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Claypole

Cosa de locos, porque ustedes díganme, en qué puede influir lo que haga un hincha de la primera B. Nada, cero. Y, sin embargo, después de aquello lo conoció todo el mundo, algo impensado para un hincha raso, que encima era mudo.

¿Dije hincha? El Rufi no era un hincha. ¿Dije mudo? Nah.

Le gustaba el fútbol, el temblor de las bombas de estruendo y los gritos de gol, pongamos, el olor a sobaco de los agitadores de banderas, la grasa calcinada de unos cuantos chorizos y el humito aceitoso a la salida de la cancha. Puras suposiciones entre tantos. Ahí nadie sabía realmente nada de nadie.

Lo únicos que lo conocían un poco más eran los chiquilines, le tenían una adoración enorme; se desenvolvía bien jugando con los hijos de los barrabravas cuando los pibes todavía no estaban en edad de putear al árbitro o colgarse de los alambrados. Después crecían y el Rufi ya se iba con otros más chicos. Era buen tipo el Rufi, una vez cayó a la cancha con una caja enorme llena de empanadas y las fue repartiendo entre todos, de macanudo nomás lo hizo.

Por eso cuando se cambiaba de cuadro todos lo lamentábamos. Uh, ahí se le salió la cadena al Rufi, empezaba a decir alguno. Era ya muy tarde para retenerlo. Se había ido al otro lado y hacía fuerza por el otro equipo y las mismas cosas con ellos que cuando nos quería a nosotros.

No había manera de entenderlo a veces. Te podía abandonar a dos puntos del campeonato y días después lo veías metiéndole huevos al más rezagado de la tabla. Flor de loco, el Rufi.

Recuerdo unos meses… el Claypole estaba en su peor momento. Los veías jugar y lo único que querías era putearles a la vieja. Los otros te metían seis en el primer tiempo, cuatro, no lo remontabas más.

Entonces le prestábamos atención al Rufi para ver si ese día se iba y apostábamos de palabra entre los demás hinchas para entretenernos o calmarnos la furia entre todos. Hoy se va, hoy se queda, hoy se va y después vuelve.

Era más entretenido eso que seguirles el juego a los burros del Claypole, manga de jirafas sin coordinación, manga de mamarrachos que no la veían ni doblada, salvo cuando hacían un gol en contra. Pelotudos.

Digo gol en contra porque fue justamente un gol en contra lo que hizo que empezáramos a entender un poco más al Rufi y su simpatía por los rivales.

Recuerdo que después del 7 a 1 del primer tiempo vino el 8 a 1 y alguien dijo:

—No vengo más; a cagar se van, y que me perdone mi viejo, que en paz descanse. ¡Andate a tu casa, Chamorro, la concha de tu madre! —se puso a gritar un gordo contra un mediocampista bastante veterano del Claypole que andaría ya por los cuarentaidós.

Tuve un pensamiento, y fue que si todos dejábamos de ir, el Claypole acabaría jugando solo, como en los entrenamientos. Sería cuestión de meses. O semanas incluso. La presidencia primero vendería las sillas a otro club, después las redes, los arcos, el pasto, y por fin los jugadores cambiarían sus botines por plata o por un regalo para una novia de años.

Observé con ojos de despedida la bandera humilde pero gloriosa que nos había acompañado tanto tiempo y creo que aquel día tuve ganas de entristecerme hasta perder la conciencia. Es espantoso aceptar que tu equipo es eso que está ahí –moribundo– y que ya no hay nada juntos, que tu club de toda la vida podría servir para otra cosa, para hospital, hogar de ancianos o biblioteca, lugares, estos tres, donde nunca ha entrado una pelota.

Fue entonces cuando le conocimos la voz al Rufi y supimos que había dejado de ser mudo de repente o que durante todo este tiempo en realidad se había hecho el mudo.

Tenía un timbre de brujo o de extraterrestre agónico y quizás una memoria pobrísima. En todos esos años no se había aprendido la letra de una sola canción de hinchada o le daba exactamente lo mismo.

Cantaba a todo pulmón y con la mirada extraviada de los ciegos:

—Si no canto lo que siento, me voy a morir por dentro…

Ya el humo de chorizos recalentados empezaba a soplar desde la calle y nos envolvía la ropa, el pelo y el hambre.

Nos daba risa cantar eso que era mucho más musical que futbolístico y que no incluía puteadas, pero igual lo acompañamos un poco. Se lo merecía el Rufi y, sobre todo, se lo recontra merecían los burros del Claypole, que corrían menos que un asmático. Alguien de nuestra hinchada lo explicaría mucho mejor un minuto después, al gritar contra aquel equipo lastimoso de cadáveres sin su tumba:

—Ya ni te cantan a vos, Claypole, sos tristísimo…

Y vino enseguida el 9 a 1. Silbato.

Se sumaron otros y ya fuimos unos cuantos cantando con todo el cuerpo y el olor a chivo:

—Si no canto lo que siento, me voy a morir por dentro… he de gritarle a los vientos hasta  reventar —nos fuimos animando dirigidos secretamente por el Rufi, que tenía una voz disonante, como de cocodrilo atragantado y esa mirada napoleónica en su entonación, a tantos años luz de aquel día.

Después terminó el partido, terminó y nos dejó yo no sé muy bien dónde. Vino el siguiente. Y seguimos perdiendo. Y como seguimos perdiendo en el fondo nos gustó más, porque entonces ya no íbamos a verlos a ellos, a los vergonzosos, ya no íbamos al zoológico de pata sucias, a ver cómo el Claypole hacía exactamente nada por salvarse. Estaban entregados a un fin previsto.

Así que ahora jugábamos al Rufi. Adoptó el hábito de dirigirnos abiertamente con una rama que hacía de batuta, y se trajo gente, gente del otro lado se trajo, mucha gente. Nos dijo:

—Son los sopranos. Son los buenos.

Y esta es la historia de cómo el Rufi Sandoval se convirtió en el primer director coral de hinchada y en el primer director coral de hinchada que transformó un estadio de fútbol en un centro de expresión contemporánea.

El Claypole nunca nos fue a ver, pasaron los años, tantísimos años y nunca nadie ni cerca. Solo una vez en Navidad alguien dijo que vio a Chamorro entre el público, tan viejo que hasta le temblaban las manos.

Y por las dudas cantamos una para él.

Para él y para el estadio que nos habían regalado sus piernas inútiles.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de Claypole, vigésimo quinto cuento seleccionado.

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