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Piedras

Cualquier persona del pueblo con dos dedos de frente les habría dicho que el puñetero Eugenio se lo tenía merecido: pendenciero, juerguista, bravucón y, sobre todo, aficionado al magreo y a echarle los tejos a toda hembra que se le pusiera a tiro. Le habían cruzado la cara más de una vez y más de cinco había tenido que salir escopeteado para salvar el pellejo. ¿Quién le había abierto la cabeza con una piedra de tamaño considerable, según el forense? Pues cualquiera, ya fuera padre, hermano, marido o hasta primo segundo de una muchacha… Lo extraño era que no se la hubiesen abierto antes.

Así que después de casi una semana de interrogatorios y recogida de pruebas (que pocas habría porque las cabras de Miguelito, tras pisotear el cadáver y cubrirlo de cagadas, habían ramoneado durante más de media hora hasta que su dueño comprendió que aquel bulto no era un jabalí, sino algo que había sido un hombre), las fuerzas policiales habían decidido dejarnos. «Ahora solo queda analizar las pruebas que tenemos y dejarlo todo en manos de los científicos…», sentenció el inspector con semblante serio. Vamos, ¡ni pajolera idea! Otro crimen perfecto más…

También habían llegado los periodistas que, tras pasar varias noches en el hostal y soliviantar al personal con sus preguntas, se habían marchado con sus grabadoras y sus cámaras a otra parte. Todos no. Siempre quedan algunos mentecatos cabezotas que se empecina en ganar el Pulitzer y creen que incluso de un pueblo como el nuestro (dos mil habitantes estirando mucho) puede salir un Watergate.

Candela, la concejala de deportes, había echado mano del presupuesto para las 24 horas del fútbol sala que organizábamos en julio y montó un ágape de despedida donde picoletos, maderos y gacetilleros, junto a los caraduras de siempre, habían comido, bebido (sobre todo) y hablado sin prisa y sin pausa. Este verano en lugar de 24 horas serían 12 horas… ¿qué se le iba a hacer?

—Yo me voy ya, Juan —me dijo mi mujer—. Es tarde y mi madre querrá acostarse ya.

Habíamos dejado al niño en casa de mi suegra. Asentí en silencio. Noté junto a mi hombro la presencia del periodista de la barba y las greñas. ¿En qué periódico me había dicho que escribía? No me acordaba.

—¿Es su señora?

—Sí.

—Muy guapa…

Mi esposa le sonrió y, tras darme un beso breve pero cálido, dio media vuelta y se marchó.

Unos minutos después los comensales habían empezado a levantar el vuelo. El foliculario de las greñas se afianzaba a un vaso de orujo donde un solitario cubito de hielo flotaba como un iceberg a la deriva. Tenía los ojos enrojecidos, las mejillas coloradas y, al hablar, las palabras surgían como rebozadas en fango. El tipo no podía coger su coche, conque me ofrecí a acompañarlo con el mío hasta el hostal.

Apenas hablamos durante todo el trayecto. Mi acompañante respiraba sonoramente en un intento infructuoso e infantil de disimular la borrachera. Carraspeó y dijo alguna cosa, pero la música que salía de la radio, el viento que entraba por las ventanillas medio bajadas y su dicción pastosa y embarullada me impidieron discernir sus palabras. Subí las ventanillas.

—¿Sí? —pregunté, invitándolo a repetir lo que había dicho antes.

—Decía que cómo se llama su mujer.

—Patricia.

—Ya… —De nuevo exhaló el aire con tanta fuerza que empañó su porción de parabrisas—… Es muy guapa.

—Sí que lo es.

—¿Llevan muchos años casados?

El niño había cumplido seis años unas semanas antes, a principios de marzo.

—Ocho años.

Y no dijo más. De reojo, sin perder de vista las curvas de la carretera, advertí que había cerrado los ojos. Se estaba durmiendo.

—Voy a parar a mear —dije, mientras salía de la carretera y corría por una vereda angosta delimitada por pinos enanos y grupos de coscojas.

—Muy bien. Yo también bajaré.

Apagué el motor y el silencio nos cayó de golpe.

—¿No vas a encender los faros? —preguntó mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad.

—No es necesario.

Y era cierto. La luna llena resplandecía en el firmamento y, en menos de un minuto, mientras descendíamos del automóvil, nuestros ojos se adaptaron a los contornos de los árboles. El sonido del bosque nos asaltó. Un ave alzó el vuelo desde las copas de los robles y a lo lejos nos llegó el sonido líquido del torrente corriendo entre rocas.

—No hace mucho frío —comentó.

También era cierto. Echó a andar con paso dubitativo, lentamente, con la cabeza un poco agachada, comprobando el terreno, evitando las piedras y los desniveles. Dejé que se adelantara una decena de metros. Antes de que los faros se apagaran había localizado una piedra de forma y dimensiones favorables a mi propósito. La cogí y comprobé que tenía el peso preciso.

Los pasos de mi acompañante se detuvieron. Oí un suspiro y el sonido inconfundible de una cremallera que se desabrochaba. Pronto me llegó el golpe de la orina contra las hojas de los helechos.

—Demasiadas cervezas —se justificó.

Y fue lo último que dijo.

A través de la piedra sentí la fractura del cráneo, como una sandía madura que con el primer golpe de cuchillo se resquebraja. La silueta se balanceó indecisa. Antes de golpear de nuevo vislumbré la sonrisa pícara que mi mujer prodigaba al puñetero periodista. No hizo falta un tercer golpe. Se desplomó hacia el lado derecho. Me reí porque todavía me llegó el sonido del chorro de orina, como una espita que gotea cinco segundos después de haberla cerrado. Con la piedra en la mano caminé medio centenar de metros hasta que llegué a la orilla. La luz de la luna se balanceaba entre pequeños reflejos sobre la corriente lenta del riachuelo. Arrojé la piedra y calculé, por la parábola que trazó y el chapoteo, que había caído en la mitad del arroyo, más o menos donde la anterior. Luego, en cuclillas, me lavé las manos. Estaba helada. Recordé un consejo de mi padre: hubiera sido mejor no casarse con una mujer tan hermosa.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convocó en enero pasado la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluía un primer galardón dotado con 3.000 euros, que ha recaído en Piedras, y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros, que premió El malro aquel de Disco Gabana [1]. Además se establecían dos accésits honoríficos, que han reconocido a Irse bien [2] y Perros verdes [3].

Los trabajos, de tema libre, debían estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podían concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante pudo presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constó de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionó uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merecía pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se fueron publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final se eligió de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles fueron las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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