados la tarde del 23F, aunque en la calle el régimen franquista ya había perdido su cimiento. A pesar de todo, la democracia salió adelante por el anhelo de vivir en libertad de más de cuarenta millones de españoles: “Se podía haber hecho mejor, pero es arrogante pensar que se podía haber hecho perfecto” (Ignacio Peyró). Para el historiador Juan Pablo Fusi “se acertó en lo fundamental”.
Nunca se habían leído con tanto sentimiento como entonces las palabras de El Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra y la mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
Han pasado cincuenta años desde aquel noviembre de 1975. Seguramente es hora de pasar página, pero antes hay que leerla, porque “cuando no es rutina escolar ni erudición inane, el conocimiento del pasado puede y debe servir para entender mejor el presente y planear el futuro” (P. Laín). Sin embargo, el afán de memoria no puede acarrear determinados olvidos. Ha llegado el momento de que el franquismo deje de ser un arma arrojadiza entre los políticos y de que España estructuralmente deje su lastre de forma definitiva. Ese es mi deseo.
– Consulte los otros dos artículos de esta serie sobre el final del franquismo [1].
Bibliografía consultada
Perspectiva médica: José Luis Palma Gámiz. El paciente de El Pardo (Agualarga, 2004); José González, Javier López Iglesias (coords.). 20 años de medicina y democracia (Doyma, 1995); Vicente Pozuelo. Los 476 últimos días de Franco (Planeta, 1980); Manuel Hidalgo Huerta, Cómo y porqué operé a Franco (Garsi, 1976).
Perspectiva periodística: Miguel Ángel Aguilar. No había costumbre. Crónica de la muerte de Franco (Ladera Norte, 2025); Juan Luis Cebrián. Francomoribundia (Círculo de Lectores, 2004); Pilar Cernuda, 30 días de noviembre (Planeta, 2000); Pedro J. Ramírez. El año que murió Franco (Plaza y Janés, 1985); Javier Figuero y Luis Herrero. La muerte de Franco jamás contada (Planeta, 1985).
Perspectiva histórica: Paul Preston. Franco, Caudillo de España (Debate, 2015); Ángel Viñas. La otra cara del Caudillo (Crítica, 2015); Julio Valdeón, Joseph Pérez, Santos Juliá. Historia de España (Austral, 2008); Fernando García de Cortázar. Historia de España: de Atapuerca al euro (Planeta, 2002); Javier Tusell. La España de Franco. Poder. Oposición y política exterior (Historia 16, 1989); Raimon Carr, Juan Pablo Fusi. España, de la dictadura a la democracia (Planeta, 1979).