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El fulbito amarillo

Esto empezó hace unos meses, cuando le compré una pelota a mi nieto. En realidad, era un fulbito de cuero cosido en gajos hexagonales como los número cinco, pero más chico y de color amarillo. Resulta que un día pensábamos ir a jugar a la plaza y encontré el fulbito desinflado. Conmovido por el llanto del nene, fui a comprar un pico para poder inflarlo. Pero, cuando quise hacerlo, no pude porque la cámara se había desprendido y no acerté con el pico en el agujerito. Consolé al nene como pude y dejé el fulbito desinflado dentro del baúl. Pasaron unos días hasta que mi señora me pidió que fuera a hacer unos mandados y aproveché a pasar por el zapatero, que tiene el negocio al lado de la verdulería, para preguntarle si arreglaba pelotas de cuero. El señor, un tipo de mediana edad que me pareció muy atento, me respondió:

-Sí. Bájelo y le digo si tiene arreglo.

Unos días después, mi nieto volvió a reclamarme el fulbito y le dije que el sábado sin falta iría a buscarlo. Así lo hice.

-No. Recuerdo bien la charla que tuvimos, pero el fútbol no me lo dejó—me dijo el zapatero.

-¿Cómo que no lo voy a dejar, si me acuerdo perfectamente cuando se lo entregué en la mano y me dijo que en un par de días volviera a buscarlo? ¡Le digo que el fútbol tiene que estar acá!

-No, señor. Si quiere pase y vea usted mismo. No tengo ninguna pelota —dijo, corriendo la cortina para que yo mirara en la trastienda.

Yo pensé que me estaba tomando de estúpido: ¡Si se había quedado con el fútbol cómo iba a tenerlo en el local!

-No, no, está bien. ¡Si usted dice que no lo traje! ¿Qué sentido tiene que pase a mirar? Está bien, está bien. ¡Ahora resulta que yo estoy loco! ¡Adiós y que le aproveche!

Al llegar a casa les pregunté a todos si habían visto el fulbito amarillo por algún lado. Mi señora se limitó a hacer una mueca con la boca y levantar los hombros en señal de ignorancia. Mi hija, en cambio, dijo que yo había comentado que lo iba a llevar a reparar y que, después, no supo más nada. 

-¿Viste, viste? —dije— ¿Vos podés creer que el zapatero me dijo que no lo había llevado? ¡Ese tipo se quedó con la pelota! ¡Yo recuerdo perfectamente cuando se la llevé! Esto me pasa por no pedir un comprobante, ¡ya no se puede confiar en nadie!

Terminé haciendo lo único que podía hacer: Le advertí a toda la familia que no volviera a llevar nada a esa zapatería; recomendación que extendí a cada uno de mis amigos y vecinos.

El miércoles pasado mi señora me dijo:

-Eduardo, hoy a la mañana encontré el fútbol que estabas buscando. El zapatero tenía razón, nunca se lo llevaste.

-Pero, ¿dónde estaba? ¡Si lo busqué por todos lados!

-En el último estante de la heladera, atrás de todo. Seguramente lo confundiste con un melón y lo guardaste ahí, ¿qué se yo? ¡Es lo único que se me ocurre!

-¡En la heladera! ¡No lo puedo creer! Entonces el zapatero tenía razón ¿Y ahora qué hago?

-Lo que le enseñaste a tus hijos: Pedir disculpas y reconocer tus errores.

-Mire, señor, quiero disculparme porque tenía razón, el fútbol estaba en casa. Acá lo tiene. Vea si lo puede reparar, por favor.

-¿Vio? ¡Yo le dije! Nunca lo trajo.

-¡No, no! Está equivocado, traer lo traje… pero estaba en casa.

-¿Cómo lo va a traer si aparece en su casa? No entiendo.

-Mire, usted todavía es joven, pero yo le voy a comentar algo que le va a servir para el futuro, ¡si es que tiene la suerte de llegar a mi edad! ¿Vio esa enfermedad que le atribuyen a los viejos cuando creen que no coordinan muy bien?

-¡Ah! ¡Sí! ¡El Alemán! ¿Alzheimer, dice?

-Sí, sí, ésa. Bueno, yo no sé decirle si es alemán o no, pero, en mí caso, sí estoy seguro que no es una enfermedad: ¡es un enano!

-¡Un enano!

-Sí. Pero tampoco es un enano cualquiera, ¡es un-e-na-no-mal-pa-ri-do! ¡Un tipo que disfruta haciendo cosas para enloquecernos! Usted deja las llaves aquí, se da vuelta y ya no están ¡Él se las corre de lugar! Y así pasa con cualquier cosa que usted haga. Se descuida un segundo nomás y, ¡zas!, ¡él va y le deshace todo lo que hizo! O al revés, ¡hace cosas que usted nunca pudo haber hecho! ¡Y también pone palabras en su boca que usted jamás pronunció o saca otras que está seguro haber dicho! Es como un diablito travieso que se divierte arruinándole la vida. ¡Yo lo recuerdo muy bien, tengo grabado en la cabeza el día que vine y le traje el fulbito para reparar! Seguro que, en un descuido nuestro, el tipito éste se lo llevó de nuevo al auto y lo puso junto con las cosas de verdulería y ahí armó todo este entuerto. ¡Menos mal que mi señora limpió la heladera porque sino yo me hubiera quedado con una impresión equivocada de su persona!

-¡Ah, claro! ¡Mire usted! Sí, sí, voy a tener en cuenta su consejo, gracias.

-Le va a venir muy bien saberlo de antemano. Se lo aseguro. Yo tardé mucho en darme cuenta hasta que, cuando ya me estaba por volver loco, me avivé. Bueno, vuelvo en una semana y perdone de nuevo.

Salí, subí al auto y, cuando voy a arrancar, veo que el zapatero tenía la cabeza metida por la ventanilla del acompañante.

-¿Pero lo va a dejar al fútbol o no lo va a dejar? ¡No nos vaya a pasar de nuevo lo mismo!

Ésa fue la primera y única vez que lo ví. Tal como me imaginé, era muy pequeño. Estaba en el asiento del acompañante y me miraba con una sonrisa sarcástica y el fútbol apoyado sobre las piernas que le colgaban en el aire. No me pude contener: lo agarré del cogote y empecé a apretarlo con todas mis fuerzas hasta que largó el fulbito que cayó manso sobre el piso. Con una mano lo tomé y se lo di al zapatero.

-Bueno… ahora sí. Me lo quedo yo… venga en una semana que… va a estar listo —me dijo con los ojos abiertos como un pescado.

Ni lo escuché. Trabé las puertas y salí para casa tan rápido como pude. A los bocinazos cruce las calles como venía. En la última esquina clavé el freno de mano y el auto derrapó dando el baúl contra un árbol. Lo estabilice y pulsé el control del garaje que se abrió medio segundo antes de que acertara a entrar. Eché llave a todas las puertas y me dispuse a dar con ese pequeño demonio que debía estar en algún rincón del auto. Revisé todo: Interior, baúl, chasis y motor. Seguí desarmando los paneles de las puertas y, cuchillo en mano, seguí con los tapizados mientras no dejaba de insultarlo de todas las formas posibles para ver si lo hería en su amor propio y se dejaba ver.

-¡Salí si sos macho, cagón! ¡Mostrá la cara burlona que te la borro de un tortazo! ¡No te escondas enano de mierda! ¡No te vas a salir con la tuya arruinándome la vida, cerdo malparido!

Mientras tanto, mi familia golpeaba las puertas pidiéndome que me tranquilizara y los dejara entrar, pero aquello era una cosa sólo entre él y yo. Me terminé calmando cuando, tirado debajo del auto, partí el cárter con un mazazo y el aceite aún caliente se me derramó sobre la cara. Reaccioné levantando la cabeza de golpe y me di en la frente con el travesaño del chasis para quedar desmayado.

No sé qué pasó después ni si logré o no reventar al enano. Ahora estoy tranquilo. No veo nada porque tengo vendada la cabeza. Por el olor que se filtra por entre las vendas supongo que debo estar en un hospital. También me doy cuenta que mi señora está a mi lado, porque escucho su voz como en un murmullo lejano:

-Eduardito, hablame por favor… despertá de una vez, papito… te lo ruego—me susurra al oído.

-Me permite, señora—interviene una voz suave que, supongo, es de la enfermera.

-Sí, querida, entrá. ¿Qué pasa?

-Dejaron este ramo de flores para su esposo.

-¡Rosas amarillas! Ay, qué hermosas! ¿Y quién las dejó?

-No me dio el nombre, señora. Sólo puedo decirle que era un señor enanito.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de El fulbito amarillo, cuadragésimo noveno cuento seleccionado.

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