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Poemas para la vida: ‘La espera’, de Francisca Aguirre

Hija del pintor Lorenzo Aguirre, condenado a muerte tras la Guerra Civil y ejecutado a garrote vil en 1942, Paca Aguirre, para amigos y lectores, comenzó a trabajar como telefonista con quince años. “Aunque desde siempre tuve la compañía de los libros de Pablo Neruda, Miguel Hernández, Aleixandre, Blas de Otero, José Hierro y, por supuesto, don Antonio Machado”.

Y escribía desde el silencio. Pero, cuando cayó en sus manos una traducción del poema de Kavafis Esperando a los bárbaros, “quemé las cinco carpetas que tenía con mis anteriores trabajos y empecé con Ítaca, un poemario que tardé seis años en finalizar”.

Ítaca, su ópera prima, un libro que da voz a las mujeres de la posguerra y a las personas silenciadas, ganó el Premio Leopoldo Panero. Años antes, su pasión por la literatura le acercó en la década de los 50 a las tertulias del Ateneo de Madrid, donde conoció a Luis Rosales, Gerardo Diego, Miguel Delibes, Buero Vallejo, Julio Cortázar, Juan Rulfo y Félix Grande, con quien se casaría en 1963. A partir de 1971 y hasta su jubilación en 1964 trabajó en el Instituto de Cultura Hispánica como secretaria de Luis Rosales.

En 1976 publicó el poemario Trescientos escalones, dedicado a su padre y por el que le concedieron el Premio Ciudad de Irún. Dos años después publicó La otra música, completando esta primera etapa de su obra.

Pasaron 17 años hasta que volvió a publicar dos libros en prosa, en 1995 Que planche Rosa Luxemburgo, de narraciones breves, y las memorias Espejito, espejito. Posteriormente, Ensayo general (1996) y Pavana del desasosiego (1999) fueron los poemarios que entregó a imprenta. Finalmente, en el año 2000 publicó Ensayo general. Poesía completa, 1966-2000, donde se recoge toda su obra poética hasta esa fecha.

Seis años después publicaría La herida absurda y Nanas para dormir desperdicios. En 2010 obtuvo el Premio Miguel Hernández con su poemario Historia de una anatomía, obra con la que ganó en 2011 el Premio Nacional de Poesía. Ese año publicó Los maestros cantores y en 2012, Conversaciones con mi animal de compañía.

Por fecha de nacimiento, Aguirre pertenece a la generación del 50, junto a nombres como Gil de Biedma, Valente, Brines o Claudio Rodríguez, pero la tardía publicación de su primer poemario supuso que, inmerecidamente, su nombre se viera apartado de las antologías de su generación.

Traducida a numerosas lenguas, su producción se identifica con el pensamiento machadiano. Como ella misma confesaba: “Paciente, sin prisas, porque como afirmaba Don Antonio, el arte de escribir es demasiado extenso y poco significativo, y lo que realmente debe preocuparnos es la propia vida”.

En enero de 2018, la editorial Calambur publicó su obra completa bajo el título Ensayo general. En noviembre de ese mismo año recibió el Premio Nacional de las Letras. En opinión de su hija, la poetisa Guadalupe Grande, este reconocimiento reivindica la herencia de todas esas voces femeninas que fueron quedando de lado. Paca Aguirre murió en Madrid el 13 de abril de 2019.

De su envolvente producción rescatamos La espera, un poema de su libro Ítaca. Escrito hace casi medio siglo, por tema y tratamiento parece inquietantemente escrito en estos días:

Lo mejor que podemos hacer es no asustarnos.
Ya sé que no resulta fácil atenazar el miedo.
Pero también el miedo une. Es cuestión de saberlo
y no menospreciar esa sabiduría.

Calma, mucha calma,
en medio del terror también se puede tener calma;
casi diría que es imprescindible.
Moverse con cuidado, calcular bien los movimientos:
un paso en falso puede significar la destrucción.

Miedo, naturalmente. Mucho miedo:
nadie quiere desintegrarse.
Pero también el miedo integra. No olvidarlo.
Por descontado: esa tarea no resulta alegre,
pero en casos como el presente
lo más seguro es ver los hechos con realismo.
Nada ayuda tanto como la realidad.

Lo mejor que podemos hacer
es mirar con afecto a la consolación;
cuando se tiene miedo los consuelos no se desprecian.
Cualquiera se puede morir,
pero morir a solas es más largo.

Y si el miedo sigue creciendo,
apoyar una espalda contra otra. Alivia.
Infunde cierta seguridad
mientras dura la espera, Telémaco, hijo mío.