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Amén

A mamá se le nubló la mente en mi octavo mes de gestación. Estaba calibrando el tamaño de su vientre ante el espejo cuando el azogue devolvió la imagen de otra mujer, embarazada como ella, pero con el pelo tan rojo como el bronce que la enmarcaba. Arrojó el cristal y el juicio contra el suelo y nunca más se reparó, ni lo uno ni lo otro, pero ella siguió mirándose en el vano, cepillándose el cabello, delineando labios y ojos con absoluta precisión, como si realmente se viera reflejada.

El mismo día del incidente mi madre rescató del desván sus libros de arte, desperezó a todas las mujeres pelirrojas que dormitaban entre párrafos de teoría, arrancó páginas y cubrió con ellas las paredes del cuarto de costura. No importaba si eran niñas, diosas o prostitutas, de todas imitaba poses, vestimentas y peinados. Escenas que para el resto de mortales eran fruto de la locura para mí eran gestos tan cotidianos como la higiene diaria, porque crecí siendo testigo de sus ensayos. Con horario y rigurosidad olímpica, posaba ante el supuesto espejo, subía mentón, giraba cuello… hasta lograr el mohín y pliegue exactos, entonces permanecía inmóvil el tiempo que sus músculos aguantaran o hasta que la abuela reclamara su presencia la cocina.

Un día era Venus de Botticelli, otro, la excitante musa irlandesa de Gustave Coubert y, al siguiente, niña descalza en las playas de Sorolla. Incluso participé con ella en una maternidad de Gustav Klimt cuando tenía seis añitos, me acurrucó junto a su pecho ejerciendo de niño o de niña, no lo sé. Posar con ella fue parirme desde el otro lado de la piel, aún percibo el olor a otoño roto y nuestros latidos acompasándose. Aún me late.

Cuando se adentró en la obra de Toulouse Lautrec todo cambió, una mañana de octubre amaneció desnuda, sentada sobre una sábana en el balcón que daba a la plaza, vestida únicamente por unas medias negras, a medio poner o a medio quitar y con el pelo recogido en un moño. Tenía las piernas abiertas y los codos apoyados en las rodillas. La abuela me cubrió los ojos con la mano mientras papá horrorizado la enfundó con la manta del sofá antes de llevarla hacia el dormitorio, tras la puerta se escucharon reproches seguidos de un silencio que precedieron al recital de sonidos aún desconocidos para mí en aquel momento. Mi padre me prohibió entrar en el cuarto de mamá justo cuando él se hizo asiduo. La abuela, escandalizada, recorría la casa hisopo en mano, esparciendo agua bendita, en un intento de fumigar la locura y la lujuria.

El día de Corpus Cristhi de hace cinco décadas fue decisivo en mi existencia: recibí la primera comunión. Tenía 8 años. En el pueblo se respiraba tensión primaveral, olía a balcones floridos, catecismo y humedad de sacristía. Don Mateo, el señor cura, reunió a madres y niños en el patio de la escuela y con afectados ademanes rogó austeridad en la indumentaria para recibir el cuerpo de Cristo. Mamá, toda sonrisa, fingía escuchar aquellas peroratas mientras vagaba por sus páramos de azogues pelirrojos. Cada uno representaba su papel, el cura aparentando beatitud y ella obediencia, según mandaban los cánones de la época. Mientras él esparcía rezos por la plaza con las manos a la espalda, ella cosía mi túnica, trenzaba el cordón de la cintura, me compró sandalias de cuero blanco, un crucifijo de madera y un misal con tapas de nácar. Cada tarde me colocaba ante el espejo inexistente en el que ella practicaba gestos y murmuraba con un alfiler en la boca — hay que subir un poco el dobladillo, ¿no crees?—  yo decía que sí, porque ya intuía que los espejos solo reflejan lo que uno desea ver. Y mi madre tenía visión lejana.

La noche del miércoles que precedió al Corpus se presentó cuajada de pesadillas, las tablas de la ley ardían bajo mis pies quemándome las plantas, rezos aullantes, pecados mortales y veniales me trepaban enroscados al tronco, culpable de malos pensamientos, culpable de la locura materna y el desdén paterno, imploraba perdón pero don Mateo no quería absolverme. Me ahogaba la culpa. Desperté gritando, tosiendo lágrimas y pecados enmarañados en la garganta. Mi madre trató de calmarme, —tengo una sorpresa para ti — me susurró al oído mientras amansaba los monstruos que posiblemente también habitaban sus noches. Apremió a la abuela para que se fuera a reservar el mejor banco de la iglesia, recolocó la solapa del traje de mi padre para que destacara en el grupo de machos alfa que solía congregarse a  la puerta del templo, y le observó mientras se alejaba caminando más erguido que nunca. Cuando la esquina del final de la calle tragó sus pasos, mamá se giró y me regaló una mirada que aún me sangra. Se había propuesto que aquel día nadie me robara protagonismo, que no se me olvidara jamás, ni a mí ni a nadie. Lo consiguió.

Desayuné poco porque los nervios me ocupaban gran parte del estómago y aún tenía que dejar sitio para el cuerpo de Cristo. Tras el baño y la revisión materna de rodillas, uñas  y orejas, llegó el momento de estrenar el hábito monacal, la tela se ajustó al cuerpo, el cordón a la cintura, el crucifijo al cuello, el misal me tiritaba entre las manos  —cierra los ojos— los cerré. Mamá me colocó algo alrededor de la frente y lo abrochó en la nuca, — ¡Qué bien te queda, resaltará esos ojazos verdes, ábrelos! — los abrí esperando ver una corona de espinas del agrado del señor cura, pero no, era una toca. Blanca. Una monjita de ocho años de piel pálida y ojos agrandados por el susto. Me contemplé ante el espejo imaginario, de frente, de lado, como se miraba mi madre cada mañana. El óvalo de bronce solo enmarcaba las flores del papel de la pared, pero juro que yo me vi, me acepté y me gusté por primera vez. 

Una temblona mano infantil anidando en otra firme recorrió los trescientos quince metros que separaban nuestra casa de la iglesia, fue el trayecto que me condujo hasta hoy. Para no pensar en lo que estaba a punto de ocurrir iba memorizando la coreografía de la entrada, mi sitio en la fila hasta llegar al reclinatorio sin tropezar, lo importante era sujetar el misal, la vela y el pánico. En los bordes de la palangana no sólo había dejado la suciedad de rodillas, orejas y uñas, también quedó cualquier sensación de culpa. Ya no necesitaba el perdón de nadie. 

Se abrieron los corrillos formados en los soportales, madres nerviosas relamiendo el pelo de niños disfrazados de marineritos, niñas princesas desobedeciendo a don Mateo y papá disertando en el centro del grupo de hombres, con sus puros, sus bastones, sus trajes de raya impecable, su… papá enrojeció. No fue capaz de acercarse, ni ese día ni nunca más. Mamá dudó si enfilarme con los niños o con las niñas, finalmente, para no dejar ningún esquema intacto, accedí al templo aferrado a la mujer triunfante que me exhibía con orgullo. Fui el niño más feliz del  mundo atravesando losetas frías como la vida misma, sobrias como mi traje de monja, duras como las miradas de los presentes. Lo superé amparado en la sonrisa oculta por el velo de tul negro y la supuesta locura materna. ¡Qué cuerdas estábamos las dos! 

Don Mateo alargó la mano hacia mi boca como si la acercara a las llamas del infierno, la retuvo vacilante en el aire, le reté con la mirada, horrorizado musitó:

—El cuerpo de Cristo… 

Más sobre el II Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la segunda edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 4.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluye el 7 de julio de 2021.

Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021

Cierre: el plazo concluyó el 7 de julio de 2021

Fallo: 6 de agosto de 2021. Modificado el 14 de julio. Nueva fecha para el fallo: 17 de agosto

Acto de entrega: 21 de agosto de 2021. Modificado el 14 de julio. Nueva fecha para el acto de entrega: 4 de septiembre

Nota de los organizadores publicada el 14 de julio: Dado el gran número de relatos recibidos durante las últimas semanas, que ha rebasado todas las estimaciones, se hace imprescindible modificar la fecha del fallo del premio y del acto de entrega para asegurar que el trabajo de valoración del Comité de Lectura pueda ser realizado en las mejores condiciones posibles y de esa forma garantizar la igualdad de oportunidades de todos los participantes. Muchas gracias por su comprensión.