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Apaños

Se había refugiado bajo la claraboya del tejado huyendo de los sermones de la tía Gelina. La anciana se levantaba entre quejas contra cada una de las obligaciones que el día le deparaba y que ella cumplía,  al precio de no cejar ni un solo momento en sus imprecaciones.

Nada le parecía bien a la vieja; a menudo recurría a una de sus leyes vitales: “Si yo no pongo orden aquí a ver quién va a hacerlo, a ti te pongo yo vergüenza”. Su concepto de la educación era simple: todo cuanto ella no mandara estaba mal y no había otro método que la negación continua, la regañina y la prohibición.

Mariana se dio cuenta de que estaba cubierta de suciedad, desde la trenza rubia arrollada a la cabeza hasta los pies, y el eco imaginado de la tía atronó en sus oídos. Habría que lavar la ropa: un espanto. Tendría que meterse en el baño y después habría que fregarlo: un drama. Y todo por un libro que se deshacía al tocarlo: una tragedia. No estaba de humor para aguantar el chaparrón de la tía.

Abrió el ventanuco, los hierros oxidados de la cerradura le mancharon más las manos sin oponer demasiada resistencia; colocó el tesoro de papel sobre las primeras tejas y aupándose sobre el armazón de una silla vieja logró salir y sentarse en el musgo. Por delante, la casa lucía en el primer piso una galería de madera labrada que atesoraba los rayos de sol del sureste; por detrás, el canalón casi rozaba la pila de leña y la techumbre de la cuadra que lindaba con los helechos del monte, nada que sus ágiles diecisiete años no pudieran superar.

Se sacudió todo el polvo que pudo, ya al aire libre. Los pantalones no importaban demasiado,  la tía odiaba tanto los vaqueros que ni siquiera se preocupaba de su estado. Lo peor eran las alpargatas, que no recuperarían el blanco ni en la lavadora. Decidió acercarse a la fuente para refrescarse la cara y las manos. Dejó el libro sobre una piedra plana y se deshizo la coleta para sacudirse, por lo menos, las telas de araña.

—Las xanas no se dejan ver hasta la madrugada.

—Bah, si los trasgos como tú tienen permiso, no veo porqué no han de salir ellas.

—Seguro que la tía Gelina no sabe dónde andas.

—Y a ti te importará mucho…

—No, si me das un beso.

—¡Con viento fresco, rapaz!

—Mira que me llamaste trasgo y ya sabes cómo nos las gastamos… sobre todo en noches como ésta. Ya preparan la foguera. ¿Vendrás? Tengo dos canciones nuevas.

—Contigo no. ¡Quita! ¡Si te acercas otro paso te echo la maldición! ¿No dijiste que soy una xana? Haz la prueba…

—Aquí al amanecer. A por la flor del agua, ¿quieres?

—Sí, que para ti voy a coger yo la flor del agua… ya puedes esperar sentado.

—Como si hubiera otro mejor para ti.

—Y aunque no lo hubiera.

Mariana recogió el viejo volumen con sumo cuidado. El mozo no intentó seguirla más que con unos ojos, intermedios entre el despecho y la codicia; dejaba que su corazón interpretara con más acierto la mirada intensa y prometedora de la mocita que sus palabras desdeñosas. La fuente se quedó sola y el chorro de agua pudo cantar en paz los conjuros de la mágica noche de San Juan, ya próxima, variándolos poco a poco a medida que las sombras cubrían el cielo de la tarde, mientras las hogueras se alzaban transmitiéndole al sol la fuerza necesaria para conservar su lugar álgido del año; y para que regresara después, al clarear lechoso del nuevo día, para invitar a las hadas a danzar libres, una vez vencidas las brujas de la noche y adormecidos los monstruos guardianes de las cuevas.

—¡A dónde vas tú!

—Ya tengo edad, tía.

—¡También tu madre la tuvo, y te trajo a ti en la barriga cuando volvió! ¡Ni  muerta te dejaré salir de esta casa! ¡Aún después de muerta me agarraré a la llave!

—Como si fueras un cuélebre, tía…

—Y peor, si fuera menester.

—¡A los quince ya van todas a la folixa! ¡Y no vuelven hasta recorrer todos los manantiales, todos los regatos…!

—¡Que son otros tiempo, tía!

—Ya lo creo… y cada día peores.

—¡Que me va a amanecer en casa! Tía, por favor, déjame salir…

—Desde la galería se ve. Y que sepas que la claraboya ya tiene candado.

La tía Gelina se volvió a su cuarto, rezongaba, farfullaba amenazas, mascullaba imprecaciones contra aquello cuanto alcanzaba a ver o a imaginar, contra el pasado y contra el presente, y sobre todo, contra el futuro con el que sabía que tenía que medirse.

La puerta cerrada, las verjas de las ventanas, sólidas, también el fuerte candado sujetaba la única escapatoria posible. La galería era la única abertura al exterior, pero demasiado alta, sin un arbusto que facilitara la bajada. Se sentó en el suelo de madera, con el libro sobre las rodillas. Se acordaba de lo que había leído arrebujada en su cama, no obstante, buscó la página para asegurarse de que nada se le olvidara. Se ayudó de una minúscula linterna, porque aunque la lejana claridad tras los montes presagiaba la aurora, aún reinaba la oscuridad. Fue y vino varias veces, con cuidado de evitar las maderas que crujían, los goznes que chirriaban. Si ella no podía salir, sería polen para el apetecido abejorro.

Colocó una mesita donde pudiera darle el sol en cuanto asomara y la cubrió con un paño color de rosa. En el centro, el bol de cristal en el que mezcló, contadas con mucho cuidado las gotas, los tres aceites aromáticos  prescritos. Se ungió la nuca, detrás de las orejas, los tobillos y las palmas de las manos, según las prescripciones ceremoniales. Colocó las tres velas verdes con las que formó un perfecto triángulo alrededor del cuenco sagrado y también las untó con devoción antes de encenderlas. Consideró que la atmósfera era la idónea, se colocó ante la verdosa luz que emitían las velas, con el mágico manual a la vista, y emulando a la tía Gelina, empezó a murmurar la pagana plegaria de la receta.

Tal vez algún duende que descansara sobre el corredor, de las andanzas de tan singular noche, pudiera atrapar alguna palabra y comprendiera la invocación a la diosa Venus que habría de guiar al galán enamorado hasta quién con tanta intensidad lo requería y por hacer, quizá, la primera obra buena del solsticio, corriera hasta él sirviéndole de guía. Se repetía la oración, se saturaba el aire de vapores, se reflejaban en los cristales las llamas verdes que oscilaban, voluptuosas, frente al primer rayo solar que emergía de la cuna del mundo.

El doncel se acercó cauteloso a la casa solariega de las afueras del pueblo. La luz misteriosa y danzarina de los miradores, sobre el porche, le atrajeron como a cualquier mariposa hipnotizada por un resplandor. Justo al lado de la cristalera, se apoyaba la escalera del pajar, curioso olvido. Fácil fue colocarla y ascender, y más fácil, con ayuda interior, atravesar la ventana y cual mancebo medieval, embozado, agasajar a la dama conseguida.

—Se supone que la flor del agua la cogemos las chicas. Qué detalle, una rosa.

—También las tradiciones se pueden cambiar…

—¡Goyito! ¿Qué diablos haces tú aquí?

—¿Y a quién esperabas que no fuera quien te adora? Ven aquí, ven… Son arreglos de San Xuan, Mariana, él acierta. Ven… así… aquí…

Y la rosa roja apenas abierta, la primera que fuera mojada en el cristal de la fuente en aquella madrugada, descansó sobre el rosado paño, entre las velas cuya luminosidad ya no competía con la claridad del alba.

La tía Gelina escondía muecas de complicidad mientras recogía cosas extrañas de su mesilla y las guardaba en el arcón del cuarto: una vela celeste ya apagada, las cenizas de un papel y una hoja de hiedra envueltas en otro papel de un blanco purísimo, atado con una cinta de bramante y cinco nudos, algún frasquito que comprobó que quedara bien cerrado… 

—Y ahora cuidado con el envoltorio, hay que enterrarlo debajo del roble durante la mañana. Menos mal que me acordaba de memoria, tengo que buscar el libro, a saber dónde andará. Y ya verás como con los años me lo agradeces, Mariana, que mira tú si se va a poder comparar al hijo de don Gregorio con el pelamangos ese de la guitarra…  Si me hubiera andado lista con tu madre…

Y así fue como Mariana llegó a regentar la panadería del pueblo, que con los años se convirtió en la mejor confitería del valle, bajo la complacida mirada del espíritu de su tía abuela.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de Apaños, quincuagésimo cuento seleccionado.

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