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Sam Cooke, tan tierno, tan sexi, tan peligroso

Si hay una fecha clave en la biografía de Cooke, esa es 1957. Aquel año llegó a las tiendas You send me, la canción más citada cuando se trata de establecer cuáles fueron los primeros cimientos del soul. Nadie mejor que él para mezclar con naturalidad el sentimiento negro y religioso del góspel con la espontaneidad blanca y lúdica del pop.

No es de extrañar que con este tema y con los que fueron llegando después (Wonderful World, Only Sixteen, Cupid…) se empezara a derribar para siempre la idea de que había una música que compraban los blancos y otra que consumía la gente de color. Sin duda, el aspecto y el magnetismo de Cooke también contribuyeron a que, de manera pionera, pudiera colarse en los televisores de muchos hogares en programas de máxima audiencia, con el consiguiente malestar de los segmentos más racistas de la sociedad estadounidense.

La supernova de 1963

Pero una cosa es contribuir a definir un nuevo género musical y otra alcanzar su primera plenitud; la de Sam Cooke al menos llegó seis años después. En los primeros meses de 1963 se desdobló para grabar dos álbumes tan distintos como prodigiosos. En enero viajó a Miami para capturar un directo que derrocha toneladas de energía y sudor, que contiene sensualidad y crudeza en cantidades solo comparables a las que podía exhibir y había exhibido –casi por las mismas fechas– James Sex Machine Brown. Una voz desatada en un registro muy diferente de la contención y dulzura habituales. Sigue siendo un ángel pero en estado febril. Lo que pasó en aquel club tardó más de veinte años en ver la luz con el título de Live at the Harlem Square Club. La espera mereció la pena: en pocos conciertos la comunión entre público y artista alcanza las alturas que aquí consigue.

Adiós al rugido y vuelta a la finura: apenas un mes después, entra en el estudio para arrullarnos con una colección de viejos blues. Con el acompañamiento instrumental justo y la firme voluntad de sacarle todos los matices a esa garganta celestial, Night beat resulta su disco ideal para escuchar de madrugada. Para disfrutarlo en bucle.

A finales del año siguiente, concretamente el 11 de diciembre de 1964, Cooke pierde la vida al ser tiroteado por la dueña de un motel que alegó defensa propia. Tenía 33 años y su muerte es a la música lo que unos años después sería la de Pier Paolo Pasolini al cine: un crimen no aclarado del todo al que le van adosando variadas teorías de la conspiración. Parece que ligó esa noche con la mujer equivocada, una prostituta que le robó la ropa mientras se duchaba. Al descubrir el plan salió desnudo corriendo y gritando de la habitación al encuentro de un balazo que nunca se investigó debidamente. Fuera porque era negro, fuera porque estaba casado y se quería evitar el escándalo, la cuestión es que se dio portazo al caso demasiado rápido.

Netflix acaba de producir y estrenar el documental Los dos asesinatos de Sam Cooke, donde colegas y amigos dejan entrever que había mucho interés en cerrar la boca de un cantante con opiniones cada vez más incómodas y amistades cada vez más peligrosas. No es que fuera un negro muy implicado en el Movimiento por los Derechos Civiles de su país a finales de los años cincuenta y primeros sesenta, es que era un negro con ideas propias al que adoraban los Beatles y los Stones, que había hecho amistad con otro broncas como Muhammad Ali, que vendía casi tanto como Elvis Presley y tomaba nota de las canciones protesta de Bob Dylan. Su compromiso y su valor afloraron desde que era un chaval rodeado de injusticias. Quería triunfar a lo grande pero al mismo no estaba dispuesto a actuar allí donde se separara al público en sus asientos según el color de su piel; y así lo hacía saber. Se había ganado la condición de sujeto peligroso al que seguir la pista.

La película es también un repaso a la vida de Mr. Soul: su nacimiento en Clarksdale, Misisipi, hijo de un pastor protestante, y su crianza en Chicago, sus años como solista de The Soul Stirrers, el encanto y el carisma nacidos de la enorme seguridad que tenía en su talento, su relación con Cassius Clay, la creación y dirección de su propio sello discográfico, la muerte de su hijo pequeño ahogado en la piscina familiar… El documental subraya con justicia su generosidad y valentía, y pasa un poco más de puntillas por su afición al alcohol y sus líos amorosos fuera del matrimonio. Es, en cualquier caso, un buen documento para entender por qué acabaría escribiendo una canción como A change is gonna come, una de las más grandes del siglo pasado, aparecida dos semanas después de su muerte.

En el prólogo del libro 33 revoluciones por minuto, Dorian Lynskey recuerda que las primeras palabras de Barack Obama al saberse primer presidente negro de Estados Unidos fueron para evocar el himno de Cooke. La profecía se había cumplido: había pasado un largo tiempo y el cambio por fin se había producido.