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Cromatismo de una obsesión

Imaginaba cómo lograr la mezcla de colores en la paleta que diera como resultado el liliáceo de esas nubes bajas que veía en el horizonte, a través de la luna delantera del coche, mientras conducía hacia el trabajo: un pellizco de Laca Carmín, con un micro punto de Azul Ultramar claro y media pizca de Blanco Mir.

Al mediodía, antes de entrar de nuevo a la oficina, bocetaba los trazos en carboncillo que luego colorearía con combinaciones cromáticas infinitas.

Cavilaba con los tonos que usaría para las lilas que empezaban a brotar en los huertos y corrales, o en alguna esquina de las granjas de cerdos abandonadas: Violeta Permanente y Violeta Cobalto con una puntada de Blanco de Zinc y Verde Veronés para los tallos.

Cuando se enfrentaba al lienzo virgen, la emoción unida con la inquietud era máxima. Emoción por la aventura que comenzaba. Inquietud por si el resultado no era el esperado, por si los colores vertidos en el lienzo no eran los que la esclavitud de su imaginación le imponía reproducir.

La mejor parte, la del pigmento. Aplicar esas mezclas variadas, surgidas del cálculo, la intuición y la casualidad. En ocasiones, tonos irrepetibles se creaban para no reproducirse jamás.

Vio en un documental de la tele que la sufragista Mary Richardson mutiló La Venus del espejo de Velázquez en 1910. Lo hizo desgarrando la tela del cuadro a cuchilladas en la National Gallery de Londres. Este acontecimiento la inspiró en su siguiente óleo. Pintó una mujer desnuda de carnes rosadas, conseguidas con una aleación de Rosa Siena y Amarillo Nápoles, recostada y de espaldas al espectador, con un gran culo blanco que apuntaba al oeste del cuadro.

Una mano femenina salida del cielo apuñalaba a la infeliz, dejándole regadíos de sangre Rojo Coral en la espalda de terciopelo.

Paseando entre los almendros en flor a media tarde, buscaba los claros y las sombras de las cosas, de los elementos dispuestos en la naturaleza por las manos entremezcladas del hombre y el azar.

Perseguía un oscuro, se sorprendía con un fulgor, recorría con la mirada el cambio de intensidad de la luz del sol en las piedras y en los terrones de la tierra recién arada. Jugaba con el Negro Marfil y el Gris Cemento, los ocres y marrones con los que reproduciría esos recovecos de sombra, algún día, en algún cuadro.

El tamaño de los lienzos comprados era también una fuente de inspiración, lo mismo que los marcos de madera que imaginaba para cada una de las obras.

Se embelesaba peinando las telas con pinceles impregnados en óleo. Creando un recorrido de color desde la nada, un mundo desde el cero. Imitando la naturaleza desde una realidad inventada, particular, propia, sesgada, deformada, disfrazada. Estudiando la luz de las cinco de la tarde encañonada en una flor, o en el tronco de un olivo, o en un rostro humano. Durante las fiestas, observando el inconmensurable mundo de verdes, que le proporcionaban los pliegues de la seda tornasolada de los vestidos regionales: Verde Vejiga, Verde Esmeralda, Verde Cinabrio, Verde Cadmio.

Una aguja de pino incrustada en resina en la mesa de madera del porche. Destellos de claridad desbocados por el viento la rozan y la iluminan ahora sí, ahora no. ¿Cómo conseguir pintar a la velocidad de la luz antes de que la brisa lo transforme todo, antes de que las nubes borren los matices, los tonos, antes de que en el escenario se interprete otra función? Preguntas y obsesiones que sospechaba se habían hecho todos los grandes pintores a lo largo de la Historia del Arte.

Ese polvillo color Amarillo Limón que cubre todos los objetos de la terraza en primavera. Esa mantilla brocada de polen que entierra los colores reales de las superficies, ¿cómo imitarla?, ¿debo sacrificar los colores que hay debajo de las cosas?, ¿he de reproducir estas partículas que ensombrecen los brillos, o me permito el trazo impreciso de la mancha abstracta?

Con los granados cargados de frutos se deleitaba más que con ningún otro árbol: Rojo Rubí, Rojo Indio y Amarillo Oro.

No era una afición asequible del todo la de pintar al óleo. Los materiales se agotaban rápidamente en un mar de pruebas y bosquejos. Luego había que enmarcarlos, porque aunque no fuera una obligación ponerles confines a las obras, le parecía una forma de acabado definitivo que la ayudaba a poner el límite rotundo al cuadro. Una vez puesto el marco, no se corregía ni se retocaba más.

Para abaratar gastos, se le ocurrió elaborar ella misma los marcos comprando las maderas y serrándolas en la serrería del pueblo, con los tronzadores mecánicos de Miguel el carpintero.

Entró en el taller, una mañana de mediados de marzo, con las maderas ya compradas en un establecimiento de la capital donde las vendían a precio de coste por cierre.

Miguel le explicó cómo hacerlo ella misma con la máquina. Le explicó cómo funcionaba la sierra eléctrica, apretando el botón de marcha y paro, y le ilustró a qué distancia debía mantener los dedos de las manos, de los dientes afilados del aparato.

Introdujo la primera madera en la sierra. La fue deslizando poco a poco y con las dos manos, mientras conversaba con el ebanista sobre el arte de los oficios manuales, sobre el terco e incesante diálogo que se establece entre artesanía y arte, entre artista y artesano, y sobre la más fundamental de las herramientas que ha llevado al hombre al desarrollo: las manos.

En un descuido, la sierra le cepilló los dedos de la mano derecha, los de la mano izquierda, y la primera falange de los pulgares. En un instante, el Laca Carmín, el Bordeaux Ftalo y el Rojo Bermellón quedaron confundidos en un gran charco de sangre moteado de Azul Cerúleo. No pudieron salvar las extremidades ni rescatarlas de entre las virutas y el serrín, porque cayó desmayada en el acto. Miguel se asustó y se concentró en meterla en el coche para llevarla, lo más veloz que pudo, al hospital comarcal, olvidando los tristes miembros color Ocre Carne y Sombra Tostada, esparcidos entre serruchos, cinceles y puntas de metal.

Quedó mutilada para siempre. Tendría que empezar a inventar otra obsesión en la que los dedos no tuvieran un papel decisivo, y en la que el colorido de las cosas no tuviera que ser descifrado necesariamente con el índice, el corazón y el pulgar.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Como este Cromatismo de una obsesión, septuagésimo noveno cuento seleccionado.

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