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Teresa Berganza, adiós a un mito

Berganza se formó en estudios de piano, armonía, música de cámara, composición, órgano y violonchelo, y cumplió durante este período su meta de conseguir el “bene fundata est domus iste”. Con todos estos saberes se dedicó al canto, un arte que ella definía como “un árbol frondoso plantado en las orillas del río de la vida”. Y en este complejo y duro mundo consiguió marcar la interpretación operística del siglo XX “recuperando músicas e inventando nuevas maneras de verlas”.

Alumna de Lola Rodríguez de Aragón, se vinculó definitivamente al canto, disciplina en la que se graduó con el premio fin de carrera y el Lucrecia Arana. Representante eximia de la denominada Generación del 51 y, por ello, miembro de la generación que a partir de 1958 comenzó a mover la música española de la quietud en que la habían sumido las circunstancias de la posguerra, Teresa Berganza fue la demostración palpable de que aquello no fue una aventura pasajera, y que esta generación no sólo actuó en la creación, sino también en la interpretación.

Los entresijos a veces desconocidos de esta intérprete nos llevan a recordar que participó en varias películas desde su infancia, intervino en múltiples grabaciones de zarzuela desde los años cincuenta y también fue un caso excepcional que desde su juventud dedicara esfuerzo y tiempo al recital, con la inclusión del lied alemán y la canción francesa.

El 16 de febrero de 1957 debutó en el Ateneo de Madrid con el primero de una serie de recitales en los que interpretó el ciclo de Schumann Amor y vida de mujer. Su debut escénico se hizo con el papel de Trujamán para El retablo de maese Pedro de Falla en el Auditorium de la RAI en 1957.

Pero su auténtico debut escénico se produjo en 1957 en el Festival de Aix en Provence en el papel de Dorabella de Così fan tutte. En 1958 sería su célebre aparición como Cherubino en Glyndenbourne, y su presentación en América en la Ópera de Dallas con la Medea de Cherubini, acompañada por María Callas y Jon Vickers.

Los años siguientes fueron una sucesión de éxitos y debuts en los centros operísticos más importantes del mundo. Hay que destacar su presencia en la Ópera de Viena en 1959, con Las bodas de Fígaro, bajo la dirección de Karajan. Con esta obra se presentó en el Royal Festival Hall dirigida por Giulini. En los sesenta, el Festival de Aix en Provence le abría de nuevo sus puertas para debutar como Dido en Dido y Eneas de Purcell, iniciando su sustancial aportación a la ópera barroca, a la que se sumó la Orontea de Cesti en Milán, Alcina de Haendel, llevada al disco, o La incoronazione di Poppea de Monteverdi en Aix en Provence.

Debutó en la Lyric Ópera de Chicago en 1962 como Cherubino. Nueva York cayó a sus pies en el Carnegie Hall ese mismo año. Un año más tarde debutaría en el Covent Garden con Solti en Cherubino. En noviembre participaría en un Barbero de Sevilla junto a Kraus y Boris Christoff.

Los años sesenta estuvieron llenos de acontecimientos. El Metropolitan le abría sus puertas con Bodas de Fígaro y la Scala caía a sus pies con Barbero de Sevilla dirigido por Abbado. De este éxito vendría algo después su grabación, convertida en uno de los iconos de los rossinianos.

Otros momentos especiales fueron su encuentro con Rafael Kubelik en 1970, su debut en el Liceo en 1971 con Cenerentola, el reencuentro con Karajan en el Festival de Salzburgo de 1972 en Bodas de Fígaro; la presentación en 1976 en la Ópera de Viena con La Cenerentola; su debut como Carmen en 1977 el Festival de Edimburgo bajo la dirección de Claudio Abbado y el de Charlotte en Werther en 1979, la grabación del Don Giovanni para Losey con Maazel, la inauguración del Auditorio Nacional con La Atlántida y el regreso a la Zarzuela en 1991.

Berganza llegó al canto apoyada en unas dotes naturales desde luego excepcionales, pero planteándose su oficio como otra manera de conocer el mundo, y, desde luego, como una batalla desde el corazón y la inteligencia, dos elementos esenciales para conducir a un artista.

La diva no se limitó a cantar bien; se encontró con sus autores favoritos, dos sobre todo, Rossini y Mozart, pero también con Handel, Bizet, García, o con Toldrá, Granados, Turina, Falla y García Abril, convencida de la trascendencia de su misión, de su poder demiúrgico y, por ello, desde una exigencia radical; de ahí surgieron sin duda su exquisita musicalidad y su elevado sentido de la interpretación.

Berganza entendía su función desde esta postura y es llamativo cómo la hacía: “Mentir, no anular, significa tanto como falta de respeto a uno mismo, al público y a la inefable realidad del arte. No anular significa también supervaloración de uno mismo, carencia de humildad, menosprecio temerario del don divino en la entrega a los ídolos de una sutil técnica vocal, o a una siempre insuficiente ciencia médica”.

De este encuentro y exigencias surgieron el milagro de sus versiones, y el tomarse la interpretación como una causa. La concepción de cada personaje era estudiada y desarrollada con la precisión de un orfebre, con esa ductilidad maravillosa, con esas dotes supremas (seguro regalo de la naturaleza pero también del esfuerzo personal), para el canto ligado, y, sobre todo, para esas agilidades, el “canto fiorito”, casi milagrosas.

Este milagro ocurría así porque su voz reunía los requisitos más exigentes del arte lírico contemporáneo, pero también la esencia de una voz perfecta al margen de los tiempos y las modas. Voz, la de Teresa Berganza, labrada con el cuerpo y el alma, con el saber y con el sentir. Voz de “mucha gala”, como diría cualquier antiguo maestro de capilla; voz, en fin, dorada con los preciosos metales de su incomparable talento.