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Rapsodia bohemia (El desenlace)

–¿¡¡Pero quién!!?

–El alcalde lo dejó todo escrito, antes de morir sabía lo que iba a pasar, pero el tío se entretuvo en cifrarlo. ¡Ja!, qué divertido, Santi.

–Pero, pero… ¿¡¡pero quién!!?

–Todo a su tiempo, todo a su tiempo. A ver si tú llegas a las mismas conclusiones que yo. Veamos la información –me enseñó una hoja en la que había dibujado un esquema–. Tenemos dos muertos, hallados en el mismo sitio y aparentemente asesinados de la misma forma, pero… –hizo una breve pausa dramática– ¿sabes qué?

–Sorpréndeme.

police-crime-scene–Al alcalde lo anestesiaron, como si no quisieran que le dolieran los navajazos o lo que fuera, porque no se ha identificado el arma que se usó. Algo largo y puntiagudo.

–Vaya –yo andaba bastante perdido pero no quería interrumpirle.

–¿Lo ves? Me enseñó unos papeles del alcalde que estaban entre los que me había entregado su mujer. ¡Mira!

–¿Qué es esto? ¿Turco, serbio o algo así? –dije al leer en aquella un párrafo que empezaba “Mama, bocaa de tarma a un brehom. Sepu un llochicu en su chope. Se lo vecla, rahoa taes tomuer…”–. Por cierto, en mi cuarto se han quedado algunos otros papeles en este idioma.

–¡¡¿QUÉ?!! –Ernesto se encendió, toda la cara se le volvió roja como si hubiera estado doce horas al sol de Torremolinos y sus ojos me odiaron.

–Sí, encima no te cabrees, que has sido tú el que se ha encerrado en su cuarto y no ha dado señales de vida todos estos días.

–Joder, dame esos papeles, dámelos –me rogó.

Me levanté, fui a mi cuarto, tomé los documentos y se los ofrecí a un metro de distancia. Cuando alargó su brazo para cogerlos, aparté súbitamente aquel pequeño tesoro de información adicional que Ernesto ansiaba.

–¿Qué haces? –me preguntó entre sorprendido e irritado.

Quid pro quo. ¿Quién es el asesino?

–De acuerdo, de acuerdo. El asesino es el autor de aquellos poemas que me diste el otro día. ¿Recuerdas los números que estaban anotados en la parte de atrás? –asentí mientras me enseñaba la hoja por un lado y por otro–. Esa es su confesión. Los números marcan las letras de cada verso que han de unirse para formar una frase. Mira –me enseñó otra hoja en la que había copiado el soneto, los números de cada verso y había marcado en rojo las letras que supuestamente correspondían a ese código. Claramente, los primeros números correspondían a la fecha:

 

13092010

Cuando la luz del sol cada mañana 5 19 26

filtra el verano ya agonizante 2 7 8 13 14

y cuela un refulgor por la ventana 0

que arrasa con un sueño estimulante… 24 30

 

Cuando la realidad, tan inhumana, 9 10

se yergue poderosa y dominante 1 9 12 25

y pudre del pecado la manzana 13

y aleja aquel infierno amenazante… 18 19 21 22

 

Cuando el hoy ha robado la esperanza, 1 6 14 26

el ayer es tormento reprimido 1 8 19 25

y el mañana hedor a muerto expele… 8 12 27

 

Cuando El Quijote pierde a Sancho Panza 5 10 21

cuando el beso ansiado está prohibido 8 20

toda mi alma, duele, duele, duele… 0

 

Evidentemente, unir todas las piezas fue fácil: “Daniel no me respeta y no me corresponde. Duele”.

–Bueno, esto tampoco dice mucho, ¿no? –protesté–. Es una poesía de un enamorado despechado, no tiene por qué ser un asesino.

–Vale. Mira a ver si esta te dice algo más –y me enseñó otra poesía con unos números anotados al reverso; fui directamente a la solución.

 

El odio es encarnado; 2 7

cada lágrima, una perla de escarlata; 10 14 29

carmesí desagrado 5

y rúbea catarata; 1

manos rojas de sangre que me mata. 1 12 13

 

La ira, oscura, grana; 9

las venas, ríos de púrpura suero; 10

cobriza es la desgana, 1 5 12

rubí es el mal agüero, 10

manos rojas de sangre, que me muero. 6 18

 

La lectura del mensaje una vez descifrado me descolocó de tal manera que le entregué a Mendoza los papeles que me había pedido en aquel extraño idioma, sin oponer resistencia.

–¡Ajá! –se relamió de satisfacción–. Aquí está, sí señor. ¿Recuerdas si el alcalde tenía un cuadro de Uriarte Sebastián?

–Ni idea, no sé ni quién es ese –respondí todavía desbordado por lo que acababa de descubrir, por saber que aquella confesión disfrazada me dejaba completamente descolocado–. Y, si es así, ¿cómo lo hizo?

–Eso mismo me pregunto yo –dijo Mendoza.

–¿Lo he dicho en voz alta? –le pregunté con sinceridad–. Estaba pensando en…

–Pues me apuesto mi colección de libros de química a que aquí está la solución. Lee –me entregó una de las hojas que yo acababa de darle y leí aquella frase en una extraña lengua.

–¿Qué significa esto? –le pregunté completamente perdido.

–Por favor, Santi –me regaló su displicencia–. Es un cifrado para niños, no me defraudes –se levantó y se dirigió a su cuarto–. Cuando lo descifres, iremos a casa del alcalde y cerraremos el caso. Por favor, no tardes; mientras tanto, escribiré mis conclusiones para un apéndice de mi tesis –y el muy canalla se fue a su cuarto y cerró la puerta. Me quedé leyendo una y otra esas palabras: “toneser zadomen, doto taes en el drocua de tianbasse teriaru. Le gorue cioncredis”.

Estuve varias horas jugueteando con las letras, probé con el cifrado César que me había enseñado Ernesto años atrás… y nada. Busqué combinaciones, extraños algoritmos… y nada. No había forma. Traté de hablar con mi compañero de piso, pero se había encerrado. Varias horas después, agotado, me fui a la cama y soñé con combinaciones de letras, idiomas extraños y asesinos en serie. Y en mi sueño el alcalde tenía varios clones y entre todos mataban primero a Daniel Blasco y después se mataban entre ellos.

Por la mañana, cuando salí de mi cuarto para tomar el primer café del día, me encontré con una extraña visita. Sentada en el sofá del salón, una estrafalaria mujer veía tranquilamente la televisión. Vestía una especie de túnica de colores chillones y un curioso tocado adornaba su cabeza a modo de turbante. Al oírme entrar se giró y me sonrió y me enseñó su cara de mujer madura, que probablemente ya no cumplirá los sesenta, un rostro pintado como una puerta –los ojos y los labios de un morado nada discreto y los pómulos de rosa fucsia–. Y cuando la vi jugueteando sobre la mesa del salón con unas cartas de tarot me pareció efectivamente la arquetípica imagen de una adivina, una echadora de cartas de esas que uno se puede encontrar en las ferias, en las emisiones nocturnas de varias televisiones o en el Retiro. Con una voz grave, algo cascada probablemente por su edad, me habló:

–Usted debe de ser Santiago, ¿no?

–Sí –respondí tímidamente y alargué mi mano para estrechar la suya, escondida dentro de un guante blanco.

–Soy Venus –me dijo–. Ernesto me ha pedido que le esperara y que le leyera las cartas –dejé mi chaqueta sobre el respaldo de una silla y me senté junto a ella, desconcertado.

–No me importa, si usted quiere hacerlo, pero sepa que yo no creo en esas cosas.

–Yo tampoco creo que la Tierra sea redonda y eso no hace que deje de serlo, si es que realmente lo es.

–¿Qué quiere decir?

–Sencillo: que tanto si usted confía en mí como si no, todo lo que le diga será la verdad. ¿Qué prefiere? –me lanzó la pregunta adornada con una nueva sonrisa–, ¿que le lea el pasado o el futuro?

–¿Cuál es su especialidad? –me revolví como pude porque ya me había quedado claro que con ese carácter debía de ser una amiga de Mendoza.

–Leer el pasado es más fácil para mí y menos interesante para usted, porque ya lo conoce. Leer el futuro es algo más complejo para mí y más desconcertante para usted, porque ahora no podrá saber si acierto o no.

–Bueno, pues hagamos las dos cosas –le reté.

Barajó las cartas y me pidió que cortara el mazo en tres, me señaló dónde debía colocar cada grupo de cartas y me pidió que escogiera uno.

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–Interesante –musitó–. Ha elegido empezar por el amor –comenzó a colocar las cartas, descubiertas, sobre la mesa hasta formar un cuadrado con tres cartas de lado, un total de nueve–. El carro, el ahorcado… –comenzó a describir las cartas que ambos estábamos mirando–. Veo que ha habido una larga relación que se ha acabado abruptamente… Hummm… hubo una tercera persona –pensé que eran las típicas vaguedades que en este tipo de casos servían para que el “adivinado”, o sea yo, respondiera dando pistas a la “adivina” para saber por dónde seguir; me quedé callado y traté de no ayudar ni con mis gestos–. Usted se encuentra libre ahora, se siente feliz pero tratando de buscar a una nueva persona que… –no pude evitar una mueca de incredulidad– parece que lo que quiere ahora no es una relación de compromiso –curioso eufemismo– sino pequeñas alegrías efímeras –también curioso–. Pero vaya… –pareció sorprendida mientras tocaba con el dedo índice de su mano derecha la carta de la sacerdotisa–, esta mujer le tiene a usted entretenido últimamente, una mujer divorciada, es madre, profesional de éxito, relacionada con las leyes, quizás abogada… –recordé que Mendoza me había chafado mi primera cita con Raquel, la abogada que lleva mi divorcio, aunque ya he estado con ella tres o cuatro veces y la cosa parece que funciona; he dormido en su casa un par de noches; deduje que él le había chivado algo al respecto, pero ¿cómo habría adivinado (Mendoza o la echadora de cartas) que Raquel era madre divorciada?–. Uy, tenga cuidado porque está mezclando lo personal con lo profesional… –entendí que aquél sólo podía ser un aviso de Mendoza para el que había querido utilizar a la tal Venus de intermediaria–. Déjeme ver el futuro –sacó una última carta que colocó sobre la que estaba en el centro del cuadrado. Era el Loco–. Las cartas dicen que ella le va a pedir que vivan juntos –me sentí más seguro al darme cuenta de que la mujer no había acertado el tiro; ya hemos hablado de ello y ninguno de los dos se atreve a dar el paso; estamos cómodos así–. Ella le ha dicho que no, pero en realidad es lo que desea.

De repente la mujer dejó de mirar las cartas, cogió un paquete de Camel que estaba sobre la mesa, probablemente de Ernesto, que es la marca que suele fumar, y sacó un cigarrillo.

–¿Le importa que fume? ¿Le puedo coger uno? –me pidió.

–Coja, coja –inocente compensación al nuevo teatrillo que había montado Ernesto con otra de sus amigas.

–¿Quiere que le diga lo que pasará el sábado, cuando se vayan a Ávila a pasar el día? –me descolocó, asentí mecánicamente–. ¡Uy!… –se llevó las manos hacia la cara, arqueó los hombros y rió nerviosa como avergonzándose por lo que estaba viendo– son ustedes unos apasionados, ¿eh? –mostró una sonrisa pícara–, en el asiento trasero del coche… –se tomó un par de segundos y al ver mi cara de incredulidad nuevamente pareció decidirse a confesarme lo que las cartas le revelaban–. Ella le hará eso que tanto le gusta, eso que usted llama “caricias con la boca”.

–¡Pero bueno! –me levanté de un salto completamente desconcertado–. ¿Cómo sabe que…? Déjelo, déjelo –le pedí.

–Perdone, no quería ser indiscreta. ¿Pasamos al terreno laboral? –me preguntó mientras recogía las 10 cartas que había desplegado y las amontonaba en un extremo de la mesa; asentí inseguro y comenzó a destapar las cartas de otro montón creando la misma figura que con el montón anterior–. Veo que usted se dedica a la salud, doctor –comenzó a decir–; bueno, se dedicaba, debo puntualizar –se detuvo un instante frente a la imagen del ahorcado que mostraba la carta correspondiente–. ¿Es usted voluntario en una cárcel o algo así?

–Desde luego que no –le regalé cierto desprecio envuelto en la soberbia de quien se cree superior, lo reconozco, pero me sentía bien con aquel fallo; me parecía tan evidente que no se puede adivinar el futuro ni leer la vida de nadie por unas cartas…

–Se lo digo porque aquí veo que ha estado recientemente con un asesino –me convirtió en una estatua de piedra.

–¿Cómo? –acerté a decir en medio de mi zozobra–. He estado con mucha gente últimamente. ¿Quién es el asesino? –pregunté tratando de confirmar en las cartas las respuestas que la investigación de mi compañero de piso nos había dado.

–Ja, ja, ja, ja… –se carcajeó la mujer con una nueva voz, repentinamente rejuvenecida, y se quitó los guantes, se acercó las manos al cuello y se quitó una especie de capucha, una falsa piel de látex, un disfraz, y debajo de aquello apareció el canalla de Mendoza con su boca tan abierta que parecía que toda la cara podría llegar a darse la vuelta como un calcetín–. Así que el hombre racional que no cree en estas cosas, también se deja deslumbrar por los engaños de ilusionistas, ¡eh? ¡Ja, ja, ja…! Ya lo viste ayer, Santi, el asesino es el alcalde. ¿O es que si las cartas hubieran dicho otra cosa habrías creído más a una charlatana con supuestos poderes que a las evidencias y a la confesión del propio asesino?

Me levanté; me sentía más humillado que enfadado.

–¿Te has molestado? –me preguntó.

–No te cansas, ¿no? –me salió el ofendido que tan pronto me sale–. ¿No te cansas de jugar conmigo?, ¿de tomarme el pelo?

–Anda, no seas melodra…

–¡No! –entonces me salió el indignado–. ¡No le des la vuelta! ¡No me eches la culpa de tus estupideces! –le grité desde la puerta de mi dormitorio a ese esperpento de hombre sudoroso vestido como una extraña mujer. Entré en mi cuarto y cerré con un sonoro portazo.

Al instante me sentí idiota e inmaduro. ¿Por qué me ponía así? No era para tanto.

Me senté en mi cama y, como de costumbre, le di vueltas a la cabeza yendo de lo anecdótico, como el numerito del disfraz de vidente, a lo esencial, como el sentido de mi vida. ¿Quería realmente compartir mi tiempo y mi paciencia con una persona tan radicalmente diferente a mí? Las decisiones importantes normalmente no son fáciles. No existe el trabajo perfecto, ni la mujer perfecta, ni el amigo perfecto. Acostumbro a valorar los pros y los contras de cada situación. Y no debo hacerlo, eso es demasiado matemático, demasiado racional. Hace unas semanas tomé la decisión más emocional y probablemente irracional que se me ha pasado por la cabeza –dejar mi trabajo, mi casa y mi mujer el mismo día– y no entré a valorar todo lo bueno o lo malo que podía conllevar, y me sentí vivo, ilusionado…

Tras la breve reflexión decidí salir a pedirle disculpas a Ernesto por mis niñerías. Abrí la puerta y le vi en su cuarto en calzoncillos, terminando de quitarse las medias que habían formado parte de su disfraz. Al verme, salió y me miró con seriedad.

–Perdóname, Santi, no pensaba que una broma así te molestara tanto.

–Bueno, perdóname tú a mí; creo que no eres el único neurótico que hay en esta casa.

–Eso ya lo sabía –sonrió–. Dejemos entonces de chuparnos las pollas –una de sus frases habituales–. Permíteme que te explique por qué me ha dado por esta tontería de la echadora de cartas.

–Es igual, no tienes que justificarte.

–Pero es que quiero, así que te jodes y me escuchas –se notaba que habíamos dado el asunto por solucionado y yo pensé, como tantas otras veces, que debía aprender de mi amigo a perdonar con más rapidez y generosidad–.Tú no crees en que se pueda adivinar el futuro, ¿verdad?

–Por supuesto que no.

–¿Y si te digo que el 12 de agosto habrá un eclipse parcial de luna?¿Y si veo un cazo con agua al fuego y te digo que el agua se pondrá a hervir? ¿Y si el hombre del tiempo te dice que mañana va a llover? –me preguntó.

–Pues entonces sabría que no lloverá –bromeé.

–No, en serio, la mayoría de la gente niega la posibilidad de saber lo que va a pasar con las personas en el futuro y sin embargo admite que podamos saber lo que pasa con la naturaleza. ¿Te imaginas lo que pensarían en la Edad Media de alguien que predijera con exactitud y con varios días de antelación que va a llover o que el viento soplará con una fuerza y en una dirección determinada? Habría acabado en la hoguera, sin duda –empezaba a entender por dónde quería ir–. Si tienes los elementos apropiados, todo sigue una lógica, la de la física y la química.

–¡Pero los hombres no somos sólo física y química! –aseguré.

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–Desde luego que no, ¡¡¡sólo somos química!!! –rechistó.

Una vez rebajada la tensión decidimos salir a cenar; él invitaba. Y luego podríamos ir a tomar una copa, me sugirió. Asustado por el recuerdo de la última vez que salimos de casa juntos, por su ataque de ansiedad, le pregunté directamente:

–¿Crees que estás en condiciones?

–Por supuesto –afirmó con seguridad–. Con química, claro. Ansiolíticos, antidepresivos y hasta un antibiótico. He descubierto que la amoxicilina combinada con sertralina me relaja enormemente.

–¿Y con esa bomba en el cuerpo vas a tomarte una copa? –no sé si le hablaba su amigo o su médico.

–Bueno, las que surjan… –mi cara reflejaba la preocupación–. Vaaale –aceptó–, me tomaré una tónica de mierda. Anda, vámonos ya a cenar, no me amargues la vida. Quiero hablarte del alcalde, supongo que habrás descifrado el superdifícil mensaje en clave que nos dejó.

–Pues… la verdad es que no –admití.

–Joder, trae aquí, hombre –fui a mi cuarto a por aquel papel y se lo entregué justo después de volver a leer aquella extraña frase: “toneser zadomen, doto taes en el drocua de tianbasse teriaru. Le gorue cioncredis”–. Anda, Santi, léelo al revés, está escrito al revés.

–resenot nemodaz… –empecé–. Sigue sin tener sentido. ¿Hay que darle un valor numérico a las letras o algo de eso?

–No, hombre, no. Es mucho más simple. Lee las sílabas al revés, las sílabas completas.

Todavía me costó un poco, pero gracias a sus indicaciones en un par de minutos tenía la frase completa: “Ernesto Mendoza, todo está en el cuadro de Sebastián Uriarte. Le ruego discreción”. Y a continuación, por pura curiosidad, hice lo mismo con la otra hoja en la que el alcalde había escrito de aquella manera:

“Mama, bocaa de tarma a un brehom. Sepu un llochicu en su chope. Se lo vecla, rahoa taes tomuer. Mama, la davi bacaa de zarpeem. Rope rahoa me goten que ir y lojarde doto. Mama, mi ciontenin no rae tecerha rarllo. Si no ytoes de tavuel nañama a taes raho, guesi telandea, guesi telandea moco si temenalre dana setaporim. No te corezme, mama, mi temen taes dadripo, mi zonraco taes dozatrodes. Se lizfe. Te sequi.” Tras unos minutos de trabajo, la solución quedó así: “Mamá, acabo de matar a un hombre. Puse un cuchillo en su pecho. Se lo clavé, ahora está muerto. Mamá, la vida acaba de empezar. Pero ahora me tengo que ir y dejarlo todo. Mama, mi intención no era hacerte llorar. Si no estoy de vuelta mañana a esta hora, sigue adelante, sigue adelante como si realmente nada importase. No te merezco, mamá, mi mente está podrida, mi corazón está destrozado. Sé feliz. Te quise”.

–Dios mío, Ernesto, ¿sabes lo que es esto? –le pregunté al darme cuenta.

–Una romántica confesión, ¿no te parece? Imagino que mamá es su mujer.

–Es Bohemian Rhapsody, la canción de Queen, al menos una parte –y Mendoza localizó enseguida en su ordenador ese tema y lo escuchamos juntos; yo le iba traduciendo la parte a la que me refería mientras Ernesto leía la nota del alcalde; era prácticamente idéntica excepto porque se había sustituido una pistola por un cuchillo y porque el alcalde introdujo algo más personal al final, la última línea. El resto había sido tomado de quizás la mejor canción de quizás uno de los mejores grupos de música de la historia con el cantante quizás más representado mundialmente como icono homosexual.

–Ya tenemos claro que el alcalde dice que mató a Blasco y que tenía intención de suicidarse –recordó Ernesto–, pero o bien tuvo ayuda o bien no consiguió su propósito y alguien se le adelantó, porque hay un detalle fundamental que hace complicado el suicidio: ¿dónde está el arma? No apareció en los alrededores.

–Es cierto –musité–, y esas cosas no suelen evaporarse ni tienen patas para irse solitas.

–Podría ser, claro, sí, sí… –pareció hablar para sí–, y los anónimos podrían ser… –hojeó algunos papeles que tenía por encima, releyó algunas líneas y concluyó con una sonrisa serena– Ya lo tengo, Santi. El caso está cerrado. El alcalde mató a Blasco por desamor y después se suicidó. Iremos a su casa a buscar algo que nos ha dejado en un cuadro de Uriarte Sebastián y acabaremos con los pequeños flecos que quedan por cerrar.

Al día siguiente, cuando nos disponíamos a salir para buscar el mensaje que el alcalde nos había dejado en su casa, descubrí en el buzón un nuevo anónimo con amenazas a Mendoza.

–No te preocupes, Santi –me dijo cuando se lo enseñé–. El caso está cerrado y el asesino está muerto.

Un par de horas después celebramos el final del caso de la madeja enmarañada en una terraza de la calle Santa Engracia. Brindamos por la extraña inteligencia del alcalde, que describía en una detallada carta las motivaciones y la metodología de los dos asesinatos y se despedía con un deseo sincero de que su mujer nunca conociera la verdad.

La próxima semana publicaremos la carta que el alcalde dejó a Mendoza con todos los detalles sobre el caso. Y tras la lectura de la carta el propio Ernesto sugirió la banda sonora del epílogo de este caso: Sympathy for the devil. Estuve completamente de acuerdo, así que no habrá votaciones en este desenlace. Y hablando de música, me remito al título de la última entrada de nuestro vecino blog Melofilia: “Todas las mañanas del mundo son un camino sin retorno”. Porque mi último camino sin retorno comenzó aquella mañana en que por fin me despreocupé y tiré la casa por la ventana y uní mi destino al de este hombre extraordinario que se llama Ernesto Mendoza. Pero mañana por la mañana comenzará otro camino sin retorno y lo único que espero es contar con un puñado de amigos que me acompañen cuando tome el camino equivocado, y no llegar a sentirme nunca tan solo como el asesino del caso de la madeja enmarañada.