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Fritz Wotruba, un crimen perfecto

A principios de siglo, personalidades como Adolfo Wildt o Dietrich von Hildebrand se erigen apóstoles de la talla directa, es decir, del abandono de la tradicional técnica de puntos usada por la escuela de Rodin. Ésta dificultaba el contacto directo con la materia, trabajando un modelo de barro que luego sería trasladado a piedra.

Alexander Archipenko llegó a afirmar que las obras de Rodin eran “un trozo de pan masticado”. Frente a éste, los nuevos escultores preferían una textura mucho más ruda, menos cosmética, sin duda contagiada por las esculturas que llegaban a Europa desde las colonias.

Wotruba, a partir de 1929, se independiza artísticamente de su maestro Anton Hanak y comienza a trazar su personalidad artística. Sus obras son figuras humanas erguidas, tumbadas o sentadas. Todas ellas comparten con la mencionada tendencia europea el hecho de querer ser piedra, de no querer disimular la materia prima a través del pulido u otras técnicas.

La ejecución

Sin embargo, el método de trabajo de Fritz Wotruba nos hace pensar que las características que observamos en su obra van más allá. Atengámonos a las palabras que le dedica Elías Canetti en su obra Das Augenspiel (El juego de ojos):

"Daba con fuerza y dejaba claro que concedía gran importancia a la dureza de la piedra. De repente pegaba un salto, saltaba desde un lugar de la escultura hasta otro distinto, muy alejado del primero, y aplicaba el cincel con renovada furia. Era manifiesto que trabajaba mucho con las manos y que era mucho lo que de ésta dependía; se tenía la impresión, sin embargo, de que lo que Wotruba hacía era dar mordiscos a la piedra.

Una pantera negra, eso es lo que me pareció, una pantera que se alimentaba de piedra. La desgarraba y la mordisqueaba. Jamás se sabía hacia qué punto se lanzaría en el instante siguiente. Tales saltos eran lo que más hacían pensar en un felino; pero no partían desde un sitio alejado, sino que iban de un punto a otro de la figura. Wotruba se dedicaba a cada sitio con una energía concentrada; la fuerza con la que atacaba era como la del final de un salto dado desde cierta distancia.

En aquella primera ocasión -Wotruba trabajaba entonces en la figura femenina para el sepulcro de la cantante Selma Kurz- los saltos provenían desde arriba, y acaso fuera eso lo que me hizo pensar en una pantera que de un salto se arrojara desde un árbol sobre su víctima. Me parecía como si Wotruba desgarrase la carne de su víctima. Pero un desgarrar que se realizaba sobre el granito ¿qué clase de desgarrar era? A pesar de la sombría concentración de Wotruba, uno no olvidaba nunca con qué estaba peleando. Estuve mirándolo largo rato. Ni una sola vez sonrió. Sabía que alguien le observaba, pero no se mostró como una persona que quisiera complacer. Me di cuenta de que Wotruba se presentaba tal como era. Dureza y dificultad eran lo mismo para él. Cuando, de repente, pegaba un salto y se alejaba, era como si aguardase a que la piedra fuera a devolver el golpe y él se anticipase a esquivarlo. Lo que Wotruba estaba representando delante de mí era un asesinato. No era un asesinato cometido a escondidas, un asesinato de esos cuyas huellas se borran; Wotruba perpetraba el asesinato durante todo el tiempo que fuera necesario, hasta que quedaba allí convertido en monumento. Wotruba deseaba a alguien que fuese capaz de captar que aquello iba muy en serio. Siempre se ha dicho que el arte es un juego; aquél no lo era. […] Yo había acudido allí con la opinión, consagrada por el uso, de que lo que a él le importaba era que la piedra durase, que nada de lo que pudiera hacerse con ella pudiera disolverse ni perecer. Pero cuando tuve a mis ojos el proceso, aquella acción inexplicable, comprendí que lo único que a Wotruba le importaba era la dureza de la piedra y nada más que la dureza. Wotruba tenía que pelearse con ella. Necesitaba la piedra como otros necesitan pan, y él hacía alarde de la dureza".

Antecedentes penales

La expresión artística a través de la violencia, sin duda, no era excepcional en la Europa de entreguerras, y menos en Viena. Obras que en Zúrich habían hecho levantarse del asiento al mismísimo James Joyce debido a su crudeza, como La comedia de las vanidades de Elías Canetti, tenían una amplia aceptación en Viena. Los vieneses estaban acostumbrados a los vehementes discursos de Karl Krauss y a las audiciones de música disonante (Pierrot Lunaire fue aclamado en Viena tras una aceptación bastante escasa en París). Del mismo modo que Wotruba combatía con el cincel, el resto de vieneses lo hacía con la palabra o la disonancia. El motivo contra el que luchaban de manera inconsciente se analizará más adelante, por el momento sigamos ahondando en los motivos particulares de Wotruba.

Elías Canetti, amigo íntimo además de admirador del escultor, cuenta que en el seno de la familia Wotruba se habían vivido fuertes tensiones provocadas por el cabeza de familia: Adolf Wotruba, quien propinaba unas violentas palizas a sus hijos mayores, siendo Fritz el menor, y, como consecuencia, sólo víctima ocasional además de testigo. Tras la muerte del padre todos los hermanos eligieron el camino de la delincuencia. Sólo mantuvieron su integridad la figura materna, María, y el pequeño Fritz.

En su libro Masa y poder, publicado 1962, Canetti explica desde la antropología las razones por las que la obra de Fritz Wotruba podría haber sido influida por su tenebrosa infancia: para él es todo una cuestión de aguijones. Las abejas, cuando pican, dejan el aguijón en el interior de su víctima. Pues bien, para Canetti, todas las acciones violentas que padecemos nos incrustan un aguijón del que sólo podemos desembarazarnos ejecutando el mismo tipo de acción en otro sujeto.

Wotruba intenta liberarse de la violencia de su padre ejecutando a sus víctimas de piedra las mismas acciones que ha visto perpetrar a su padre en sus hermanos y que ha sufrido en sus carnes, al igual que su madre se libera lanzando platos a su hijo cuando llega tarde a comer y, al igual que sus hermanos, que no encontrando otra vía de escape, repiten las prácticas de su padre en desconocidos.

Condena

También los vieneses descargan sus aguijones a su manera a través de manifestaciones intelectuales violentas que generan rechazo, pero son unos aguijones enormes: llevan a sus espaldas la desintegración de su imperio, el más grande que ha conocido el siglo XIX, sin contar con la culpa que comparten con Europa de la escandalosa suma de casi un millón y medio de hombres asesinados en la Primera Guerra Mundial. Wie lange noch das dauert? ¿Cuánto tiempo puede durar esto?, clamaba Schnitzler en boca del teniente Gustl. Y estaba en lo cierto: poco tiempo después estallaría la Segunda Guerra Mundial.

Con más fuerza que ninguno de ellos, Fritz Wotruba expulsa los resentimientos que alberga en su interior -no podría ser de otra manera- pero sobre la materia inerte. Esas esculturas, resultado de acciones tan violentas, son en realidad monumentos inmortales a la paz.

El hombre de pie en piedra negra se erigía monumental, imponente, debajo del viaducto del ferrocarril urbano de Viena. Los testimonios fotográficos abordan esta escultura desde atrás, ya que el frente ocultaba el elemento de mayor interés: su mano izquierda. Una mano poderosa, mucho más grande en proporción a la escultura y vuelta hacia delante. Esta mano, capaz de cualquier cosa, opta por retirarse, cautamente, aunque sin ocultar su verdadera naturaleza. Responde precisamente a la filosofía de Fritz Wotruba.

Lamentablemente, al igual que los ideales de su ejecutor, esta obra se encuentra hoy en día bajo los escombros producidos por la Segunda Guerra Mundial, catástrofe que la intelectualidad del momento no pudo, o no quiso, evitar.