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Settecento Veneziano: de la laguna al Guadalquivir

del Museo Capodimonte y la Colección Terruzzi, todas ellas firmadas por pintores como Antonio Balestra, Gian Antonio Pellegrini, Sebastiano y Marco Ricci, Luca Carlevaris, Jacopo Amigoni, Antonio Canaletto, Francesco Guardi o Bernardo Belloto.

El siglo XVIII, Settecento en Italia, se presenta como un período capital para entender algunos de los modelos que definen la identidad de la pintura occidental. Modelos sujetos a distintos hechos no siempre fáciles de acotar, pues tradicionalmente se acogen al sustantivo de “cambio” que concuerda apropiadamente con un siglo lleno de ambivalencias, velocidades y necesidades. Factores, todos ellos, definidos por el nacimiento de la ciencia y el pensamiento modernos y configurados a través del arte, fenómeno que no sólo por aquel entonces empezó a gozar de las ventajas de quedar expuesto al uso y disfrute del gran público, sino que cumplió su labor de peritaje de una época, esto es, de crónica de todo esto que venimos perfilando.

Italia, foco receptor de pintura

Si la palabra “debate”, en sus múltiples acepciones, siempre hubo de estar ligada al arte, en el siglo XVIII arremetió aún con más fuerza. Artistas y creadores fueron por primera vez cuestionados acerca de su especificidad dentro de un mundo cada vez más  racionalizado y estructurado, algo que quedó patente tanto en las nuevas academias de pintura como en los nuevos polos artísticos.

Ya no se hablaba tanto de Italia como foco emisor de pintura, sino como receptor de viajeros atrapados por el furor y la moda del Grand Tour. Viajes de aprendizaje y de toma de contacto con los maestros clásicos del Renacimiento que convirtieron a Venecia en un fetiche, en emblema de obligado peregrinaje cuya nota crucial estribaba en algo tan importante como era la “impresión” producida por la ciudad o, lo que es lo mismo, en decir y publicar que allí se había estado.

Ir a Italia y, concretamente, a Venecia, era navegar por la superficie de todos esos debates, connotación en ningún momento peyorativa, pues quedarse en esa superficie no era otra cosa que ser fiel al espíritu mismo de aquel lugar de Italia y, como no, a la estética que es, en definitiva, lo que en última instancia ha de definir el arte.

Tomar partido

Y, precisamente, dentro de aquel cruce de modos de ver, jugaron un indiscutible papel todos estos pintores que, aún atentos a satisfacer todas aquellas demandas de la moda, tuvieron tiempo para tomar partido y pincel en los nuevos caminos que parecían abrirse en la pintura.

Mientras géneros mayores como la historia o la mitología seguían interesando, tomaron protagonismo otros como el retrato o el paisaje que, hasta entonces, habían gozado de menos fama. En el caso veneciano, destacaron los famosos vedutisti (vedutistas, tomadores de vistas) como Luca Carlevaris, Antonio Canaletto, Michelangelo Marieschi o Bernardo Belloto, todos ellos con personalísimos y matizables estilos y encargados de ofrecer a los viajeros (sus principales compradores) una imagen de Venecia. Imagen que cada vez iba siendo más reiterativa pero que, por el contrario, reinventaba su propio mito, ya que iba desdibujando y prescindiendo cada vez más del viejo sentido icónico como ciudad de San Marcos para penetrar en el mito, seguramente más “real”, de la ciudad del agua y los espejos. Ciudad del color y las ambivalencias de luz, “pozo de la pintura”, parafraseando a Ramón Gaya, que terminaba por ser consecuente con su propia simbología circunscrita a su única leyenda verdadera: la leyenda del ojo que mira.

Mirada de lejanía y proximidad

De todo ese universo veneciano de tratantes y mercaderes usureros, teatral y ambivalente, cada vez más alejado del tópico, dio testimonio precisamente un ilustrado español, Leandro Fernández de Moratín, quien tras desembarcar en el Lido en octubre de 1794 dejó escritas algunas palabras a cerca de la “otra” Venecia y sus calles llenas de harapienta chusma “con espantoso rostro, que no se les puede ver sin asco y horror”.

Quizá por ello, la mirada de estos pintores husmeaba desde las azoteas de Rialto o, por eso, precisamente, un pintor como Pietro Longhi, heredero del costumbrismo holandés, puso su ojo en los interiores domésticos. Por ello, quizá, la mirada veneciana del siglo XVIII es de lejanía o de extrema proximidad tal y como evidencia este pintor.

Pero, sin duda, el Setecientos en Venecia precipita un nuevo capítulo en la historia del gusto y la crítica de arte, pues tiene lugar dentro de la peligrosa aventura siempre discutida del Rococó, término anudado en pleno corazón del silgo XVIII sin el que, paradójicamente, pueden entenderse ciertas fórmulas de los otros dos estilos a los que “toca” y de los que, en definitiva, puede depender para su total abolición o consagración. Tales estilos son el Barroco y el Neoclasicismo.

La pintura anterior y posterior a 1750 estuvo, por todo ello, estrechamente vinculada con el principal elemento discusivo de la incipiente crítica de arte, es decir, con los textos de estética. Pensadores como Locke, Shaftesbury, Dubos, Diderot o Vico (entre otros) dieron testimonio de las fluctuaciones de gusto que por aquel entonces asolaban el mercado del arte. Un mercado polarizado en dos corrientes, una ligada más a la fantasía y juego del Barroco y otra más asociada con la mirada al pasado y la recuperación de lo severo.

Sendas maneras de decir, en definitiva, que el coleccionismo empezaba a estar cada vez más estratificado, como más estratificados y enfrentados empezaban a estar algunos de sus artífices que, en muchos casos y de manera errónea, creían estar muy seguros de su capacidad para dirigir a los artistas y moldear el gusto a su manera. Algo que no siempre salió bien y, cómo no, fue objeto de acaloradas charlas. Esta exposición no da respuesta, por razones obvias, a tales problemas, pero sí discute desde las magníficas obras que exhibe con su propio valor cultural e institucional.

Diversidad de opciones

La Academia de San Fernando llegó a plantearse avanzado el Setecientos (ante la masiva llegada de aristócratas y aficionados al mundo de la especulación artística) si las Bellas Artes debían o no “pertenecer” a la esfera de los creadores o al mundo de sus consumidores. Hecho que, no olvidemos, llevó a Anton Rafael Mengs, máximo representante de la idea de “academia”, a alejarse de la institución… El caso de Venecia y España abriría otro apartado de interés marcado por la llegada de Giambattista Tiepolo a Madrid en 1762, quien atraído por el rey Carlos III pasará sus  últimos nueve años de vida pintando los frescos del Salón del Trono del nuevo Palacio Real. Su estética tardo-barroca se opondrá también al gusto Neoclásico de un Mengs que, al no contar con el favor del nuevo rey, será protegido por el confesor Joaquín de Eleta.

Diversidad de opciones, en fin, trasunto de todo aquello que irradia desde los nuevos focos artísticos que, siempre, rescataron algo de Venecia, porque “siempre” quedaron seducidos por la estela de los Bellini, Lorenzo Lotto, Giorgione, Tiziano y Tintoretto, en definitiva, los verdaderos dioses de toda esta historia.

 

Sevilla. El Settecento Veneziano. Del Barroco al Neoclasicismo. Museo de Bellas Artes.

Hasta el 13 de septiembre de 2009.

Comisaria: Annalisa Scarpa.