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Segundo accésit: Antígona

Se tensó sobre el carísimo sillón inglés herencia de su madre. Alisó sus Armani de fina pana y bebió un sorbo de café arábigo de cosecha exclusiva.

Inspiró. Exhaló.

No había sido buena idea aceptar ser uno de los miembros del jurado de aquel premio de relato breve. No. Le parecía una vulgaridad, pero su agente insistió y no pudo negarse. “Es un premio prestigioso, estaréis los escritores de siempre, será divertido, y no te viene mal un poco de publicidad después de las bajas ventas del último libro”. Laureano accedió sin convencimiento, herido en su orgullo de escritor reconocido, pero seguro de que su agente sacaría algún provecho de todo aquello. Le aburrían tanto los escritores noveles, “pero, vale, venga, aceptaré, espero no morir de aburrimiento”.

Acababan de entregarle los cinco relatos finalistas. Y allí estaba, temblando frente a uno de ellos. Volvió a respirar y a exhalar despacio, pero el pulso aumentaba a medida que se envolvía en esa prosa austera, de una calidad indiscutible, que describía con exactitud repugnante su pasado más escondido. Tal cual. Sin concesiones. Una coincidencia improbable, sin embargo, cierta.

Inspiró, exhaló.

La protagonista era una mujer. Una escritora de cierta fama que entraba en los cuarenta de la mano del alzhéimer de su octogenaria madre. Acababa de divorciarse, y a su maltrecha autoestima se sumaba la merma de sus ingresos. Todo se había reducido a la mitad: la mitad de la casa, la mitad de los muebles, la mitad de los libros…la mitad de la vida en una sentencia judicial. Solo quedó indivisible la fortuna de su madre. Pero parecía condenada a presenciar cómo se diluía entre cuidadoras, terapeutas y pañales para incontinentes graves.

Creón Tello leía con las pupilas cada vez más dilatadas. Se le escapó un gemido inclasificable al descubrir la siguiente coincidencia. Ella, (como él) vendió su casa de la playa, su refugio, la garantía de un futuro holgado si el público dejaba de interesarse por los misterios históricos. Como él mismo hizo durante años, en esa casa de piedra con vistas al Atlántico (exactamente igual a la suya, descrita con una minuciosidad agobiante) escribió las novelas que codiciaban las mejores editoriales. Literatura mala, muy rentable. Por la casa le dieron un pastón. La mitad, para su exmarido. Bienes gananciales. La otra mitad, para ‘La fuente de oro’, un lugar donde “sus mayores se sentirán jóvenes”. Cuatro mil al mes. La enfermedad no podía con su anciana madre, pero si con su herencia.

Pasó de página temblando. Antígona narraba con una literalidad fantasmal el plan que él mismo puso en marcha cuando los neurólogos le avisaron de que la situación podría alargarse varios años, que el declive sería paulatino, en ocasiones imperceptible, pero que no había solución, y que no se preocupara porque esta enfermedad era peor para los familiares, ella no sufría en absoluto.

Sin dar crédito leyó cómo esa escritora imaginada consiguió el veneno de un amigo farmacéutico con la excusa de documentarse para su próxima novela sobre la corte de Felipe II. “Si no puedo describir cómo es la textura, me quedo sin una parte importante de la narración”, le había dicho ella, (le había dicho él) una tarde en su botica del centro. Pero no lo pruebes, le dijo su amigo –a ella también se lo dijo con idénticas palabras– los síntomas que produce son muy leves, pero destrozan el hígado de cualquiera en dos semanas. “Tranquilo, no quiero morirme ahora que mi madre me necesita más que nunca”.

Pidió a la enfermera que le dejara dar de cenar a su madre. “No se preocupe, yo me ocupo de las pastillas. Son dos ¿no?, con un poco de agua”. Cada noche, mientras su madre miraba huecamente el inicio del telediario, ella vaciaba la cápsula e introducía un poco de esos polvos certeros e inapreciables en ninguna autopsia. A Laureano le sudaban los dedos. Aún recordaba el tacto del plástico fino, la mirada vacía de su madre, el ligero temblor del labio inferior al tocar la frialdad del cristal.

Expiró, exhaló. Espiró, exhaló.

El relato de Antígona se regodeaba en los quince días que duró el envenenamiento. “Cada vez está más apagada –decía el geriatra–, la enfermedad avanza inexorable, hay que estar preparados”. La hija compungida. “No, no tengo hermanos. Mi padre ya falleció. Sólo la tengo a ella. No me importa estar aquí todo el día, no puedo escribir, me resulta imposible”.

Creón Tello tragó saliva.

Inspirar, expirar.

Noventa y cinco pulsaciones.

Inspirar, expirar.

Tiró los folios impresos. No podía seguir leyendo. Esas páginas parecían una venganza de su conciencia. No podía ser. Seguro que el tratamiento ansiolítico le estaba jugando una mala pasada. Bebió más café. Se limpió el sudor, volvió a sentarse en el corredor de la muerte y decidió avanzar hacia el final del relato.

Mientras la anciana empeoraba, la madura escritora y el joven médico de la residencia aliviaban las tensiones que les provocaba estar tan cerca del declive orgánico sobre la camilla de enfermería haciendo exhibición de su plenitud sexual. Eros frente a Tánatos. Antígona describía esas noches con una precisión insultante. Gritos de placer en la misma frecuencia que las voces de los residentes llamando a su mamá. Su cuerpo rejuveneciendo en las manos de un médico que escapaba de la vejez.

Una náusea cegó la lectura de Laureano. No podía ser. Nadie sabía de su aventura con la doctora. Nadie sospechó nunca de una profesional excelente felizmente casada con el director de las residencias más caras de la provincia. ¿Quién le estaba gastando semejante broma? ¿Quién era Antígona?

El amante geriatra certificó la parada cardíaca de la anciana madre. La compungida hija lloró… y respiró. “Mejor así. Ya no sufre más”. “Así descansarás tú, te hace mucha falta”. “La voy a echar tanto de menos. Han sido dos años junto a ella casi día y noche”. Eran los mismos comentarios que él había escuchado. Las mismas personas en el entierro. Una prima lejana. Su agente. El geriatra. Su ex.

Inspiró, exhaló. Inspiro, exhaló.

Laureano Creón Tello terminó de leer el relato con un sospechoso dolor intercostal. Respiraba con dificultad. Decidió darle la menor puntuación. No pasaría a la final. No conocería a Antígona y dentro de unos días sonreiría recordando tanta casualidad. Pero el resto del jurado fue generoso y Antígona ganó el concurso. “Un relato realista y bien documentado, como si su autor o autora hubiera pasado por algo semejante. Muy veraz, sí señor, muy estremecedoramente veraz. Todos los miembros estamos de acuerdo, Laureano, no sé cómo no es también tu favorito”. “No sé, demasiado truculento. Nadie puede asesinar a su madre y seguir viviendo como si nada. Está bien escrito, sí, pero… no me convence tanta frialdad”.

La ceremonia de entrega de premios se celebró en un céntrico hotel. Laureano permanecía junto a sus compañeros del jurado. Inspiraba, exhalaba. Tercer premio, 95 pulsaciones. Aplausos, besos. Segundo premio, 105 pulsaciones. Aplausos besos. Primer premio: Jaque mate, por Antígona. Aplausos, doscientas, trescientas pulsaciones, temblor, sudor en cada poro del cuerpo.

Antígona se acercó lentamente. No tenía ni idea de quien era esa joven absolutamente normal. Recogió el galardón. Subió al estrado con paso lento. Agradeció al jurado que hubieran elegido el relato de una desconocida. Dedicó el premio a su mejor amigo, un escritor que abandonó su carrera en la cima del éxito para cuidar a su madre, enferma de alzhéimer.

Abandonó el atril entre aplausos, y antes de sentarse en su mesa, se dio la vuelta lentamente. Su mirada se cruzó con la de Laureano un instante, pero nada perturbó la frialdad de sus pupilas.

La ganadora, Antígona, no quiso desvelar su verdadero nombre. La llamaban así desde hacía siglos. Desde que su destino la enfrentó al asesino de su hermano. Haga clic aquí [1] si quiere leer la reseña completa sobre Bluehost.

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