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Azores, ¡¡¡ballena a la vista!!!

La capital política de las Azores se sitúa en Horta, capital de Faial, la isla más septentrional del grupo central. Es una ciudad pequeña, bien conocida por marinos de todo el mundo, parada obligada para todos los aventureros que cruzan el Atlántico desde América, lugar donde reponer aparejos, cargar agua y combustible y, como no, visitar el Peter Sport Cafe (dice la tradición que la tripulación que no dibuja en el pantalán del puerto el nombre del barco corre el riesgo de no llegar a su destino).

Frente a Faial, a media hora en ferry, se recorta en el cielo el Pico que, con 2.351 metros, es el punto más alto de Portugal. Un hermoso volcán cónico de perfecta simetría que da nombre a la isla. A 20 km al norte de Pico emerge San Jorge. Vista desde el Oeste, la isla parece una aguja, un simple peñón; con 65 km de largo y de 4 a 6 km de ancho. La llaman la “Suiza de las Azores”, con prados de montaña salpicados de vacas frisonas que mueren en las grandes paredes verticales de los acantilados que bordean la isla.

Moby Dick

En la segunda mitad del siglo XVIII, los barcos balleneros americanos e ingleses comienzan a recalar en Azores para aprovisionar sus barcos de agua fresca, alimentos y renovar las tripulaciones. Así se cuenta en Moby Dick: “Un no pequeño número de balleneros procedía de Azores, donde frecuentemente los barcos de Nantucket echaban ancla para completar con rudos campesinos de esas islas rocosas sus tripulaciones”.

A mediados del XIX, muchos capitanes de balleneros americanos eran naturales del archipiélado. Con su regreso, envueltos en prestigio y fama, iniciarán las primeras tentativas para introducir de forma sedentaria la caza artesanal de la ballena. Inicialmente, las barcas balleneras estaban adaptadas a las técnicas de pesca americanas, pero gradualmente se fueron introduciendo en los pequeños astilleros cambios en sus formas: más alargadas, con mástil robusto, más apropiadas para el tipo de mar y olas.

En busca de cachalotes

En zonas de gran visibilidad, junto a la costa, fueron surgiendo pequeños abrigos, donde los vigías, hombres de vista aguda, peinaban con binoculares el horizonte en busca de cachalotes. En tierra, el animal era despedazado y su grasa fundida en grandes calderos.

En 1987 fue arponeado el último cachalote en Pico, un museo construido un año más tarde en el lugar donde se guardaban las balleneras proyecta la filmación de la última caza llevada a cabo en Azores.

La pesca de la ballena como fuente de ingresos ha sido sustituida en la última década por una nueva actividad económica, que busca, más acorde con los tiempos modernos, un mejor conocimiento de la naturaleza. Navegar por el mar al encuentro inesperado de un grupo de delfines, el soplido de una ballena, recreándose con la brisa o el salto de un despistado pez volador y el vuelo rasante de pardelas y petreles.

Azul, espuma y vapor

Desde la torre vigía situada en el brezal de San Roque, la voz de José llega a través de la emisora de radio rompiendo el silencio: ¡¡¡BALEIA FORA!!! Antonio, el patrón de la zodiac, saca de un golpe de muñeca los cien caballos del motor fueraborda. Un cachalote adulto pasa en la superficie, oxigenándose, entre diez y quince minutos hasta la siguiente inmersión, que durará cuarenta y cinco; el encuentro hacia el último leviatán da comienzo: saltos de más de dos metros entre cresta y seno de ola. Hay que agarrarse muy bien, sujetar el equipo, guardar el equilibrio para no salir despedido y, a lo lejos, entre la espuma del mar, el inconfundible surtidor ligeramente inclinado del cachalote se dibuja en el horizonte.

A pocos metros, el motor se para y el acercamiento, sigiloso por la parte posterior del animal para dejar una vía de salida; cincuenta metros es la distancia adecuada para no atosigar y evitar que se asuste. Con cada respiración, dos metros de vapor de agua se eleva hacia el cielo y, poco a poco, la secuencia, mil veces repetida de inmersión: primero el animal se estira y desaparece, luego la giba y la cabeza vuelven aparecer y comienza a arquear su dorso, con el dorso muy fuera y la giba deja ver con claridad gran parte de su lomo, alcanzando una verticalidad perfecta, la mano de Dios se alza para luego caer y desaparecer en el gran azul.