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El dolor de la palabra

Yo me encontraba cavando a su lado y me di cuenta, pero como tantas veces nos habían despistado huesos de animales o rocas blandas, no dejé de clavar la pala para desalojar la tierra de las entrañas del foso. Ella siguió un rato mirando algo y de pronto se acercó y me preguntó, mostrándome un pedazo de hueso. Lo observé y decidí mostrárselo a Jan. Éste lo contempló brevemente y dijo con tono seguro que no se trataba de un animal.

Ese día no comimos. Hasta que no terminamos de desenterrar los huesos nos sentíamos demasiado excitados como para detenernos a comernos los bocadillos que trajimos preparados desde el pueblo. Había algo de contradictorio en las dos actividades.

Aparecieron ocho cadáveres de adultos. Las ropas estaban parcialmente
desintegradas, pero pudimos encontrar ciertas pertenencias en torno suyo: un libro, unas gafas, un cuaderno, un pañuelo de mano y una carta. Quizá todas esas cosas estaban en los bolsillos y la descomposición de las telas las había dejado al aire. Todos los cadáveres tenían un horrible agujero en el cráneo. Según Jan, el forense, habrían muerto de un disparo efectuado a quemarropa. Habrían muerto de forma instantánea.

Por fin encontramos lo que estábamos buscando. Todos teníamos la esperanza de encontrarlos; para eso habíamos estado investigando días y días en documentos desclasificados del nuevo gobierno, interrogando supervivientes del campo de concentración, incluso a prisioneros de guerra con las manos manchadas de sangre que arrogantes, desafiaban nuestras preguntas. Sí, las preguntas de los hijos de los que ellos habían hecho desaparecer.

Empezó a lloviznar mientras el silencio se había apoderado de nosotros. Tan solo Jan era ajeno a aquella tragedia. Era un médico forense que se había presentado voluntario para ayudarnos en las tareas de inhumación e identificación. Recogimos los huesos después de tomar innumerables fotos y notas sobre la situación exacta de la fosa y la posición de los restos. Metimos todo aquel macabro descubrimiento en asépticas bolsas de plástico numeradas por Jan y regresamos al pueblo. La gente nos contemplaba con rostros extraños.

Algunos, los vencidos, los que habían apoyado a los represores, nos miraban con rabia y odio, pero se cuidaron mucho de expresar sus opiniones. Los otros, los vencedores, los masacrados durante la larga y cruel guerra, nos aplaudían al vernos pasar con aquellas terribles bolsas de plástico, cubiertas de gotas de lluvia que trazaban líneas transparentes sobre los restos de nuestros padres.

Algunos tenían el rostro cargado de rabia: en otros, las lágrimas no pudieron ser refrenadas. El terrible silencio que nos acompañó hasta que llegamos a la pensión, pensé, era el silencio de un funeral aplazado. Unas honras fúnebres no concedidas por unos verdugos crueles y despiadados.

Dejamos las bolsas en un sótano, cerradas con llave, con las garantías que el mesonero nos dio de que allí estarían seguras. Al día siguiente partiríamos de regreso a la capital, para informar de nuestro descubrimiento y darle publicidad. Teníamos que restituir la memoria de los muertos. Teníamos que darles la palabra que se les negó cuando se les ejecutó por ser de una etnia determinada, diferente de la del poder, violentamente establecido.

Recuerdo el estado de confusión que me embargaba. Siempre he sido tranquilo, pero aquellos días había vivido una extraña sensación de desasosiego. Sin embargo, no puedo decir que sintiese odio. No un odio visceral, unas ganas de matar, de aniquilar.

Incluso mi encuentro con los militares torturadores no despertó en mi sino asco ante la zona de sombras de este país, de este mundo terrible, de la carga de contradicciones latentes del hombre. Pero no odio. Creo que el odio nos doblega, nos animaliza y nos arrastra a esa ciénaga desde la que nos llaman los salvajes que practican la barbarie. Desde donde nos invitan a ser como ellos, a revolvernos en su inmundicia. Aun así, si no he sentido y no siento odio, no es por un proceso de convencimiento racional y autosuperación de dimensiones sobrehumanas. Es simplemente porque soy así.

Todos estábamos metidos en nuestras historias personales. Cenamos, poco, en un ambiente de silencio. Apenas hablamos. Nuevamente Jan nos explicó que pasos teníamos que dar si queríamos que aquello no quedara impune. El tenía más experiencias en estos temas pues había colaborado en otras investigaciones de inhumaciones en otros países. Anna tenía especialmente una cara extraviada. Pero no mucho más que el resto, creo.

Al día siguiente Anna no bajo a desayunar. Cuando terminamos, decidí subir a llamar a su puerta. Uno, en un caso así, no puede pensar que alguien se haya quedado dormido, cuando la tensión generada previamente no debería permitir sino un ligero sueño.

La habitación estaba cerrada y nadie respondía a mis llamadas. Baje y hablé con el mesonero, quien desapareció tras una cortina para reaparecer con un manojo de llaves enorme. Juntos subimos hasta la habitación de Anna. Volví a llamar, por si acaso, pero idéntico silencio se me presentó como respuesta. Entonces le hice un gesto para que abriese la puerta.

Anna estaba allí.

Tumbada en la cama en un inmenso y espantoso charco de sangre que la ropa había ido absorbiendo. Tenía las manos sobre el regazo. Me acerqué, tratando de simular calma, pero espantado en el fondo. Le moví las manos. Dos profundos cortes aparecieron en las muñecas. Dos cortes por los que se le había ido lentamente la vida. Un rostro joven y pálido parecía mirar el universo a través del techo lleno de humedades. Sentí de nuevo una tristeza que me oprimía el pecho. Miré al mesonero, que había retrocedido unos pasos ante el desagradable descubrimiento.

Encontré la carta en su habitación. Estaba sobre la mesita que había junto a la ventana, debajo de un cuadro barato enmarcado con un cristal sucio. La carta estaba dentro del sobre. Todavía tenía restos de tierra adheridos a su superficie. Leí la carta y lo entendí.

La carta la había escrito ella misma. El destinatario era su marido o amante o persona con la cual había tenido una relación intensa. En ella, Anna le explicaba a él, un tal Harabo, que no podía seguir con aquella situación, que estaba desesperada, y que había conocido a un oficial de ellos, así decía la carta, con el que las cosas le iban mejor. Ella era muy cobarde, y le asustaba el dolor y las privaciones. Ella le reprochaba el haberse metido en aquellos líos, por su militancia, por sus continuas acciones de espionaje. La fecha de la carta, por lo que calculábamos antes de encontrar los cuerpos, debía corresponder a un mes como mucho antes de la ejecución.

Tres años atrás. Supimos que era un grupo que planeaba reventar la cárcel, creando el mayor caos posible para que el resto del mundo supiese lo que estaba ocurriendo en aquel pequeño país que no tenía petróleo ni diamantes. O al menos le fuese más difícil hacerse el sordo ante su insistencia.

¿Decidió el pobre hombre el tomar aquella decisión, con muy pocas probabilidades de sobrevivir, incluso en el caso de tener éxito, el contenido de aquella carta? Cuanto dolor introdujo en su alma saber todo aquello, metido en el terrible campo de concentración, sin poder hacer nada. Anna la cruel. Anna no había podido soportar su propia crueldad después de cuatro años de dudas y temores. Ahora ya no buscaría más la seguridad, la comida caliente o el techo. Ya no tenía fuerzas para seguir. Ya no tenía fe que le mantuviese en pie. La duda y el remordimiento no habían dejado de acompañarla todo ese tiempo.

Salí de la habitación, dejando la carta donde estaba. Me parecía repugnante. Incluso me arrepentía de haber leído aquello. Aunque me arrepentí de no habérmela llevado, haberla destruido para que aquellas líneas no llevasen todavía más dolor a más personas. Siempre me he cuidado mucho de escribir lo más íntimo, lo que siento con más intensidad precisamente por miedo a las consecuencias, muchas veces impredecibles. Por eso este relato no contiene toda la verdad. Por eso, como cuando escribo notas en mi diario, siempre dejo lugares oscuros, instantes vacíos de contenido. Siempre escamoteo pensamientos, vivencias. Incluso a veces acciones, inacciones o conversaciones. Ahora dejo estas líneas para que siempre recuerde lo que no deje escrito aquí.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Como este El dolor de la palabra, septuagésimo octavo cuento seleccionado.

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