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León Felipe, una biografía paralela, a mi aire (I)

A partir de ahora se suceden las despedidas y los regresos, pero él no se plantea la vida como un viaje al modo de Ulises, sino a la manera del peregrino, del caminante. Su carácter itinerante le acerca más al viento que al mar, a las hojas que a las raíces de la tierra: “Ahora de pueblo en pueblo/ errando por la vida,/ luego de mundo en mundo errando por el cielo/ lo mismo que esa estrella fugitiva…/¿Después?… Después …/ ya lo dirá esa estrella misma,/ esa estrella romera/ que es la mía,/ esa estrella que corre por el cielo sin albergue/ como yo por la vida”. Es su poesía más claramente subjetiva y en la que no pocos críticos han querido ver rasgos postmodernistas, aunque el propio poeta duda de todo: “Yo no sé como soy…/ y no sé lo que quiero…/ y no sé a dónde voy/ cambiando siempre inquieto de sendero…/ Algo espero, sí, pero…/ No sé tampoco lo que espero!”.

Por un momento parece no saber qué hacer con su vida y se pregunta con Hamlet si ser o no ser. Una aventura digna de Charles Marlow, el personaje de El corazón de las tinieblas, la insuperable novela de Joseph Conrad, le lleva a la colonia española de Guinea, para ejercer la función de director interino del hospital de Elobey, isla situada en la desembocadura del río Muni: “He dormido muchas noches, años, en el África Central,/ allá en el golfo de Guinea, en la desembocadura del Muni,/ acordando el latido de mi sangre/ con el golpe seco, monótono y tenaz del tambor prehistórico africano”.

Después de ocho meses en Elobey, se traslada a la zona continental de Rio Muni para ocupar la vacante dejada en la administración del hospital de Bata. Al poco de llegar descubre los oscuros manejos del director médico y la corrupción generalizada existente entre el personal sanitario del hospital, lo que redunda en la mala atención a los enfermos y los altos índices de mortalidad. Se apresura a denunciar los hechos y, para evitar males mayores, el gobernador de la región, aun reconociendo su honestidad y buen proceder, lo destina sin un puesto fijo a Santa Isabel (actual Malabo), capital de Fernando Poo y de toda la Guinea española, hasta que pudiera cumplir el periodo de dos años imprescindible para poder disfrutar de un permiso remunerado de seis meses en España.

Tras las vacaciones, León Felipe ya no volverá al continente africano, a ese mundo hondo y lejano, lleno de magia y de peligros, azotado por el hambre, la enfermedad y la explotación. Se siente como un Jonás que, tras pasar más de dos años en el vientre de la ballena, es arrojado de nuevo a tierra firme para cumplir su destino: ser escritor.

Es el año 1922 y planea irse a trabajar a Estados Unidos, aunque sus ahorros (500 pesetas) solo le dan para embarcarse en el puerto de Cádiz con un billete de tercera en el buque Colón rumbo a México. Una carta de Alfonso Reyes le facilita un trabajo como bibliotecario en Veracruz y le abre las puertas del ambiente intelectual mexicano.

Allí conoce a Berta Gamboa, profesora de español en Nueva York, se enamoran y él la sigue a Estados Unidos, donde se convierte en instructor de español de la Universidad de Cornell gracias a la ayuda de Federico de Onís, y más tarde en profesor de literatura de las universidades de Columbia y Las Vegas.

En tierras americanas reanuda su obra literaria estimulado por el descubrimiento de Walt Whitman, de quien traduciría su Canto a mí mismo. En Nueva York (“piedra, cemento y hierro en tempestad”) termina la segunda parte de Versos y oraciones del caminante (1929), dedicada a Bertuca y de temática más abierta que la primera, y tiene la oportunidad de compartir paseos con Federico García Lorca, contrastar con el granadino su idea de que para tallar el verso es mejor empezar por contar las piedras y luego las estrellas y mostrar su común desencanto con la sociedad americana: “Viví en Norteamérica seis años buscando a Whitman./ Y no le encontré. Nadie le conocía. Hoy tampoco lo conocen/¡Pobre Walt! Tu palabra ‘Democracy’ la ha pisoteado el Ku-Kux-Klan…/ y ‘aquella guerra’, ¡ay!, aquella guerra la perdisteis los dos:/ Lincoln y tú”.

Tras un viaje a España, que coincide con la proclamación de la República (1931), regresa a México y escribe Drop a star (Echad una estrella, 1933), obra de técnica vanguardista (“nuestra voz ronca que retumba/ contra el cóncavo barro de este cántaro hueco”), en la que aborda la conciencia del mal y su por qué (“perro negro de la injusticia humana”), la protesta ante un mundo mal hecho (“polvo es el aire, polvo/ de carbón apagado”) y la exigencia de Luz para salir de la sombra y del llanto (“Echa a andar otra vez este barco varado, marinero./ Tú tienes una estrella en el bolsillo…/ una estrella nueva de paladio, de fósforo y de imán”).

En 1934 viaja de nuevo a España, donde ejerce como traductor y consigue aparecer en la segunda edición de la Antología de Gerardo Diego, en la que el poeta caminante manifiesta su concepto integrador de la poesía: “Todo lo que hay en el mundo es mío y valedero para entrar en un poema, para alimentar una fogata”.

De vuelta a México recibe el encargo de dar un curso de El Quijote para estudiantes norteamericanos en la Universidad Nacional y es nombrado director del Cuadro Dramático Radiofónico de la Secretaría de Educación Pública.

La edición de una Antología personal (1935), editada por Espasa Calpe y sufragada por un amplio grupo de intelectuales españoles, confirman el reconocimiento de una obra poliédrica, alejada de filigranas y encasillamientos, en cierto modo despreocupada por hasta dónde pueda conducir al autor su propio trajín andariego.