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África

Primero Pimalú vio un destello. Lejos. Atrás de la segunda rompiente que bien podría haber sido el reflejo del sol sobre la espuma blanca de las olas. La luz pareció hundirse en el mar como un cometa, para volver a emerger, más cerca y con más cuerpo, acercándose a toda velocidad. Por un instante pensó advertir a los padres del trompo ―un plato volador, un delfín―; pero supo que quitarle la vista equivaldría a perderlo para siempre. El trompo o lo que fuere rebotó tres o cuatro veces sobre el agua, y siempre girando aterrizó en la arena. Había perdido velocidad, pero todavía avanzaba en dirección a ella: encalló en la fracción de playa seca, levantando arena y marcando las coordenadas.

Los padres seguían conversando, sentados en las reposeras; el padre bajo la sombrilla y la madre asándose a pleno sol. Los anteojos negros puesto. No quiso seguir mirándolos. La concentración de Pimalú persistía, de lleno, en el punto de impacto. Un grupo de chicos merodeaba con la pelota y tuvo miedo. Empezó a correr; cuando estaba por llegar escuchó el grito del padre. Si entonces Pimalú se detuvo no fue precisamente por la advertencia. El padre caminaba hacia ella, que ya se había agachado dando la espalada a la línea de sombrillas. Algo había ahí abajo, semienterrado en la arena. Una forma ovoide. Chata. Negra.

―Te dijimos mil veces que en la playa, sola, no.

Pimalú estuvo a punto de explicarse, pero enseguida desistió. Tenía la piedra en la mano, a la vista, y tal vez por eso el padre no sospechó.

Qué habría del otro lado del mar. Eso pensaba Pimalú, sentada en la arena húmeda, las piernas abiertas de frente al mar que enfurecía ante ella. Desde su lugar no se veía más que agua. La piedra, sin embargo, era tan extraña que pronto su dueño vendría a reclamarla. En la playa, hacía rato, se había perdido un chico y lo estaban buscando. Pero, al parecer, nadie buscaba una piedra. El sol, entretanto, se hundía, rojo, detrás de los edificios. El horizonte se cubría de penumbras cuando el padre se acercó a buscarla.

Fue en la cena que Pimalú preguntó.

―África ―dijo el padre.

―Australia ―dijo la madre.

―Pero más cerca está África ―dijo el padre mirando a la madre.

―Pero más derecho está Australia ―dijo la madre.

Los dos se trenzaron en una discusión que Pimalú dejó de escuchar. África sonaba bien. Y Australia también. Pero si África estaba más cerca, era probable que la piedra hubiera llegado desde ahí. A quién se le podía ocurrir que hubiera llegado desde Australia. Antes se habría hundido.

Esa noche soñó con África. Una costa acantilada que desgranaba sobre la arena una avalancha de piedras como la suya (escondida, ahora, bajo la almohada). Una playa repleta de chicos que se pasaban el día tirando piedras al mar. Un prueba de fuerza, a ver quién la aterrizaba del otro lado. Pero claro: la pregunta obligada al despertar. Cómo se enteraría Félix (el nombre, según le parecía, lo había traído del sueño), que su piedra, después de tanto rebotar, había llegado a estas playas.

Cuando el padre terminó de clavar y abrió la sombrilla, la madre ya se había tirado al sol en la reposera. Los anteojos negros puestos. Alguien, en la zona de las carpas comentaba en voz alta que pretendía ser discreta el caso del chiquito de ayer. Según decían, no había aparecido. Pimalú agarró al padre de una mano y lo llevó, bajo protestas, hasta el borde del agua. El mar entraba y salía, pero en cada llegada invadía, con más fuerza, franjas de arena seca. No hacía frío pero el padre siempre tenía frío. Igual no hizo falta que persistiera en la negativa. Pimalú le dio la piedra y le pidió que la tirara. El padre entendió las instrucciones recibidas. La piedra orbitó sobre su eje alejándose de la costa y rebotó una. Dos. Tres veces sobre el agua hasta convertirse en un destello dorado que bien podría haber sido el reflejo del sol sobre la espuma blanca de las olas, que el padre vio hundirse y Pimalú no: Pimalú la vio alejarse más allá de la segunda rompiente.

Después del almuerzo, Pimalú se durmió sobre una lona, bajo la sombrilla. Había poca gente esa tarde en la playa. La noticia del chico desaparecido tal vez había influido en el ánimo y las familias habrían preferido tomarse el día para quedarse en las casas, descansar de los sofocones del verano, aprovechar un paseo al centro o hacer compras. Pero a medida que se despertaba, a medida que Pimalú volvía, otra vez, de África, el tránsito hasta estas costas se llenaba de nuevo del nombre Félix. Muchas voces, de hombres y mujeres decían ese nombre. La voz que finalmente la terminó de despertar fue la del padre. También había dicho la palabra Félix. Y después: pobrecito. Pimalú pensó en la piedra que todavía estaría viajando. Pensó en Félix y lo imaginó esperando, parado, bajo el sol de África, la piedra como un búmeran desde el otro lado del mar.

El sol se hundía detrás de los edificios y el horizonte se cubría de penumbras cuando un puñado de gente al principio, y una muchedumbre después, formó un semicírculo cerca de la escollera. Los guardavidas se habían acercado al trote y, al rato, un patrulla de policías puso un poco de orden. Pimalú quiso ir pero el padre la agarró de un hombro.

―En la playa, sola, no.

La madre se había levantado de la reposera y miraba hacia el lugar de la reunión: una mano sobre el pecho, mordiéndose un labio. Los anteojos en la cabeza y la otra mano haciendo visera encima de los ojos. De nuevo la playa se había llenado de esa palabra: Félix; pero en el fondo alguien lloraba. Alguien, en el fondo de la letanía, gritaba el nombre de su amigo.

Con un movimiento del hombro, Pimalú soltó la mano del padre, que también miraba hacia la escollera, y avanzó unos pasos. Pocos pasos que no merecieron reproche. Al parecer nadie lo veía. Primero había sido un destello, lejos, atrás de la segunda rompiente. Un cometa acercándose a velocidad crucero y después otro, más cerca y con más cuerpo, y otro más y tantos, que trazaron y acercaron, entre cientos, al alcance de la mano la línea del horizonte. Ahí estaba, al fin de cuentas, África. Del otro lado, visible y sonriente, Félix. La marea traía, en hordas de luces rompiendo en la arena, un sinfín de piedras negras.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022