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Vidario del año de la peste (II): Primavera

En el reparto de faenas caseras que siguió a nuestro asentamiento en La Alquirica mojaquera a mí me tocó en suerte la tarea del suministro alimentario y de realizar las compras necesarias para el mantenimiento del hogar, lo que me dio la oportunidad de percatarme de las primeras señales que anunciaban un tiempo tan desconcertado como el vientre de una persona afectada por una diarrea inesperada: a la falta de papel higiénico en las tiendas y en los supermercados se añadía la ausencia de niños tanto en los recreos de los colegios como en los parques infantiles, así como la desesperada búsqueda de perros callejeros con los que poder salir a pasear por parte de recién conversos animalistas. En el nuevo catecismo impuesto por la COVID-19 visitar al enfermo fue sustituido por el distanciamiento del prójimo y el refugio de los afligidos, por el asilo en las redes sociales.

Castillo de San Felipe (Los Escullos).
Castillo de San Felipe (Los Escullos).

Después de un tiempo de adaptación a la “nueva realidad”, en el que el orden aparente parecía ocultar su condición de caos en reposo (uno tenía que ir pertrechado de un sinfín de ortopedias burocráticas si tu DNI reflejaba un domicilio distinto al lugar en donde te había pillado el enjoramiento), comenzaron a ocurrir una serie de fenómenos extraños en mis adentros y en mis afueras, como la costumbre de algarrobarme desde primeras horas de la mañana, o sea, abrazarme al frondoso algarrobo que hay frente a la casa para sentir lo que de árbol permanece en cada uno de nosotros y tratar de impregnarme de su buena sombra; el encuentro puntual, a la hora que dicen del ángelus, con un camaleón verde, que aparecía entre las ramas de un dondiego, y que permanecía quieto, sin cambiar el color de la espera, durante un buen rato, mientras manteníamos lo que solo en apariencia resultaba ser un diálogo de besugos: su falta de oído le impedía escuchar mis peroratas acerca del desasosiego del tiempo presente y yo no alcanzaba a descifrar los silbidos con los que trataba de suplir el sonido de sus cuerdas vocales, pero, no obstante, intuía por el movimiento de sus ojos saltones que trataba de convencerme de la importancia de la adaptabilidad en la consecución de la resiliencia y, un poco más allá, de la longanimidad, es decir, la capacidad para sobreponerse uno a impactos que a otros podrían romperlos; algunas horas después, con la precisa impuntualidad con la que el crepúsculo doraba las ocho de la tarde, me veía involucrado en la oración familiar y colectiva por los profesionales de los servicios públicos, que se verbalizaba con las palmas de las manos y permitía convertir el calvario de cada día en un domingo de resurrección de apenas unos minutos.

Otra de las sorpresas a las que tuve que enfrentarme durante los primeros días de la primavera fue la repetida visita nocturna de los jabalíes, que fue aboliendo el primer sueño y convirtiéndose en una pesadilla sobrepuesta a la de la chirona pandémica, pero esto sería materia no para un artículo, sino para un cuento, si el cielo me hubiera concedido la gracia de Sigmund Freud o de Oliver Sacks para convertir de forma precisa un relato clínico en literario o viceversa. Simplemente diré que los chanchos fueron desmontando todos nuestros planes de protección de la huerta alrededor de la casa y ninguno de los métodos “ahuyentajabalíes” duraba más de dos o tres días en ser detectado como inofensivo por el fino tímpano que esconden las robustas orejas de los macarenos o por su hocico semoviente. Como los personajes del desaparecido tapiz bosquiano acerca de la caza del jabalí, nos sentíamos dando palos de ciego y, lejos de conseguir nuestro propósito de espantarlos, provocábamos la respuesta airada de los marranos con sus palos de vidente.

Entretanto, los días se iban arrinconando en cuarentenas repetidas durante las cuales las posibilidades de que un paciente fuera atendido adecuadamente o pudiera acceder a una cama en las unidades de cuidados intensivos (UCI) hospitalarias fueron bastante inferiores a las habituales, ya que casi todos los recursos humanos y técnicos se reorientaron hacia una sola enfermedad, contagiosa y en gran parte desconocida. Ha sido con el paso del tiempo cuando se ha podido evaluar en toda su dimensión el daño tan enorme producido por este grave efecto secundario adverso de la pandemia.

En poco tiempo, la demanda superó con mucho los medios puestos a disposición de los profesionales sanitarios, la atención primaria pronto se vio desbordada, a pesar de lo cual se realizó un importante trabajo de control de los casos menos graves, y las salas, los pasillos y las UCI de los hospitales se vieron abarrotadas, exigiendo el esfuerzo titánico de unos profesionales que desarrollaron fórmulas imaginativas de organización bajo la premisa de que “ni se abandona a un paciente, ni se deja solo a un compañero”.

La planificación de una estrategia de compra centralizada de material sanitario se convirtió más en un anhelo que en una realidad, los propios hospitales comenzaron a ser centros de amplificación del contagio y las residencias de ancianos se transformaron en las posadas preferidas de la muerte. Todo parecía desbocado por el alocado galope del virus, la transmisión comunitaria de fondo se salpicaba de brotes surgidos en centros sanitarios y sociales o en determinados colectivos locales o regionales y las informaciones que recibíamos acerca de amigos, familiares y personas conocidas contagiadas se fueron haciendo cada vez más presentes y, a veces, estaban escritas con tinta funeral.

Al margen de todo ello, la primavera seguía avanzando a su chana-chana y no se le podía culpar de que cumpliera con su obligación. En contraste con la cada vez más prolongada sequía de afectos que iba imponiendo la COVID-19, el cielo continuaba chorreando agua y la tierra se mostraba ajena a cualquier impaciencia o tristeza por nuestra parte. Ya todo era flor: los azahares embriagaban el aire con su perfume blanco, las rosas rojas, amarillas y blancas se abrían de par en par mostrando sus pétalos de abanico japonés, los pámpanos del diente de dragón cubrían los taludes de un color púrpura intenso y las margaritas crecían por doquier y mostraban toda su variedad de colores entre las esparragueras y los tomillares; mientras tanto aparecieron las primeras tortugas moras, que bajaban por el alcorce de la Cueva Morales para dirigirse a la Media Luna, abriéndose paso entre la maquia con su equilibrado vaivén al andar; por su parte, los pájaros comenzaban a tener en los nísperos un sabroso alimento, preludio de otros frutos por llegar tanto o más suculentos.

Por lo demás, desde que me había jubilado, ya no tenía necesidad de ganarme la vida. Ahora se trataba de ganarme a mí mismo y, para ello, nada me parecía mejor que dedicar el tiempo libre de chanchos a la lectura y a la escritura, las dos caras de cada una de las treinta monedas con las que uno puede acaudalar el alma o, al menos, ir enjugando deudas consigo mismo, tal y como tengo entendido que hizo Francisco de Quevedo en la Torre de Juan Abad: “He notificado a mis negocios que el que me importa es vivir cuanto al tiempo, y vivir bien cuanto al alma”. Porque, a pesar de que los científicos digan que estamos hechos de átomos, en realidad estamos hechos de historias. Solamente Primo Levi supo hacer de la Tabla Periódica un poema y contar cómo los átomos de carbono se convierten en color y perfume de las flores o se integran entre los misteriosos mensajeros de la herencia genética.

La pandemia avanzaba sin descanso y la jaula solo se abría para dejar salir un rato a los niños más pequeños. Tras la última lluvia recaladera, tan profunda y delicada como uno de esos versos machadianos capaces de fertilizar el alma, mayo había decidido poner las nubes a secar al sol y a las rosas a perfumar, incluso sin que pronunciásemos su nombre. Los días se llenaban cada vez más de luz y de esencias, pero también de floridas calaveras… Las noticias boqueaban a diario el recuento de víctimas que iba dejando a su paso el espectro de la guadaña, pero nos resistíamos a la matraca de las estadísticas ofrecidas por cualquier medio de comunicación en el que uno pudiera escarcullar: la radio, la televisión, los periódicos en sus distintas ediciones y versiones, los wasaps de amigos y compañeros… En una situación así no debería haber estadísticas, no puede haberlas, porque no existe manera de sumar individuos: uno más uno somos todos.

Los Escullos.
Los Escullos.

Cuando el hambre de los cementerios de Madrid y de otras muchas ciudades del país había sido saciada de manera pantagruélica, las campanas de la iglesia-fortaleza de Santa María balbucearon el tañido del primer muerto en Mojácar y, al oírlas, resonaron en mi cabeza los versos de John Donne: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,/ porque me encuentro unido a toda la humanidad;/ por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas;/ doblan por ti”. Definitivamente era verdad tanta tristeza y resultaba un gran engaño contemplar la muerte como no venida. En cualquier momento podía presentarse, sin previo aviso. Muchas personas descubrieron en aquellos días de insoportable pesadumbre que el ángel de la guarda se había convertido en un burócrata más, sin tiempo para atenderles.

En contraste con la marea negra del veneno mortífero, las siemprevivas cubrían las laderas de los cerros y los arenales próximos a las playas, los trigales mostraban un pintoresco salpullido de amapolas y, en los bancales de la huerta mojaquera, estallaban los frutales como los deseos en los sentidos: nísperos, albaricoques, peretas, ciruelas… La primavera se iba gastando de colores bajo la altiva mirada de Sierra Cabrera, pero también entre las maquinaciones nocturnas de los jabalíes, que hacían añicos la puesta en práctica de cualquier nueva idea para provocar su espantada definitiva. Ellos en lo que estaban era en conseguir la rendición incondicional por nuestra parte.

Me habían dicho que los macarenos poseen un carácter dócil y que, a menos que se sientan amenazados, no intentan atacar a quien interfiera en su camino, pero tuvimos ocasión de comprobar la endeblez de dicha teoría una medianoche en la que conversábamos tranquilamente en las afueras del cortijo a la luz de la inmensa luna llena de junio. Un macho de unas diez arrobas de peso y alrededor de un metro y medio de largo, seguramente molesto por algún suceso imprevisto en la noche transilvana o porque nuestra cháchara le había interrumpido cualquier asunto importante que tuviera entre manos, se dejó caer ladera abajo directo hacia nosotros con la velocidad y la maniobrabilidad de un panzer alemán. No nos quedó otro remedio que buscar refugio entre las ramas de los árboles más próximos con la premura de quien no puede contener un retortijón. No era el primero ni sería el último susto.

En otro orden de cosas diré que con el tiempo he ido aprendiendo de mis hijas que, cuando se trata de imponer la sumisión a una norma absurda y convertirla en rutina, solo queda la omisión como medida de resistencia y que, paradójicamente, si se saben utilizar bien, cuantas más cuerdas tengan las marionetas más libertad de movimientos podremos alcanzar con ellas. Algunas de las decisiones adoptadas por nuestros dirigentes políticos me parecían claramente arbitrarias, por no estar fundamentada en el sentido común, y aún menos en la evidencia científica, e invitaban a la rebeldía; sin embargo, no sé qué extraño resorte, acaso la cobardía que se va depositando con los años en el corazón como las lorzas en la barriga, me impedía sumarme a su rebelión, que no pretendía otra cosa que respirar alguna que otra bocanada sin trabas de la primavera.

Cala de los Cocedores.
Cala de los Cocedores.

No obstante, con las debidas precauciones, ideé la manera de no quedar atrapado en la alambrada infecciosa con su rosario de concertinas. Para romper la vida intramuros hice costumbre el hecho de acercarme a la estación de servicio para comprar las bebidas y, de vez en cuando, llenar el depósito de gasolina y tener el coche dispuesto ante cualquier imprevisto. En una de estas ocasiones, nada más parar el vehículo junto al surtidor, me quedé ensimismado tratando de escuchar en medio del silencio redondo de la mañana el primer chirrido de las chicharras: “¿cuánto va a ser?”, me preguntó el dependiente, sacándome de mi abstracción. Mientras reponía el combustible me quedé pensando en la pregunta que me acababa de hacer y me convencí de que no habría sabido responder de modo alguno si, en lugar de “cuánto”, me hubiera preguntado “cuándo”: “¿cuándo va a ser? Pues no lo sé, le hubiera respondido, para preguntarle yo a continuación: ¿a usted le parece que no estoy hecho todavía? Porque es posible que llevara toda la razón: la masa madre probablemente aún no la tengo bien cocida. La prueba es que muchos días me despierto pensando lo acertado que ha sido este huir y descomprometerse con todo, salvo con mis palabras y con la ilusoria vigilancia para que no se produzca un accidente antes de mi obsolescencia programada; otros, no pocos, amanezco cavilando si un verdadero hombre no es aquel que aprende a quedarse solo en medio de todo.

Un buen día me enteré de que habíamos entrado en la desescalada. Desde entonces, cada tarde, solía acompañar al resto de mi familia a dar un paseo por los solitarios senderos de la Alquirica, allí donde aún se deja sentir el suave tacto de Sierra Cabrera, antes de que el mar borre las yemas de sus dedos. Se trata de un paraje insólito sembrado de cortijos-fortalezas, algunos de los cuales se mantienen en pie corroídos por el viento y por la lluvia, pero conservando todavía parte de sus techos de cañizo y tierra roya, así como sus contrafuertes de piedra y argamasa; en los alrededores de la mayoría de ellos uno se puede encontrar con los pozos resecos por el tiempo, las eras por las que muchos años atrás galopaban las mulas, arrastrando los trillos, y las paratas que un día acondicionaron los bancaleros moriscos y aún conservan parte de sus pedrizas; a veces, nos desviábamos y bajábamos a las ramblas habitadas por adelfas, gandules y retamas o subíamos a los raspejos para caminar entre acebuches, espartales, artos y lentiscos; por ahí, todo seguido, nos hacíamos la ilusión de salir del hoyo coronavírico.

Durante este tiempo había decidido poner fin a una amplia recopilación acerca de la literatura de viajes, que tantos buenos momentos de lectura y vuelos imaginarios me había proporcionado, sin necesidad de convertirme en un “académico de la legua”, sino tan solo en un veredero que intentaba hacer llegar textos ajenos, eso sí, bien empaquetados, tratando de conseguir la sorpresa de quien los recibiera. Asimismo estaba a punto de emprender un nuevo proyecto editorial para profundizar en la historia de la Axarquía almeriense, en el modo de vivir y de hablar de sus gentes, así como en la manera que la habían visto y recordado los escritores viajeros o viajeros escritores que hasta aquí llegaron desde que Clío, la musa de la historia, les abriera el camino.

Sin embargo tuve que aplazarlo durante unas semanas porque recibí el encargo de escribir un cuento para La Voz de Almería que pudiera leerse de un tirón cualquier día de playa. Entonces, como ahora, no tuve más remedio que revolver en el bazar de la memoria para encontrar recuerdos que, al evocarlos, pudieran transformarse en historias vividas o alentaran cosas por venir. Con el paso de los años he sentido que, mientras el tiempo te arrebata la vida, por una parte, te va devolviendo la memoria, aunque sea de forma desordenada, por otra. Además, como el azar suele favorecer a quien tiene perseverancia, tuve la suerte de encontrar la hermosa historia de una pareja de labradores que se enraizaron en esta tierra por el tiempo que Almería era una provincia en fuga hacia otras latitudes lejanas, porque la historia ocurría en otros sitios.

Conforme escribía el relato pude comprobar que el poder de evocación es capaz de disparar el recuerdo más lejano, al tiempo que descubría, a través de la vida de los dos protagonistas, que no se necesita ir al mercado de la antigua Atenas, como los estoicos, o a los huertos de sus afueras, como Epicuro y los suyos, para saber la cantidad de cosas útiles que no necesitamos y, en cambio, sentir la utilidad de muchas cosas etiquetadas como inútiles por una sociedad instalada en la fatiga de la prisa. Ambos personajes me hablaban desde la experiencia de la desnecesidad, de lo que habían visto y vivido a diario, sin acudir a más conocimientos librescos que los encerrados en los refranes populares. También pude advertir que el buen humor les había hecho sabios, a pesar de no ser personas letradas, y que la vida, como la poesía o los buenos relatos, se salva por los pequeños detalles. A ellos, y al asombro con lo extraordinario que hay en las cosas comunes y en los hechos corrientes, me agarré para no obsesionarme con que, quizás, todo esto estuviera sucediendo en un laboratorio, “bajo una lámpara de día/ y millones de lámparas de noche”, tal y como zumbaban en mis oídos los versos de Szymborska.

Cola del Dragón (desierto de Tabernas).
Cola del Dragón (desierto de Tabernas).

– José González Núñez es también autor de La historia oculta de la humanidad [1], obra en la que se aborda el papel de las enfermedades epidémicas en el desarrollo histórico de las distintas culturas y civilizaciones.