En el retrato ampliado de la pantalla también era inconfundible por el sombrero, siempre en equilibrio inestable. Por sus pantalones a medio caer, como un edificio en ruinas. Por sus ojos de pícaro. Por su modo de abrir y cerrar la cremallera de los gestos.

En aquellas noches de sesión continua de risa se le reconocía porque, en el momento verdaderamente momentáneo que recogía el fotograma, parecía dispuesto a renunciar a su parte para agarrar la del otro. Porque, dependiendo del ángulo desde el que se mirara la fotografía, parecía hablar mucho para no decir nada o hablar poco para decir mucho.

Porque parecía dispuesto a mantener un diálogo con Kant acerca de dónde está el detalle, que, para él, no era lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.

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