Escribe a mano desde siempre: “Escribo mucho y borro más. Muy de tarde en tarde, con lo que voy conservando, formo un libro cuando me persuado de que estos poemas se apoyan los unos en los otros y, a su vez, le dan profundidad y sentido”. Lo hace desde Málaga, la ciudad en la que nació y en la que siempre ha vivido.
Allí estudió piano, pintura y vuelo, cuando decidió convertirse también en piloto de aviación. Colegiala y radiante la recordaba Manuel Alcántara: “Ya de niña era honda y apacible, como suelen ser los lagos, y dueña de palabras precisas y de exactos silencios… Más que muchas princesas, princesa parecía”.
Allí, muy joven, se casó con el poeta y cronista de la ciudad Rafael León, que se convertiría en su mentor y guía editorial. Un tándem que hizo de aquel hogar, durante décadas —hasta el fallecimiento de él en 2011—, un centro neurálgico de arte y cultura.
Hoy, cuando rueda su nombre por los noticieros con motivo de la concesión del Premio Nacional de las Letras Españolas [1], se recuerda que en 2014, al lograr el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, se convirtió en la primera escritora española en obtenerlo. Sumaba este reconocimiento a otros tantos, entre los que figuran el Nacional de la Crítica, el Luis de Góngora de las Letras Andaluzas, el Federico García Lorca o el de la Real Academia Española de Creación Literaria.
“La perfección sin historia, sin angustia, son sombra de duda; es el ámbito —no ya el signo, sino el ámbito— de toda la poesía que yo conozco de María Victoria”, dejó escrito sobre ella María Zambrano.
Desde Tierra mojada, su primer poemario, que se abría con una cita de San Juan de la Cruz —lírico considerado por la propia Atencia como el mayor de nuestra lengua—, ha ido dejando, del modo sosegado que encarna su figura y con un silencio literario que se prolongó quince años, cerca de veinte libros (Arte y parte, La señal, El coleccionista, Compás binario, Paulina o el libro de las aguas, La pared contigua, Cañada de los ingleses, Marta y María, El hueco, Las contemplaciones…), de los que entresacamos algunos poemas que, como tantos otros, destellan y evidencian su capacidad para ahondar en las pequeñas cosas —físicas y espirituales— que nos descubren bellezas inéditas y valores que, sin su palabra, pudieran pasarnos desapercibidos.
Epitafio para una muchacha
Porque te fue negado el tiempo de la dicha
tu corazón descansa tan ajeno a las rosas.
Tu sangre y carne fueron tu vestido más rico
y la tierra no supo lo firme de tu paso.
Aquí empieza tu siembra y acaba juntamente
–tal se entierra a un vencido al final del combate–,
donde el agua en noviembre calará tu ternura
y el ladrido de un perro tenga voz de presagio.
Quieta tu vida toda al tacto de la muerte,
que a las semillas puede y cercena los brotes,
te quedaste en capullo sin abrir, y ya nunca
sabrás el estallido floral de primavera.
Laguna de Fuentepiedra
Llegué cuando una luz muriente declinaba.
Emprendieron el vuelo los flamencos dejando
el lugar en su roja belleza insostenible.
Luego expuse mi cuerpo al aire. Descendía
hasta la orilla un suelo de dragones dormidos
entre plantas que crecen por mi recuerdo sólo.
Levanté con los dedos el cristal de las aguas,
contemplé su silencio y me adentré en mí misma.
Ternura
Quizás no sea ternura la palabra precisa
para este cierto modo compartido
de quedar en silencio ante lo bello exacto,
o de hablar yo muy poco y ser tú la belleza
misma, su emblema, aunque tan próxima y latiendo.
Y es también un destino unánime que vuelvan
a idéntico silencio -cuando llegue la hora
de la tregua indecible- mi palabra y tu zarpa.
Marta y María
Una cosa, amor mío, me será imprescindible
para estar reclinada a tu vera en el suelo:
que mis ojos te miren y tu gracia me llene;
que tu mirada colme mi pecho de ternura
y enajenada toda no encuentre otro motivo
de muerte que tu ausencia.
Mas qué será de mí cuando tú te me vayas.
De poco o nada sirven, fuera de tus razones,
la casa y sus quehaceres, la cocina y el huerto.
Eres todo mi ocio:
qué importa que mi hermana o los demás murmuren,
si en mi defensa sales, ya que sólo amor cuenta.
Liturgia de las águilas
Muero sin morir en ti
y de tanto morir
nunca llegar a la muerte en sí
Tener sed y no encontrar el agua que sacie la lengua
Sentir temblor y no palabra que apacigüe
Buscar sin entender que el cuerpo no se rompe
que la boca es insuficiente
para limitar manos y pies que no andan
aunque mucho polvo hacia el templo hayan dejado
Sopla el viento
primera pulsación de la presencia
aire que alienta las palabras de la garganta
y del pensamiento hasta los labios
Las palabras se pronuncian entrañando gesto
brazos que tocan a través de las manos
que expresan su conmoción para llegar
pero nada tocan sino el aire
y a veces otras manos
que no son abrazo
que no son sino sólo manos
y las tuyas van perdiendo su propio movimiento
bailan en la fluencia del tacto que nada dice
por qué si hay dentro
las manos
los dedos
las uñas
olvidan el soplo del viento.
Habitarse
dentro
para no habitarse
Despeñarse
caer más adentro
porque no se puede no caer
cuando no se puede no subir
Porque llevo muchos días siguiendo tu sombra
entre las hojas de los árboles
escuchando el ruido de tu aliento
desbrozar agua en canastilla
y sigo tus huellas por ese polvo que pisas
y me basta para recordar tu mirada
canto de amor de otros tiempos
Cómo me calaba el silencio
el frío de la montaña
el aire húmedo y espeso
cuánta agua anegándose
por no diluir las frases del rostro
Lee dentro de mí
Tras tus huellas he dejado las mías
escarpadas
y riscos en hielo derritiéndose
cuerpo pequeño para contener el latido
¿quién perseguía a quién
quién dejaba a quién?
El mundo nuestro
El mundo nuestro
se fue acumulando
en la ceniza
Presencia del humo
Memoria del cuerpo
Los gritos de los borrachos
y el mal avenido trío
se espantaban con el cacareo
del traspatio
ambiente sórdido para olvidar
los arañazos de las palabras
Las fichas sobre la mesa
inermes ante mis ojos
al mirar los tuyos abotagarse
de tanto silencio
Cuántas veces recorrí los caminos
apretados de tierra
para sacarte dormido
con sueños de caballo en relincho
Luego llorabas viejo
porque se te ablandaba el tiempo
y el corazón no se te encogía
Y dejó de existir
la secuencia de las semanas
El mes era levantar un pie
detrás de otro
para ver la costa de mar revuelto
o echar la vista
en trampa de dado
hacia la sierra
y morderme el vientre
creyendo que en algún momento
el vendaval me arrancaría
de ese camino y de esas piedras
Cuando encontraba la limpidez de tus manos
la tarde se mecía
Si me confiaba
hallaba un tanto de luz proveniente del mezcal
No sabía quién era más cobarde
si yo
por no beberme la vida de un trago
o tú
que la bebías minuto a segundo
Tal vez lo que me ató
fue el rumor del tiempo
el oleaje antiguo de sal
el estruendo
No lo sé
Miro mis manos
y da lo mismo
en el fondo del vaso
está mi rostro
No necesitas ningún otro lugar.
Y, finalmente, de su libro Las contemplaciones, el poema que lo cierra:
Muevo en la oscura noche y su bolsa los restos
–tantos menudos trozos–
de una historia que cierran la puerta y su chirrido.
Se prohíbe la nostalgia. No hay más contemplaciones.
Atendedme
sin embargo este canto final, y de abatimiento.
Toda historia se cierra –cuando no se interrumpe– en
un final feliz,
y ya me puedo ir, en mi final feliz, con la Santa Compaña.