En Europa, la tradición de los belenes se popularizó a partir del siglo XIII con san Francisco de Asís y sus “pesebres vivientes”, costumbre arraigada en Oriente desde mucho tiempo atrás. A partir del siglo XV, el belén se representa como un refugio, como un establo o portal, en cuyo interior se muestra a la Sagrada Familia acompañada de la mula y el buey, dando calor con su aliento al recién nacido.
El arte de los belenes adquirió su pleno desarrollo en Nápoles durante el Renacimiento y el Barroco, adquiriendo gran fama los llamados “belenes napolitanos”, hasta el punto de que, en el siglo XVIII, el rey de España Carlos III, que antes había sido rey de Nápoles y Sicilia, ordenó que se facilitase su llegada a todas los territorios de la Monarquía. Finalmente, la costumbre navideña de instalar en las casas particulares los típicos belenes comenzó a principios del siglo XIX con la producción en serie de las figuras de barro con los personajes del Nacimiento.
Para entonces, los villancicos, que tienen su origen en canciones populares reelaboradas a partir de composiciones medievales, se habían incorporado ya a la algarabía y al jaleo de las reuniones familiares en torno al belén. Así puede verse, con todo su realismo gozoso en El belén, la soberbia pintura de Joaquín Sorolla que parece corroborar las palabras de G.K. Chesterton: “Y es extraordinario observar hasta qué punto este sentido de la paradoja del pesebre (algo tan aparentemente pequeño convertido en el centro del universo) lo pierden los brillantes e ingeniosos teólogos y lo ganan los villancicos”. Además, los villancicos han contribuido a crear numerosas figuras de belén, hechas con barro de canto y verso.
Al son de…
La procedencia de la palabra villancico tiene un origen popular, ya que deriva de la palabra «villa» y de sus habitantes de clase humilde: los “villanos” (del latín, villanus). En un principio, el origen de los villancicos no estuvo ligado a la Navidad como tal, sino que estas canciones trataban todo tipo de temas cuando comenzaron a popularizarse durante la Baja Edad Media y el Renacimiento. Se trataba de composiciones vocales a base de estribillos inspirados en textos de temática rural, evocaciones de acontecimientos locales o de hechos históricos significativos, el recurso a los tópicos del amor, e incluso aspectos satíricos o referencias burlescas, que, a veces, pero no siempre, se acompañaban de instrumentos musicales (laúd, rabel, flauta, salterio, pandereta, tambor…), aunque finalmente acabaron siendo musicalizados.
Al final del Medievo, los villancicos constituían uno de los principales géneros de la lírica española popular, junto con las cantigas, las jarchas y los zéjeles. Una parte muy representativa de ellos pasó a ser recogida en manuscritos y volúmenes antológicos conocidos como Cancioneros (Silvia Iriso, El gran libro de los villancicos).
Ya en la Edad Moderna, la Iglesia vio en el villancico una fórmula perfecta para difundir y propagar el mensaje cristiano. Poco a poco fue extendiéndose el recurso de sustituir la letra profana por una sagrada con la indicación de «cántese al son de…» o «al tono de…» (señalándose algún villancico famoso de la época), y se compusieron nuevos villancicos inspirados en la vida de Jesús, en la figura de la Virgen María o en algún pasaje evangélico.
El éxito de esta novedosa modalidad fue tal que llevó a la jerarquía eclesiástica a oficializarla y a permitir que los villancicos de temática religiosa se interpretaran en las iglesias como parte de la liturgia. Y eso ocurrió tanto en las tierras españolas de acá (Juan del Encina, Luis de Góngora, Félix Lope de Vega, Francisco de Quevedo…) como en las del otro lado del Atlántico, preguntándose sor Juana Inés de la Cruz en una de sus composiciones si la ternura de su llanto no da entender que el niño “es hombre a lo descubierto, aunque Dios oculto es” y manifestando su deseo de cantarle a lo criollito.
De esta manera, los villancicos fueron formando parte cada vez más de distintas festividades religiosas, siendo la Navidad la celebración en la que dichas composiciones se hicieron más populares, interpretándose a una sola voz o de manera polifónica. Tanto las catedrales como las iglesias, los monasterios como los conventos, todos comenzaron a encargar villancicos con que animar las nochebuenas.
Según recoge Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la Lengua Castellana o española (s. XVII), los villancicos tienen el mismo origen que las villanescas: “Eran las canciones que suelen cantar los villanos cuando están en solaz. Los cortesanos, remedándolas, han compuesto a este modo y manera cancioncillas alegres (…). Son muy celebradas en las fiestas de Navidad y Corpus Christi”.
Entre los maestros de capilla famosos por su escritura de villancicos (sobre ellos caía la obligación de componer nuevas composiciones cada año) cabe destacar el caso del vallisoletano Miguel Gómez Camargo y entre los poetas gozaron de prestigio los de Manuel de León Marchante, Vicente Sánchez, Sor Juana Inés de la Cruz y José Pérez de Montoro, este último autor de más de doscientas piezas. La difusión de villancicos tuvo lugar a través de un amplio intercambio entre monasterios, conventos y catedrales, así como por el establecimiento de numerosas redes personales, sobre todo de carácter epistolar.
A lo largo de los siglos XVII y XVIII, los villancicos alcanzaron una gran sofisticación musical, como demuestran los polifónicos del padre Antonio Soler, incorporándose el violón, el arpa y el órgano en las ceremonias religiosas y ocupando la guitarra el lugar de la vihuela en las interpretaciones individuales que tenían lugar en las calles o plazas. Por otra parte, en las actuaciones más formales se llegaron a incluir coros, solistas e incluso representaciones escénicas, algunas de las cuales se convirtieron en pequeñas piezas teatrales. A finales del siglo XVIII, los antiguos villancicos comenzaron a fundirse con otros géneros musicales y se vieron influenciados por las cantatas italianas.
Durante el siglo XIX los villancicos no solo ocuparon espacio en las ceremonias religiosas, sino también al pie de los belenes familiares. Conforme fue avanzando la centuria, el repertorio comenzó a ser considerable, pues a las composiciones tradicionales se unieron otras nuevas elaboradas por músicos y escritores, mientras los viajeros románticos llevaban y traían en sus alforjas villancicos de unos países a otros. A principios del siglo XX, el repertorio se fue renovando bajo la mirada de los poetas y, posteriormente, el arcón de canciones navideñas se remodeló con la introducción de aires flamencos, acordes de jazz y distintos ritmos provenientes de la música pop.
Y así, Navidad tras Navidad, llegamos al amplio abanico que muestran los villancicos de nuestro tiempo. Por el camino, Luis Rosales nos dejó su inigualable Retablo sacro del Nacimiento del Señor o Retablo de Navidad (primera edición de 1940, ampliada en 1964 y en 1981), recientemente musicalizado por Santiago Gómez Valverde, donde da cuenta de que “el niño ha nacido/ como nace el alba;/ los ojos con risa,/ la boca con lágrimas”; Rafael Alberti creó catorce piezas en su Navidad, poemario que se cierra con esta deliciosa Vísperas de la huida a Egipto, que muestra los preparativos del viaje por parte de San José: “—La albarda mejor de todas/ las tuyas, albardonero./ —Carpintero,/ ¿para qué?/ —Mañana te lo diré./ Voy muy lejos…// —La albarda mejor de todas/ las tuyas, albardonero./ —Carpintero,/ ¿para qué?/ —Mañana te lo diré./ Voy muy lejos…”; por su parte, el boticario-poeta Federico Muelas enriqueció el género con sus originales Villancicos en mi Catedral (editado a título póstumo), además de escribir diversos poemas cargados de imaginación y cuentos fantásticos de Navidad, así como dedicar al tiempo navideño numerosos artículos y chácharas de rebotica.
Incluso a los niños que no tienen Nacimiento, Juan Ramón Jiménez les deja prestado a Platero para que jueguen con él, mientras la noche se va enrojeciendo con las brasas de una hoguera, a la que acuden los pastores para echar castañas al fuego y responder así a la llamada de Amado Nervo: “¡Pastores, en bandada/ venid, venid,/ a ver la anunciada/ Flor de David!…”.
No se puede dejar de comentar que, tomando como título un verso de Lope de Vega (Hoy son flores y rosas), a finales del pasado siglo, Antonio Cáceres antologó poemas navideños de toda la tradición literaria española desde los anónimos medievales o de autor, como Gómez Manrique, hasta José Hierro, pasando por los clásicos del Siglo de Oro y lo más granado de la poesía del siglo XX, acompañando la publicación de ilustraciones de Ramón Gaya. Para el poeta, resulta clara la supremacía de la Navidad sobre cualquier otro tema religioso en nuestra literatura, observándose “una sintonía profunda entre la poesía española, en general, y la poesía navideña, un discurrir paralelo de sus destinos”.
Asombros
Como las cuerdas de atar la memoria todavía no se han aflojado del todo, a pesar de que el río ha comenzado a atravesar la edad de los amarillos, estos días traen recuerdos de aquellos otros días de la infancia, correteando por las calles de un pequeño pueblo mediterráneo, acunado en el regazo de Sierra Cabrera, que olía a cal y azulete.
Cuando entonces, durante el tiempo de la Navidad, en la plaza del mercado se abría un boliche para jugar “a la perra chica” o “chica a la mano”, apostando a los pares o a los nones, mientras que en la iglesia, la escuela y muchas casas se levantaban belenes en los que había un río con aguas de papel de plata y chinarros verdaderos, pastores guardando ovejas y corderos, ángeles a la intemperie, tres Reyes Magos a la puerta de un pesebre con telarañas en los techos y paredes de papel de estraza, que daba cobijo al niño, a María y a José, que parecían mitigar el frío de enero, que es grande, con el vaho de la mula y el buey, y un buen número de figuras misteriosas.
En las mesas, había alfajores, alajú, torta de matalahúga, mantecados y roscos de anís; en las manos, platillos y zambombas, almireces (“para cantar a Enmanuel, boticario, solo quiero tu mortero”), panderetas y otros atabalillos de fiesta y regocijo, y en las gargantas, aguardiente, canciones y villancicos, algunos de ellos con una pizca de picardía como aderezo de la piedad: “Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad. Saca la bota María que me voy a emborrachar”; “Los pastores que supieron que el Niño quería fiestas, hubo pastor que rompió tres pares de castañuelas”; “Yo le llevaré al niño una gallina, que sea ponedora y no sea minina”.
También los había con un cierto aire surrealista: «En el portal de Belén hay un hombre haciendo gachas. Con la cuchara en la mano, va repartiendo a las muchachas»; “En el portal de Belén han entrado los ratones, y al bueno de San José le han roído los calzones”; “En el portal de Belén está Jesús con María y con José. El carpintero tiene los calzones rotos y el culillo se le ve”. Y alguno que parecía indescifrable, como esta variante de la castiza Marimorena: “En el portal de Belén hay una naranja china, que la pintó San José con su mano peregrina”.
Sin embargo, otros tenían una claridad meridiana y llegaban a los oídos de la chiquillería como un escalofrío que sacudía el cuerpo y el porvenir, un helor más de navaja que de noche invernal: “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más”, que parecía remitir a aquel otro de Lope de Vega: “Las pajas del pesebre,/ niño de Belén,/ hoy son flores y rosas,/ mañana serán hiel”, en las antípodas de este otro también de su autoría: “Yo vengo de ver, Antón,/ un niño en pobrezas tales,/ que le di para pañales/ las telas del corazón”, que resulta muy parecido al que se cantaba como una variante del popular Alegría: “Esta noche nace el niño,/ yo no tengo que llevarle;/ le dejaré mi corazón,/ que le sirva de pañales”.
En fin, había villancicos de elaboración propia (“Viendo que el niño tenía sed/ y la garganta quebrada,/ el borrico dejó el pesebre/ y fue a por agua a la noria/ que había dejado abandonada/ la noche de gloria”), y los había también importados del cancionero popular de otras tierras, desde el navarro Chiquirritín y el catalán Fun, fun, fun hasta el murciano Dime niño de quién eres, pasando por el manchego A Belén va una burra, que se prestaba a interpretaciones varias: “Para Belén va una burra, rin, rin, (…) cargada de chocolate… María, María, ven acá corriendo que el chocolatillo se lo están comiendo. María, María, ven acá volando que el chocolatillo se lo están …”. Y en estos puntos suspensivos cabía el gerundio de un verbo variable según la edad y la imaginación: mientras que a los más pequeños se nos hacía la boca agua y los ojos chiribitas pensando en una jícara de chocolate Quitín Nogueroles, a los más traviesos entre los mayores se les subía algún que otro humo a la cabeza hasta volcarles los párpados y abrirles la risa.
Me hubiera gustado saber qué pensaba un farmacéutico como Muelas de todo esto, aunque seguramente él estaba más interesado en brindar con los peces en el río por ver al recién nacido y cuidar de que el romero fuera floreciendo hasta alcanzar el punto exacto para entrar a formar parte de uno de los saludables bálsamos del botamen de su farmacia, con los que ofrecerle a Jesús algo más que pastillas de la tos y jarabe de Tolú, o acaso una fórmula mejor que la del ungüento del Vick Vaporub, para hacer frente al catarro que se colaba por las goteras y grietas de la cabaña, tal y como adivina José Luis Tejada: “Como está la noche fría,/ por un rayito de luz/ estornuda/ San José./ María dice: ¡Jesús!/ Y el niño contesta:/ ¿Qué?”. De lo que no me cabe duda es que el conquense no hubiera tenido inconveniente en hacer un villancico suyo con estos versos de un romance compuesto por Luis de Góngora para contar el nacimiento de Jesús: “Caído se le ha un clavel/ hoy a la Aurora del seno:/ ¡qué glorioso está el heno/ porque ha caído sobre él”.
Entre los villancicos que aún no ha extraviado el olvido también se encontraban los que hacían referencia a los Reyes Magos: “De Oriente han salido tres Reyes para adorar al Niño. Una estrella les va guiando para seguir el camino”, que, a veces, estaban sacados de canciones populares: “Cuando la Nochebuena va pasando, en sus camellos están los Reyes Magos”, pero también de composiciones navideñas primitivas, como la del músico, poeta y dramaturgo Juan del Encina (“Venistes desde Oriente/ adorar al Rey divino/ con aquel alto presente/ para quien de él era digno;/ caminasteis de contino/ por una estrella guiados”), o de autos sacramentales o de cuentos navideños, como es el caso de estas tres composiciones extraídas de un relato de Valle-Inclán por parte de aquel maestro de escuela que tanto se afanó en instruirnos para que pudiéramos hacernos personas cabales, ejercitando la memoria, madurando el juicio y depurando la voluntad: “Cantando están los pastores en torno a una hoguera, esperando que lleguen los Reyes Magos guiados por la estrella”; “Las pestañas del Niño tiemblan como mariposas rubias, pero pronto se adormece con historias que los reyes le susurran”; “Atravesando el desierto los tres Reyes Magos cabalgaban en fila, llevando en sus alforjas el oro, el incienso y la mirra. Se protegen de la noche y su frescura con mantos de buena hilatura. El de Gaspar es de púrpura de Corinto; el de Melchor es de púrpura de Tiro, y es el de Baltasar, de púrpura de Egipto”. Ya en nuestros días es el gaditano Felipe Benítez Reyes quien, al final de su Visión del rey astrólogo, nos da cuenta de la razón que impulsó la puesta en marcha: “Por decreto celeste deja el trono,/ ensilla su caballo y sigue el rumbo/ sin rumbo de la estrella fugitiva”.
Al decir de Gloria Fuertes, al llegar al portal, a las tantas del alba, los Reyes quedaron boquiabiertos oyendo hablar al niño recién nacido, que les pedía un camello en lugar de los otros tesoros fríos. En aquel pesebre, con olor a carpintería, el buey y la mula quitaban el frío con el vaho que de sus bufidos salía, el camello se entretenía haciendo cosquillas con las que el niño sonreía, recostado como estaba en la dulce almohada del pecho de María y, según Gabriela Mistral decía, una oveja lo frotaba con su vellón suavísimo, mientras dos cabritos en cuclillas las manos le lamían. Allí: “Junto al borrico, junto al buey,/ la criatura desvalida/ dice en su silencio: no soy rey,/ soy camino, verdad y vida” (Epifanía, Jorge Guillén).
Llegado este tiempo de renovación, quitémonos los remiendos echados al corazón (“yo me remendaba, yo me remendé, yo me eché un remiendo, yo me lo quité”), brindemos con los alegres peces en el río, cantemos con las golondrinas que cantan en las más altas ramas del peral de la abuela que, llegado el estío, echará las peras finas, afinemos el ingenio para que las mentiras no cieguen las palabras en esta noche de paz y vela, en la que la más humilde luciérnaga es capaz de lucir como la más brillante de las estrellas. Que mañana volverá a salir el sol, pero los fríos de enero son grandes y es mejor arroparse los unos a los otros al amor de una lumbre compartida, unos cuentos por contar y el rin-rin, rin-rin de unos villancicos por cantar, como exhortaba hace cinco siglos un pionero autor de piezas navideñas como Lucas Fernández: “Y ansí todos nos gocemos/ con este gozo profundo./ (…)/ Toda maldad desechemos./ La ponzoña se destruya./ Aleluya, aleluya”.
