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El campo de las brujas (capítulo 5)

 (Comedia famosa del laberinto de amor, Miguel de Cervantes)
 
 –Hay una cosa que te quiero decir, que es importante al menos para mí –dijo Julieta mientras se abrochaba el sujetador–. Nunca llegarás a ser consciente de lo que me provocas cada vez que te veo, jamás podrás entender cómo se me revuelven los sentidos cuando me tocas, será imposible que alcances a saber cómo se me derrite el alma cuando me besas, sé que no serás capaz de comprender cómo me transformas cuando me acaricias, cuando tu mano baja, cuando tu piel me empapa, cuando estás dentro de mí –sacó las piernas por un lateral de la cama para subirse las braguitas hasta las rodillas; después se puso de pie y terminó de colocarse la ropa interior–. La locura es dueña de todo mi ser, el deseo me domina, la lujuria me corroe como el ácido, la pasión es mi alimento. Tu lengua da cuerda a mi corazón, mis pechos reciben a tus dedos como las teclas del piano a las manos del virtuoso y tus embestidas, salvajes y delicadas al tiempo, me transportan al paraíso… o al infierno… al placer.

Se fue al cuarto de baño y se lavó la cara. En el espejo se quiso ver exultante. No era felicidad, pero quería pensar que estaba saciada. Y también estaba enferma; no podía existir sin él. Y siguió hablándole al lado vacío de la cama, al hombre que hacía tiempo que no estaba allí:

–Ahora estoy triste y necesito saber si tú me quieres de verdad como ayer. Dime que me quieres. Si no lo oigo, aunque sea sólo una vez más, aunque sea mentira, creo que me moriré.

Juan Pablo no iba a volver. Julieta se empeñaba en mirar a la puerta y de un vistazo observaba un pasado feliz, cada vez más lejano. Esperando a que llamara al timbre y le pidiera perdón y le dijera otra vez que la quería y que se amarían hasta la muerte, se consolaba con el trabajo frío y distante de sus hábiles dedos entre los muslos; la tristeza de aquel sexo en soledad la dejaba derrotada; después del orgasmo se castigaba la mente con una sensación de abandono y miedo, de culpa. Quería haber parado el tiempo en ese instante en el que jadeaban juntos y él la abrazaba con violencia, le estrujaba las costillas hacia sí, le mordía el hombro. Y, sabiendo que era tan difícil volver a vivir ese momento, se conformaba con intentar olvidarle, pero no era capaz. Y Juan Pablo no iba a volver, no llamaría a la puerta; ella no iría a abrir con la fe hecha añicos; no se le paralizaría el sentido al verle; no le invitaría, nerviosa, a pasar; no le preguntaría qué hacía allí; él no la abrazaría con lágrimas asomando al abismo; no se fundirían en aquel abrazo de cuerpos desnudos, de sudores, de puzzle de piernas.

Y mientras Julieta seguía mirándose las ojeras en el espejo de su casa del barrio de La Latina de Madrid, Juan Pablo entraba en un restaurante de Roma en el que sonaba Dime que me quieres, el tema que publicó Tequila en 1980 y que él escuchó por primera vez en el verano de 1985. 

Era una trattoria sencilla, sin alardes ni homenajes al turista. El dueño debía de ser español, porque algunos adornos eran típicos de los emigranes españoles: la bandera, tan repudiada en su tierra cuando no jugaba la selección; la figura de una sevillana, símbolo de lo hortera en la piel de toro y una foto del Madrid de los Austrias. En la sala habría unas diez o doce mesas. Sólo una estaba ocupada. Era un hombre solo, mayor, que daba la espalda a la puerta. El camarero le indicó que se podía sentar en la mesa que quisiera. Juan Pablo escogió una y se acomodó sin saber qué estaba esperando que pasara. No tuvo que esperar mucho tiempo. Cuando daba el primer sorbo a su cerveza, el hombre de la mesa de al lado se dio la vuelta y le miró detenidamente mientras le preguntaba en un italiano neutro, sin acentos:

–¿Le importa si me siento con usted? Es absurdo que dos personas estén solas al mismo tiempo en el mismo sitio. 

Juan Pablo, a pesar de no conocer ni palabra de italiano, entendió al anciano. Y asintió sin abrir la boca en el mismo momento en el que se fijaba en el rostro que tenía enfrente. El tipo se sentó y Juan Pablo pudo aguantarle la mirada sin miedo, no como había ocurrido con su retrato en el Palacio Doria Pamphilj. Era más fácil mirar los ojos del viejo Petronio que los del temible Inocencio X. Quizás el paso de los años habían suavizado las facciones… 

Seguía sonando el estribillo: dime que me quieres de verdad como ayer… Había llegado hasta aquella versión italiana de “El campo de las brujas” y por fin parecía que podía saber cómo encontrar a Izaskun; seguro que Petronio podría guiarle en el mundo de brujería y suprarrealidad en el que vivía desde que una conversación intrascendente en la plaza de la Paja de Madrid le provocara el recuerdo de Izaskun.

Petronio sonreía afable como si disfrutara de la estupefacción de Juan Pablo, hasta que por fin habló:

–Hace muchos años… –comenzó a hablar en un español italianizado.
–Veinticinco –acertó a responder Juan Pablo.
–Sí, veinticinco años… No es por casualidad.
–Me alegro, porque no creo en las casualidades.
–Pues voy a contarte una historia, si me lo permites.

El camarero llegó con la pizza de Juan Pablo. Petronio comenzó su historia con el ritmo lento de un hombre de más de ochenta años:

–Todo tiene un principio. En esta ciudad empezó todo. El canalla de Cupido lanzó sus flechas a Medea… pero supongo que esa historia ya la conoces. Te contaré lo que no dicen los libros, ni la leyenda… te contaré la verdad. 

Juan Pablo partió la pizza y le ofreció un trozo a Petronio, que amablemente rechazó la oferta. Y escuchó las palabras de aquel hombre, frases que le fueron llevando por distintas épocas, por diferentes lugares, pero con dos elementos comunes: embrujos de amor y trágicas muertes. Los descendientes de Medea fueron siempre mujeres, brujas buenas, bellas mortales destinadas a hechizar a los hombres, encadenadas al desamor y obligadas por las circunstancias a huir permanentemente. 

–El problema es que aunque sus encantamientos son muy poderosos –continuó Petronio–, no lo son tanto como para acabar con la naturaleza cruel y perecedera del amor. Las primeras brujas sólo practicaban la magia erótica, lanzaban sus embrujos para terminar brincando en orgías masivas, aquelarres interminables de sexo; se juntaban cuatro o cinco brujas con 15 o 20 hombres fuertes y bien dotados a los que exprimían hasta desfallecer. Pero al comienzo del segundo milenio de nuestra era, las brujas empezaron a disfrutar del amor correspondido, del cosquilleo, de los escalofríos, del insomnio, de los besos… y sufrían, como el resto de mujeres, por los anhelos inalcanzables, por la ausencia del ser querido, por los celos, por el miedo a dejar de ser amadas y, definitivamente, morían cuando no eran amadas.

Y Petronio le contó algunos ejemplos. Le habló de Laztana, la primera hija de Medea que murió por mal de amores a los 25 años de edad, recién superado el año 1000. Su madre envenenó al culpable una noche de agosto del año 1010 y decidió que a partir de entonces saldría de su morada en los Campos Elíseos cada 25 años para matar a un hombre que hubiera hecho sufrir a una de sus hijas, nietas, bisnietas… 

–Y eso hace Medea: cada 25 años, en agosto, vuelve para matar a un hombre. A veces han sido seres horribles que maltrataban el alma femenina, que torturaban el corazón de una mujer con engaños y falsas promesas. En otras ocasiones han muerto hombres simplemente por ignorar a una bruja enamorada, por resultar inmunes al encantamiento. Pero lo más habitual, sobre todo al principio, era que Medea asesinara a un hombre enamorado, a un hombre bueno que ofrecía su amor sincero a la bruja que le había hechizado. Y… el amor no es pleno si no aporta algo de sufrimiento, la espera de una carta, el ansia por tocar y ser tocado, el recuerdo de las dientes chocando suavemente, el deseo de desaparecer para siempre con la persona amada… Ese sufrimiento, aunque no fuera deliberado, aunque fuera incluso seductor, suponía la muerte del hombre que lo provocaba. Con el paso de los años y de los siglos, las brujas aprendieron que el mejor regalo de amor era evitar a su amado. No permitir que le hiciera daño, escaparse de él en cuanto el hechizo funcionara, no enamorarse más… Cuando alguna bruja no podía evitar dejarse llevar por el corazón y besar, amar, sufrir… todo terminaba abruptamente un agosto. 

Juan Pablo escuchaba atentamente. Casi no había tocado la pizza, absorto, intentando entender dónde encajaba él. Antes de hablar de Izaskun, Petronio le contó algunas otras historias de brujas. La más bella de todas le pareció la de María, una bruja de finales del siglo XV y principios del XVI que enamoró arrebatadoramente a Jerónimo van Aeken, El Bosco, que le dedicaría varias de sus obras y, entre ellas, probablemente la más conocida: El jardín de las delicias. Ella tuvo que huir cuando notó el encantamiento, a punto estuvo de dejarse llevar, de provocar la muerte del eterno pintor flamenco… pero supo ser fuerte y, aunque nunca llegó a ser feliz, al menos consiguió que otro hombre le hiciera daño, el hermano mayor de Jerónimo. Era otro daño, era otra cosa, pero Medea le mató a él y no a Jerónimo. Ambos siguieron con sus vidas, con un poso de insatisfacción en el alma, conscientes de que podrían haber conocido la intensa felicidad de sentirse saciado.

Quizás era simplemente por la forma en que Petronio lo contaba, pero Juan Pablo sintió enseguida que cualquiera se habría enamorado de María; y quiso ser El Bosco por un instante, sufrir ese incendio en su interior abrasándolo todo; no saber si quería besarla o sólo mirarla, tomar la decisión de confesarse ante ella y no atreverse al final, amarla de tal manera que podría sentir que nunca sería capaz de amar a nadie más y frustrarse al tener la certeza de que jamás podría provocar en nadie tanta zozobra como María le generaba. Y pensó que ese era él, con 500 años de diferencia. Aunque él había tenido la suerte de besarla una vez, de tener claro que la amaba, de desear hacerle el amor eternamente aunque solo fuera para tener la sensación de que ya no podría estar más cerca de Izaskun, porque los dos formarían un solo cuerpo. Pero al mismo tiempo notaba que no quería hundirse en sus profundidades por el mero goce carnal, por desfogar la pasión acumulada, sino que le bastaría con tenerla enfrente, como tenía a Petronio en ese instante, para poder apartarle suavemente el pelo de la cara y colocárselo con delicadeza detrás de la oreja, para mirarle a los ojos y ver el brillo que esperaba encontrar, para admirar sus labios mientras hablaba, con el deseo de que aquella boca no se alejara más de un centímetro de su cuerpo; así quería tenerla: cerca, siempre. 

Poco a poco, las piezas encajaban. Laztana, aquella palabra que utilizaba Izaskun para llamarle cariñosamente, era el nombre de un antepasado; el dibujo que le dio aquel verano era un recuerdo del encantamiento de El Bosco… Seguro que poco a poco podría seguir completar el rompecabezas.

Petronio contó algunas otras historias, como la del escultor Auguste Rodin, que tuvo como alumna a la joven Lita, otra bruja, cuyo hechizo le ayudó a esculpir algunas de sus mejores obras: El beso, La tentación de San Antonio o La mano de Dios. Lo peculiar de este caso era que su amigo, el pintor y escultor Edgard Degas, se enamoró de la misma mujer, de la misma Lita a la que dedicó sus famosas bailarinas. Y cuando Juan Pablo se imaginaba a los dos artistas compitiendo por demostrar en el mármol, el bronce, los lienzos, la vida… quién la amaba más, en ese momento en el que empezaba a entender las cosas, Petronio hizo una pausa larga y después rompió el silencio para desbocarle el miedo con una premonición:

–Y cualquier día de este mes de agosto, Medea vendrá para matarte, por culpa de tu don.

–Eh… ¿Cómo? Eh… pero… –Juan Pablo no acertaba a replicar.

–Lo sé –le ayudó Petronio–, ella se fue y tú crees que no has hecho nada, que no puedes hacerle sufrir sin estar; pero estás muy equivocado. Todas las personas, sin excepción, tenemos un don, algo que nos hace especiales, diferentes, únicos. Muy pocos son capaces de encontrar su don y explotarlo. A veces tienes la suerte de que te eduquen para desarrollar tu don, como Diego de Silva y Velázquez, como Wolfgang Amadeus Mozart, como Jerónimo van Aeken, como William Shakespeare, como Miguel de Cervantes, como Auguste Rodin, como Edgar Degas, como Samuel Beckett… Otros vivís con el don sin daros cuenta. El problema es que tu don es muy peligroso.

Juan Pablo no entendía nada.

Sin ser brujo, has sido capaz de hechizar a una bruja. Es increíble, pero cierto. Esta vez la bruja ha sido embrujada y después de 25 años esperando, intentando olvidarte, amar a otro para matar a otro, se ha dado cuenta de que no puede luchar contra eso. Izaskun me ha pedido que te lleve hasta ella para que te vea antes de que mueras.

–Pero… si sabemos que va a venir, podremos intentar evitar que me mate, ¿no?

–Es el destino, el Oráculo lo anunció, nada se puede hacer.

¡No! Juan Pablo no creía en el destino, sino en las decisiones de los hombres. No podía renunciar, dejarse llevar por lo que el Oráculo hubiera decidido; había tirado media vida a la basura por no tomar las riendas y ahora iba a resistirse. Estaba harto de pensar que había vivido la vida de otro, una existencia sin la persona con la que se sentía vivo; estaba cansado de no hacer lo que le pedía el corazón, de intentar engañarse año tras año negando lo evidente. Jerónimo debería haber hablado con María. Y él tendría a Izaskun para siempre. Unos días antes, en la plaza de la Paja de Madrid había comenzado una nueva vida en la que pensaba más y más en los versos de Cervantes: “Ven, que ya en tu voluntad está mi vida o mi muerte, mi buena o mi mala suerte, mi prisión o libertad”.

Mientras Julieta seguía añorándole sumergida en un relajante baño de espuma, Juan Pablo, a 2.000 kilómetros de allí, salía de “Il campo delle streghe” con la intención de encontrarse con la mujer de su vida. Antes de abandonar el restaurante, Juan Pablo advirtió que seguían sonando canciones de Tequila, el grupo favorito de su ex mujer. Habían pasado tres años desde que dejó de vivir con Julieta y ahora, en la ciudad eterna y a punto de encontrarse con la dueña de su corazón por un simple beso, se acordaba de ella, con quien podría haber tenido hijos, buscar un buen colegio, ir al club los fines de semana, celebrar su aniversario en un restaurante de la Guía Michelin; podría haberle regalado diamantes cada vez que le pusiera los cuernos; habría aprendido a convivir con la aventura con la que ella se calmaría el furor de los cuarenta. Quiso convencerse de que la distancia es el olvido, la ausencia acaba con cualquier pasión, y por eso no la echaba de menos. Pero se dio cuenta de que le separaban de Izaskun 25 años de distancia, de ausencia y no podía echarla más de menos.

Imaginó que una noche de agosto de 1485, diez o doce días después del beso de María en el cuello, Jerónimo van Aeken se había sentado a pintar. Se había alegrado de su ausencia para, por fin, dejar de morirse de dudas. Se había imaginado una felicidad completa en el taller y en su vida con Aeyt; poder acostarse sin pensar en María y despertarse sin desear volver a verla; no intentar pintar siempre algo para ella en cada cuadro, a veces un detalle en una esquina, a menudo una imagen secundaria que sólo pintaba para sus ojos, esperando que María la viera y dudara en silencio si efectivamente aquello era para ella y sin atreverse a preguntar. Pero el Jerónimo que Juan Pablo había imaginado no era capaz de olvidarse, y seguía pintando para María; en todas sus obras habría algún detalle pensado para que ella pudiese sospechar, para que alguna vez lo observase a medio metro de distancia e intuyera que quizás tal vez podría haber sido pintada para ella.

Caminaba en silencio con paso firme al lado de Petronio, que a pesar de su edad parecía estar en buena forma. No había nadie en la calle. A pesar de que no eran más de las seis de la tarde, el sol parecía estar escondiéndose para dejar entrar a la noche en Roma.

Juan Pablo seguía pensando en Pablo Neruda, en Goya, en Leonardo, en El Bosco, en Rodin, en Degas… en Izaskun, en Laztana, en María, en Medea… y en su muerte, que estaba dispuesto a evitar, porque los acontecimientos de los últimos días le habían convencido de que no había nada imposible.

El ligero viento que había sentido durante el día por las calles de Roma se había convertido en un fuerte vendaval. Nubes negras cubrían el cielo y a lo lejos algunos rayos anunciaban una fuerte tormenta.

-Mal augurio –dijo Petronio.

 

Opción A:

Las bodas de Fígaro (Mozart, 1786)

Opción B:

Così fan tutte (Mozart, 1790)

Opción C:

La flauta mágica (Mozart, 1791)