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El campo de las brujas (capítulo 4)

(Noches Blancas, Fedor Dostoievski)

La tarjeta de embarque indicaba que su asiento estaba en la fila número 14. Imbuido por un profundo espíritu de superstición y magia, Juan Pablo hizo cola en los mostradores de facturación para pedir un asiento en la fila número 13 del avión. En los aviones no hay fila 13, le dijo la azafata de tierra de Iberia con el tono de quien expele una obviedad de tal tamaño que debía hacer esfuerzos para no vomitar su indignación. Al menos, para su sorpresa, parecía que el billete que le había llegado por correo electrónico después de arrasar las defensas enemigas del spam era real; y se quedó con la fila 14 que tenía inicialmente, que era en realidad la número 13 con otro nombre.

Le esperaban algo menos de dos horas de vuelo antes de enfrentarse a una ciudad tan majestuosa como desconocida para él. Llevaba en una pequeña mochila, un poco de ropa, el neceser y dos guías de viaje de Roma. Sacó una de ellas y la hojeó buscando alguna referencia que le orientara; no era el instinto lo que le ayudaría a dar los siguientes pasos, ni el libre albedrío, era el encantamiento de Izaskun, y contaba con la esperanza de encontrar alguna pista en una de esas guías para turistas.

Debían de estar a mitad de camino cuando se dio cuenta de que estaba cometiendo la mayor locura de su vida. Había abandonado su trabajo sin dar explicaciones, había salido de su casa, de su país, y pensaba que estaba a punto de reencontrarse con una desconocida que había sido una preciosa bruja 25 años antes y que le mantenía hechizado desde entonces. El conjunto de casualidades de los últimos días y los vivos recuerdos del verano del 85 eran lo más emocionante que le había pasado y no quería que la aventura se terminara. Era como si acabara de empezar un libro que le mantenía enganchado; se quedaba leyendo hasta las tantas y al mismo tiempo que disfrutaba con cada página, le asustaba la certeza de que cada línea que devoraba era una línea menos que le quedaba por disfrutar, una línea más cerca del final. Cada día que pasaba estaba más cerca de Izaskun, más cerca de saber si tenía sentido lo que estaba haciendo, más cerca del final y quizás más cerca de la mayor decepción; porque por muy bueno que sea un libro, el final puede estropearlo.

Quiso convencerse de que estaba a tiempo de recomponer lo que había descompuesto. Podría llamar a la oficina al llegar a Roma e inventarse una rocambolesca historia sobre, por ejemplo, un familiar lejano que vivía en Italia y que acababa de morir. O, tal vez, podría decir que estaba en cama intentado recuperarse de unas extrañas fiebres que le habían mantenido casi en la inconsciencia los últimos días y por eso no había podido avisar de su falta, advertir de su estado.

El piloto anunció que iba a comenzar el descenso hacia el aeropuerto de Fiomicino. Una vez allí, ¿a dónde iría? Tomaría un taxi hacia el centro, pero… Guardó la guía de Roma que había estado hojeando sin éxito y sacó la otra de la mochila para ver si en los últimos minutos le sugería algún destino. Pasó las páginas con rapidez; sólo miraba las fotografías. Y en la página 87 encontró lo que buscaba o, probablemente, aquella fotografía por fin le encontró a él.

El taxi le llevó a su destino con toda la rapidez que le permitía un denso tráfico que, a trompicones, formaba una cadena de atascos eternos. A lo lejos fue capaz de ver la silueta del Coliseo; sobrecogía. Pagó y se bajó del coche. Desde la acera miró hacia arriba y vio la fachada del Palacio Doria Pamphilj. Juan Pablo sacó la guía de la mochila y fue directamente a la página 87. En la fotografía, un hombre de espaldas observaba un impactante lienzo de Velázquez, el retrato que el pintor sevillano hizo al papa Inocencio X en 1649. El pie de foto decía: “Colección Doria Pamphilj”.

El libro decía que tras ver el resultado del trabajo de Velázquez el Papa llegó a decir que aquel cuadro era demasiado real.

Juan Pablo entró en el Palacio Doria Pamphilj y fue directamente hasta la pequeña sala en la que se expone uno de los mejores retratos de la historia, el que mejor expresa la dificultad que a veces tenemos para diferenciar la realidad de la ficción. Mirar aquel retrato era ver a Inocencio X en persona, hasta el punto de que parecía inevitable retirar la mirada ante aquellos ojos inquisitivos, esa boca a punto de regañar, ese hombre a punto de levantarse enfadado. Para Juan Pablo de las Heras era más. Era ver en un retrato de 1650 a Petronio, el viejo jardinero que en los ochenta trabajaba en Urbanova.

Como si hubiera bebido un brebaje sacado de Alicia en el país de las maravillas, Juan Pablo se sintió empequeñecido frente a una realidad enorme, ciclópea. Se notó paralizado. Y creyó ver cómo Petronio se movía dentro del cuadro para acomodarse el mantelete.

En silencio majestuoso, como si caminaran a dos centímetros del suelo, cuatro personas entraron en la sala: tres turistas japoneses y un guía del propio Palacio que comenzó a contarles la historia de aquel cuadro en un inglés fácil de entender para cualquiera, excepto, probablemente, para un inglés.

Diego de Silva había llegado en 1649 a Roma por encargo real y se había propuesto componer un lienzo más real que la propia realidad. El pedido de Inocencio X llegó en ese instante en el que el pintor de La fragua de Vulcano creía haber perdido la cabeza. Le atormentaba la dureza con que su mente se resistía a los impulsos de un corazón enfermo. Diego sabía que había sufrido un encantamiento, un embrujo, y durante varios meses no pudo pintar más que enanos y bufones de corte; no se atrevía a pintar al rey… su cabeza sólo pensaba en la pequeña María Teresa. Cuando se situó frente al Santo Padre, en un salón a unos veinte metros de donde se encontraba ahora el retrato, y comenzó a marcar los primeros trazos sobre el lienzo, decidió que si no era capaz de transmitir la más absoluta realidad con el óleo, aquel cuadro sería el último que firmaría Velázquez.

Su viaje a Italia había sido en realidad, un intento de huida de su propia locura de amor. Había escapado de un amor prohibido, oscuro, imposible… Quería poner distancia física, aunque su mente seguía inmovilizada en Madrid, en la Corte. La joven infanta le hablaba, le sonreía nerviosa, le miraba, le llevaba el desayuno, le hacía comentarios sobre los cuadros, imitaba graciosamente a la reina, a veces soltaba una grosería o un grave insulto… Diego se reía, y antes de conocerla había pasado demasiados años sin reír. Al dormir, la soñaba; al despertar, la imaginaba; y al verla, la deseaba. Por Dios, Diego, es la sobrina del rey, algunos dicen que es su hija. Trabajar en la Corte se había convertido en una tortura; cada día la veía, charlaban, reían… cada día se notaba más enamorado de una niña inalcanzable. Quería hablar con el rey y explicárselo, contarle que él no quería sentir aquello, que intentaba olvidarse de ella y no era capaz, pero no tuvo valor…  Sin dudarlo, Felipe IV le habría mandado ejecutar.

No podía seguir así, vivía con la permanente angustia del desamor y con la desazón de pensar que ella no lo sabía, ella actuaba con la naturalidad de la ignorancia; era la niña que jugaba junto a un precipicio sin miedo, porque no sabía el riesgo que corría; y Diego no se atrevía a enseñarle el final del acantilado, porque se sentía a punto de caer por él, agarrado con un par de dedos, con pocas fuerzas para seguir aferrándose a la vida. Convencido de que por demasiados condicionantes nunca podría ser suya, la llegó a odiar tanto que decidió huir de la Corte para no verla más. Pero no podía permitirse simplemente irse. Sería bueno viajar de nuevo a Italia con el objeto de adquirir nuevas obras para los palacios reales. El monarca accedió y Diego, por fin, pudo intentar olvidarla sin el dolor de disfrutarla cada día. Las últimas semanas antes del viaje fueron terribles. No quería verla y no hacía otra cosa que buscarla en cada rincón; ni siquiera pudo terminar La Venus del espejo. Lo haría más adelante.

Juan Pablo seguía escuchando la historia con admiración. A uno de los japoneses le sonó el móvil; contestó y se puso a hablar sin ningún pudor en ese idioma imposible de murmurar. Conversar por teléfono en un lugar como aquel debería ser considerado un delito; hacerlo mientras se narraba la historia de Diego de Silva y Velázquez y la infanta María Teresa tendría que conllevar la pena capital. Juan Pablo y los otros dos japoneses continuaron atendiendo al final del relato.

El amor es una herramienta tan voluble como peligrosa. Puede convertirse en éxtasis de felicidad, en ira cargada de celos, en un cariño profundo y sincero, en odio visceral. El pintor sevillano había notado que su amor, por pura intensidad, se había transformado. No ser correspondido le frustraba; no tener el coraje de afrontarlo le mataba. El día que salió de Madrid con destino a Italia no se despidió de la infanta. Quiso que le acordaran pronto un matrimonio, a ser posible con algún príncipe extranjero. Deseaba no verla nunca más y habría rajado todos sus lienzos por una noche con ella. Esa lucha interior descomponía a Velázquez, le carcomía la fe en sí mismo y le hacía desconfiar de la propia realidad. Si mi corazón engaña a la razón de esta manera, se decía, cómo podré saber si lo que veo es real, si lo que oigo es real, si lo que siento es verdad.

Y en esas condiciones llegó a Roma y pronto surgió el encargo de Inocencio X. Y Diego se impuso el reto de pintar la verdad; no la verdad que se veía en un rostro, sino la verdad del alma de aquel hombre. Y lo consiguió de tal manera que muchos visitantes que han pasado por aquí aseguraron haber escuchado la respiración del Papa. De esta manera, Velázquez nos dice que la realidad es sólo una percepción, es quizás una decisión. Imaginen al propio Inocencio X junto a su retrato exclamando “Troppo vero”.

Cuando los japoneses y el guía se alejaron, Juan Pablo se mantuvo unos minutos más observando al Papa. Sí, podía verle pestañear, podía escucharle respirar, podía sentir cómo el observado era él. Trataba de aguantarle la mirada a Inocencio X, pero siempre perdía. Y se preguntó qué había de real en lo que le estaba pasando. ¿Podía ser cierto que hubiera decidido dejarse llevar sin saber a dónde sólo por un beso que había permanecido 25 años guardado? ¿Habían sido reales esas dos décadas y media, la universidad, la boda, la muerte de mamá, la felicidad inicial, la sensación de fracaso, las ganas de tener una segunda oportunidad? Y se inundó de dudas, que son la única certeza, la realidad compartida por todos. Aunque nunca, hasta entonces, había dudado sobre lo que era real y lo que no.

Por fin abandonó la sala; salió caminando despacio con la certeza de estar siendo observado por Inocencio X. Ya en la calle, anduvo sin rumbo, deambulando borracho de dudas, pidiendo a Dios ayuda para saber qué debía hacer. No sabía si tomar un vuelo a Madrid, si recorrer aquella ciudad milenaria, si buscar a Izaskun, si dejarse llevar… La realidad debía ser la que él mismo se construyera. Se detuvo, tomó aire hasta rebosar el pecho, levantó la cabeza y se dijo. “La voy a encontrar”.

Se notaba cansado. El día estaba siendo agotador. Horas atrás, después de un gran madrugón, había salido de casa, en Madrid. Y ahora estaba callejeando por Roma. Tenía hambre. Quería parar a tomar una cerveza y algo de pasta. Decidió meterse en el primer restaurante que encontrara. Vio uno algo más allá. Se acercó y, a punto de entrar, el sonido de una canción le llevó a otro lugar, a otra época. Siguió la música, una canción española de los ochenta, hasta que le llevó a la puerta de “Il campo delle streghe”. Entró en el restaurante tarareando aquella letra que recordaba bien y sin dudas, tenía la certeza de que allí se reencontraría con Izaskun. Pero comenzaron a brotar, vehementes, otras dudas: ¿merecería la pena? ¿Tendría el valor de retomar lo que dejaron 25 años atrás? ¿Podrían encajar dos personas desconocidas, tan distintas a las que se besaron en el callejón de detrás de El campo de las brujas en 1985? Al otro lado de la puerta, la realidad volvería a retorcerle el espíritu; en unos minutos le iban a decir que estaba a punto de morir. La música seguía sonando.

Opción A:
Dime que me quieres (Tequila)

Opción B:
No me arrepiento (Alaska)

Opción C:
La chica de ayer (Nacha Pop)