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Mediterráneos, el lenguaje de las emociones

La casa de la vida, la naturaleza de las cosas

En la presentación que abría La naturaleza de las cosas, el volumen que reunió en 1988 tres breves poemarios de LLop, Juan Perucho daba la bienvenida a un joven poeta “cuya mirada atraviesa el tiempo y las cosas”, salía a recibirle en la casa de la poesía (“ha abierto la puerta y ha entrado dentro”), y citaba unos versos del poema que daba título a aquel volumen, y que definen bien la obra poética de Llop:

                        (…) Tradición elijo

y estas palabras y su cadencia íntima,

inmerso en el calor del día y la página

que, blanca, exige ritmo acorde con el tiempo.

No rehúyo lo moderno, evito su estrépito.

Los años han pasado, pero aquel poema, donde estaban la música (la música que fue suya), los pájaros, la vida apacible y los libros, y también la soledad y el amor a la vida, sigue diciendo mucho de quien siempre ha sido, sobre todo, un poeta. Un poeta, lejos de servidumbres grupales o generacionales, que, además de sus versos, ha ido dejándonos sus novelas, diarios y otros textos en prosa, que tanto han contribuido a que sea el escritor que es y tenga el reconocimiento que tiene; ha creado un territorio personal, un espacio fundacional, lo ha llamado citando a Jünger, en el que confluye toda su obra.

En la introducción a su poesía reunida hasta 2001, que publicó Península, decía algo que ha repetido en otras ocasiones. “Un poema es siempre un fragmento de la vida de quien lo ha escrito y cada libro de poemas es un capítulo más –a menudo varios– de la vida de un poeta”.

Aunque los poemas sean fragmentos de vida y, como él escribió en el prólogo a su antología de Derek Walcott, otro poeta del mar, la verdadera biografía de un poeta esté escrita en sus versos, no son los poemas de Llop un recuento ni un diario; “al poeta –como recordaba que dijo Seamus Heaney a propósito de Sylvia Plath– le corresponde superar su ego para llegar a tener una voz que sea algo más que una autobiografía”. Y es que, en cualquier caso, el poeta cuando escribe es otro, “un hombre –ha escrito LLop– ocupado por su voz, que solo es poeta cuando logra interpretar esa voz”.

Y ese otro no es solo el yo poético, ni un fingidor o el personaje que, según algunos, aparece en los poemas como si la poesía fuera una ficción más. Las palabras de Llop nos llevan más bien a las que su admirado Marcel Proust repetía con pasión y convencimiento: el que escribe es siempre otro, otro yo que habita en el fondo de nosotros mismos.

En su poesía hasta 2001 estaban muchos poemas memorables y algunos de sus libros fundamentales: entre ellos el citado La naturaleza de las cosas, en el que –ha dicho– empezaba su casa y en el que ya se reconoce plenamente y La oración de Mr. Hyde; también El canto de las ballenas, un libro híbrido, un hermoso conjunto de relatos o prosas poéticas.

Mediterráneos

Y ahora Mediterráneos (Fundación José Manuel Lara, Vandalia, 2022) [1], la poesía que ha ido publicando desde 2001 con, tras una larga espera, un poemario nuevo y otros poemas inéditos recientes. Es, como los poetas que de verdad lo son, alguien que espera, no se sabe por cuánto tiempo, a que llegue el poema, la luz del poema, y se vayan formando los libros.

La dádiva y Quartet son los que abren esta recopilación, dos libros que, contaba el autor, comparten una luz distinta a la de su poesía anterior y que se cruzaron en el tiempo; el segundo, escrito en su otra lengua, el catalán de Mallorca, que figura en Mediterráneos con la traducción al castellano de Llop, con la ciudad de Palma como protagonista; y La Dádiva, una de las cumbres de su poesía, un libro sereno, que celebra el fulgor de la vida y los afectos, aunque haya días “en que las sombras nos visitan“ y vivimos en el “blanco silencio del invierno” .

En La dádiva encontramos, con el carácter moral de su mirada, muchos de los motivos que nutren su poesía: la devoción y la deuda por los que tanto le han dado y le han mostrado el camino (muy presente Eliot, con Rilke uno de sus poetas de siempre); los pequeños acontecimientos en los que habita la esencia (“nada apenas se necesita/ en un jilguero se encierra/ todo el esplendor de Pompeya”); el recuerdo de una juventud en que todo fue, o parecía, verdad, y que no se va a olvidar nunca, aunque algunos corrompan el recuerdo, y otros se quedaran en el camino; o el amor del padre emocionado, en los bellísimos poemas “Mon semblable…” y “El mar de los veranos“.

[1]

El primer poema de La Avenida de la luz y el último de Cuando acaba septiembre son dos de los más hermosos de Llop. Esos libros, los siguientes a La dádiva, tienen mucho en común, hay celebración, pero también elegía, la desolación por las pérdidas abre la puerta al otoño inseguro. Aquí están otra vez el mar (“un lenguaje, como el viento”), la ciudad donde “cantan los pájaros”, los bares donde se fue feliz, de nuevo Eliot –“de hecho, nunca olvido a Eliot”– y Cyril Connolly, también Durrell y Graves, las mujeres y los días, y, como otras veces, las canciones de Leonard Cohen; ahora en el lugar del hijo se ha abierto la puerta de la nada, y queda la pena que deja el dolor y la ausencia. No hay nostalgia, pero sí conciencia del paso del tiempo, y de la ceniza que va quedando cuando, como escribió Antonio Gamoneda, arden las pérdidas.

En 2014 llegó La vida distinta, el último de los poemarios que había publicado hasta ahora. El libro continúa la línea elegíaca, vuelve a nevar, como en el bellísimo poema final de su libro anterior, como aquel invierno en que, lo contó Llop en uno de sus libros imprescindibles, la ciudad quedó sumergida bajo la nieve. Pero también se celebra el amor y el erotismo, muy presentes en la obra de Llop, y permanece la plenitud de la vida, y los lugares y los libros de siempre.

Nada ha cambiado en el momento que los visito

y ambos –quien soy y quien fui– son uno,

como uno se es en el ejercicio del amor

y el amor, aquí, son los libros que leí

y aquellos otros que he escrito para vivir

acorde con la voz que sentía en mí.

En este libro están Chatwin y Samuel Pepys, y París y Burdeos, ciudades que mucho tienen que ver con la vida distinta que le ha llegado desde 2005, y que LLop agradece sin reservas. Son, casi todos, poemas largos, en ocasiones poemas narrativos que se adentran en la reflexión moral. Cuarteto ruso, que releído en estos días sobrecoge como nunca, nos lleva al dolor y la desgracia que arrasó el siglo XX, y es un tributo a poetas como Anna Ajmatova que nos hablan “como solo la poesía sabe y puede hablar”.

El árbol de los cormoranes

El árbol de los cormoranes, inédito hasta ahora, es el poemario más reciente de Llop y el que, con otros poemas sueltos, cierra esta recopilación. En “Lápidas”, la primera de las cuatro partes del nuevo libro llega una voz de tono más reflexivo y melancólico, como “el sonido del mar cuando está en calma”; hay cambios en el hombre que escribe, cambios que impone la vida.

Los amigos muertos son

más que los que permanecen

y las mujeres son ciudades

que ya no visitaré

No hay angustia, hay conciencia de la pérdida, y se canta lo que se pierde. Ante el desorden que la muerte instaura, oscureciendo “ciudades, vida y afectos”, quedan los recuerdos y el paisaje, “lo que nos acompaña y hace mejor/ la vida que amamos”.

Es tiempo de mudanza, leemos en “Jardines”, la tercera parte del libro, pero no hay derrota ni olvido, aparece “la verdad/del agradecimiento/desde el dolor” y “una alegría adulta, donde una parte de nosotros se queda para siempre”.

Estos nuevos poemas de El árbol de los cormoranes están en el mismo volumen que se abre con La dádiva, escrito hace veinte años, y es una delicia leerlos ahora casi al tiempo, ir de un libro a otro. En La dádiva ya estaba presente el desconcierto por el desgaste irreversible que trae el tiempo, por ejemplo al evocar unos años (la manera de vivir unos años, finales de los 70) que nadie ha contado y cantado como él (inolvidable su novela Reyes de Alejandría), escribía

El tiempo es uno

y no hay paraísos perdidos,

solo miradas

que han perdido el brillo.

En “Intermezzo napolitano”, la segunda parte de El árbol de los cormoranes, el poeta cuenta un viaje a Nápoles y sus alrededores. Se produce una pausa en el desasosiego y llega esa alegría tranquila. Sabemos de su honda emoción en Pompeya cuando contempla un pajarillo, una “pequeña y saltarina avefría”, y ese poema nos devuelve a otra emoción antigua, recogida también en La dádiva, aquellos versos ya citados, “en un jilguero se encierra / todo el esplendor de Pompeya”. Es, mucho años después, “otra ofrenda del tiempo, que nunca se detiene, ni cesa”.

Este nuevo libro de Llop es un hermoso cierre a la recopilación, tiene no poco de tiempo recobrado, es una mirada tranquila, también emocionada, a lo que fuimos y a los días que llegan, a la casa de la vida y la memoria.

Saber esperar, saber mirar

En uno de sus diarios escribía “las cosas pasan, basta fijarse en ellas”, y en sus poemas leemos “la naturaleza/ es generosa con los que saben/ mirar…” y “basta con afinar el oído/ y escuchar lo que hay detrás del ruido del mundo”. Desde esa actitud y atención, se contempla y se oye lo que de verdad importa.

Los poemas de LLop que se reúnen en Mediterráneos son veinte años de saber mirar, de esperas y revelaciones, de estancias al otro lado, “el lado oculto del hombre”. En Mediterráneos, como en toda su obra, encontramos ironía e inteligencia; un universo personal con las referencias culturales que han llenado sus días de emociones y sentido; los recuerdos y la búsqueda de la verdad vivida; y encontramos el mar y la naturaleza, la ciudad y las casas, y el amor; y, siempre, su exigencia en el lenguaje, sus palabras cercanas y precisas, cuidadas y transparentes, palabras que intensifican la vida.

En varios de sus libros Llop recuerda que uno de sus abuelos le dijo que ser escritor es una de las mejores cosas que se puede ser; Mediterráneos es una hermosa muestra de hasta qué punto el niño prestaba atención a lo que escuchaba.