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Poemas para la vida: ‘Que se apaguen las lumbres…’, de Pedro Salinas

Huérfano de padre a los seis años, Salinas inició en Madrid estudios de Derecho que abandonaría para doctorarse en 1917 en Filosofía y Letras con una tesis sobre El Quijote. Previamente había publicado sus primeros poemas en la revista Prometeo, dirigida por Ramón Gómez de la Serna, y en 1913 fue nombrado secretario de la sección de Literatura del Ateneo madrileño. Desde esa institución, y con el apoyo de Enrique Díez-Canedo y Fernando Fortún, manifiestó su intención de “liberar el verso español del yugo de la métrica”.

En 1915, un año después de lograr plaza de lector de español en La Sorbonne, se casó con Margarita Bonmatí. Tras conocer la obra de Proust, inició su traducción, en colaboración con José María Quiroga. Esa labor fue determinante para el conocimiento del autor francés en el mundo hispano.  

En 1917, el matrimonio regresa a España y un año después Salinas toma posesión de su cátedra en la Universidad de Sevilla, en donde tras disfrutar de una excedencia de dos años para trasladarse como profesor a Cambrigde, permaneció hasta 1929. Entre sus alumnos tuvo a Luis Cernuda. En 1923, dejado atrás su periplo inglés, publicó Presagios, su primer poemario.

Tras regresar a Madrid en 1930 para impartir clases en la Escuela Central de Idiomas fundó la revista Índice literario y se integró en las actividades de la Institución Libre de Enseñanza a través de su Centro de Estudios Históricos, implicándose en la creación de la Universidad Internacional de Verano Menéndez Pelayo en Santander, de la que sería secretario general hasta 1936.

En esa ciudad le sorprendió la Guerra Civil. En primera instancia se trasladó a Francia y de allí a Estados Unidos, donde sucesivamente fue profesor en el Wellesley College y en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore. En 1943 fue contratado por la Universidad de Puerto Rico, de donde en 1946 regresó a Baltimore.

En el verano de 1932 se produjo un hecho trascendente en la vida del poeta cuando conoció a la estudiante estadounidense Katherine Whitmore, que más tarde fue profesora de Lengua y Literatura Española en el Smith College de Massachusetts. Ella fue la destinataria de la trilogía amorosa que conforman La voz a ti debida (1933), Razón de amor (1936) y Largo lamento (1939). El romance se mantuvo, en forma epistolar, cuando Whitmore retornó a Estados Unidos para proseguir sus estudios. Ella regresaría a España en 1934, pero cuando la mujer de Salinas descubrió la situación intentó suicidarse, ante lo que la joven puso fin a la relación y se casó con un compañero de universidad.

Katherine Whitmore, que falleció en 1982, autorizó la publicación de su epistolario con Salinas, guardado en los archivos de la Universidad de Harvard, siempre que hubieran transcurrido veinte años después de su muerte y se omitieran las cartas remitidas por ella. Las trescientas que él le envió, hasta 1947, constituyen elevada literatura amorosa.

Pedro Salinas nunca regresó de su exilio. Murió en Boston el 4 de diciembre de 1951. Siguiendo su deseo fue enterrado en Puerto Rico.

«Estimo en la poesía, sobre todo, la autenticidad. Luego, la belleza. Después, el ingenio», siguiendo sus propias palabras, la poesía de Salinas es ante todo auténtica, profundamente sentida. El verso corto y la ausencia de rima son elementos comunes de una obra en cuya etapa inicial destacan Presagios, Seguro azar y Fábula y signo. Pero la plenitud creadora la conformará la trilogía amorosa mencionada que toma, –La voz a ti debida-, su título de un verso de la Égloga tercera de Garcilaso de la Vega.

La tercera etapa del poeta, la del exilio (1940-1951), la integran El contemplado, extenso poema en que dialoga con el mar de San Juan de Puerto Rico; Todo más claro y otros poemas y el volumen póstumo Confianza, en el que, pese a todo lo acaecido, traza un canto al regalo de la vida. «He tenido siempre un deseo de amor tan vivo, que por eso he sido poeta», afirmó al término de sus días.

Rescatamos, hondo como todos los suyos, el poema Que se apaguen las lumbres…

¡Que se apaguen las lumbres,
que se paren los labios,
que las voces no digan
ya más: «Te quiero» ¡Que
un gran silencio reine,
una quietud redonda,
y se evite el desastre
que unos labios buscándose
traerían a esta suma
de aciertos que es la tierra!

Que apenas la mirada,
lo que hay más inocente
en el cuerpo del hombre,
se quede conservándole
al amor su futuro,
en esa leve estrella
que los ojos albergan
y que por ser tan pura
no puede romper nada.

Tan débil está el mundo
-cendales o cristales- que
hay que moverse en él
como en las ilusiones,
donde un amor se puede
morir si hacemos ruido.

Sólo
una trémula espera,
un respirar secreto,
una fe sin señales,
van a poder salvar
hoy,
la gran fragilidad
de este mundo.

Y la nuestra.