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El espacio ausente

En este conjunto de pinturas que nos ocupa, insisto para que se aprecie la huella de una contenida variación numérica que subyace en la presencia casi oculta de una geometría cada vez más leve, en cuyos arcanos debe producirse a la vez un alejamiento gradual y constante de las tonalidades y escalas más sombrías que revelarán el contrapunto de la luz, que surge sin vacilación desde las tonalidades medias, donde siempre hay un gesto humano evidente, pero desvanecido, recóndito, apenas perceptible aunque diverso y cálido como un tranquilo ocaso.

Aparentemente repetitivos, los matices tienden a expandirse o concentrarse, íntimamente ligados a la composición que se cierra, los ecos tonales se producen lentamente, en sentido casi perpendicular al plano del cuadro, lo cual sucede a pesar de los límites que las aristas de la pieza imponen, (única geometría inmediatamente perceptible) y de las apenas cambiantes situaciones formales. Podría establecer una visión comparativa (en este caso audición), con la manera del cuartero de cuerdas Structures (1951) de Morton Feldaman donde se escucha no las “estructuras” en su sentido formal, sino la estructura evanescente de reiteradas sonoridades, marcadas por el compositor como as soft as possible.

Los bordes del cuadro, simbolizan otra vez los ilimitados límites, la abstracta infinitud del horizonte, el cenit y el nadir que con el tiempo adquieren para mí el protagonismo de una paradoja (como la cuadratura del círculo), un eterno retorno entendido como movimiento, comparable quizás al círculo máximo de radio infinito que sería lo que llamamos una línea recta.

En la obra que presento me baso, a través del color, en la metáfora de la materia pulsante, en los procesos casi perpetuos de una espiral infinita, al modo como la vida se impone a la entropía, del interés por los conceptos de lo inefable, lo sublime y lo absoluto en la pintura, esa suerte de experiencia trascendente que podemos sentir frente al Monje junto al mar de Caspar David Friedrich, el Snowstorm de J.M. Turner o el Number 1 A de Jackson Pollock, o quizás en los José María Sicilia más despojados.

Intento generar una pintura profunda, luminosa y compacta, de una fuerza poética cercana a la contención de lo minimal o al mágico realismo de los Haiku, intento comprender la no pasividad del vacío, algo que podemos asumir más poéticamente en el pensamiento oriental, o más científicamente por ejemplo en la teoría de las cuerdas en occidente. Desde luego no trato de evitar en ciertos casos la posibilidad de lo monumental, no me refiero a la escala, podría ser un “pequeño” Vermeer o un Mantegna o algo más amplio físicamente como la Crocifissione del Tintoretto, el gran cuadro que podemos contemplar en la Scuola Grande di San Rocco en Venecia, o el Vir Heroicus Sublimis de Barnett Newman.

Obviamente el less is more de Mies ha sido una constante en mi obra desde los años sesenta, escenario de mi formación, con maestros entonces no tan fácilmente accesibles como ahora, pero que me acompañan siempre en mi galería imaginaria, no puedo olvidar, y añado aquí la experiencia de haber podido visitar algunos edificios del gran arquitecto mexicano Luis Barragán, las blancas texturas del pintor Robert Ryman, o las (más importantes para mí de toda su obra) Nico Painting, Wax I, o Nebraska del Brice Marden año 1966 y desde luego algo que no podría obviar, la emotiva sacralidad de Mark Rothko, otra vez, siempre… Y en cuanto a la pintura china tradicional, y el arte oriental en general, prefiero aquellos instantes en los que no se trata de expresar los objetos en particular, sino mas bien se insinúa la relación entre esos objetos y la energía o espíritu que los conforma -que los integra.

Como en los versos de Simone Weil
Al abrir aquella puerta todo se llenó de silencio.

 

 

Sevilla. José María Yturralde. El espacio ausente. Galería Rafael Ortiz [1].

Del 4 de marzo al 18 de abril.