—Un poquito se lo pedí a mi suegro. Y otro poquito lo tenía guardado. No me iba a perder la oportunidad.

—Pero claro que no. Como digo siempre: el tren pasa una sola vez. Mientras sea para mejor.

—Ojalá.

—Y venís para que te pague.

—La parte que faltaba del sueldo, se acuerda.      

—¿Cuántas veces te he dicho que no me trates de usted? Hay confianza, Montiel.

—Es por costumbre, don Riccione.

—Dale, dale, juntame esa puerta y sentate. No te quedes ahí parado, que vas a echar raíces.

—Permiso, permiso.

—Veamos. —Riccione abrió el cajón del escritorio y sacó una libreta—. Hoy estamos a… veintisiete.

—Exacto, don Riccione.

—Mirá, Montielito. El mes completo no, pero te corresponde un proporcional. ¿Estamos? Alcanzame esa calculadora. —Montiel le pasó la calculadora. Riccione se calzó los lentes y arrancó a sumar y a restar. Lo miró fijo—. ¿Sabés una cosa? Yo sabía que vos no ibas a durar en la agencia. Y no es que le esquives al trabajo, eh. Se lo dije a los muchachos: labura el pibe, pero no lo veo. Y no te veía, Montiel, no te veía. ―Esto lo dijo sacudiendo la cabeza. Le dio un sorbo al café—. Me olvidaba que vos venís del palo de las letras. ¿Profesor de historia eras?

—De sociología.

—Claaa…  con razón. Bueno, ¿en qué estábamos? Cierto, sí. —Agarró la calculadora y la birome, y fue anotando en una hoja—: Veintisiete días, de los cuales veinte son laborales. Veinte menos el feriado del doce: diecinueve. —Se sacó los anteojos, se restregó el puente de la nariz—. Sabés qué pasa, Montiel. A vos te costaba ubicarte, para mí. Y es que la calle no es joda, no señor. Hay que saber moverse, y más en una ciudad como Buenos Aires. Una metrópolis, qué va. Pero no te me aflijas, pibe. Yo estuve en la misma que vos.

—¿Ah, sí? —Montiel lo miraba con interés.

—Yo también soy del interior. Me vine de un pueblito de Santa Fe. Y eso que en mi época no había ni celulares, ni internet como hay ahora. A puro dedo y preguntando, me vine. No, si yo empecé bien de abajo, Montiel. Empecé con un Renault 12, y acá me ves: manejando mi propia empresa.

—Merecido lo tiene.

—Esfuerzo, Montiel. Es-fuer-zo es la clave. —Riccione se puso los anteojos y volvió a la hoja—. Un mes completo son veintidós días hábiles. Serían $35.000. Diecinueve días: $30.277. Regla de tres simple. —Lo miró por encima de los anteojos—. Escuchame una cosa: ¿Vos entendés algo de números?

—Algo entiendo. En el secundario me recibí de perito mercantil.

—Porque con los vueltos eras un desastre, pibe. ¿Cómo me confundís un billete de mil con uno de cien? —Largó una carcajada forzada. Montiel apenas se sonrió.

—Me distraje, nomás —dijo, encogiendo los hombros. Riccione pasaba las hojas de su libreta:

—Justamente, acá figura un saldito del día 14. Son $950, de aquel vuelto equivocado. A cualquiera le pasa. —Hizo un gesto de desdén—. Eso sí, hay que restarlo del total. —Agarró la calculadora, y entró a sacudirle a las teclas: taca, taca, tac; taca, taca, tac —. Entonces: $30.277 menos $950, tenemos $29.327.

—Veintinueve mil trescientos… —murmuró Montiel.

—A mí —dijo Riccione, agitando el dedo índice—, si hay algo que me preocupa en la vida, es ser justo. Por eso te hago la cuenta, Montiel.

—… como debe ser…

—… porque yo quiero que veas cómo, en retribución por tus servicios (que más allá de algún traspié, han sido excelentes), esta empresa te ha dado mucho. Sin ir más lejos, Montielito: el Chevrolet que te di para manejar es el más nuevo de la flota, ¿sabías? —Montiel hizo un gesto negativo—. Claro, no sabías. Y le dejaste un lindo abollón, el día que te comiste la columna. Te acordás. Sí, de eso te acordás. Por acá tengo anotadito lo que se le pagó al chapista: $27.466. Lo cual hace un total deee…  —Calculadora: taca, taca, taca, tac— $29.327 menos $27.466. Tenemos… $1.861 a su favor. ―Montiel asentía en silencio, verificando la cuenta en su cabeza―. Ah, sí, Montiel. Yo soy muy prolijo con los gastos. Lejos de mí andar derrochando plata. Al contrario: ya habrás visto que jamás me tomo vacaciones. Siempre acá, en la oficina. Mi único lujo (y que tampoco es tanto lujo) es el espresso. Quanto è ricco l’espresso, diría el nonno. Aparte, vos sos testigo de que la máquina de café está abierta a todo el personal. Y al principio, inclusive, era gratis. Pero el uso genera abuso, y los choferes se me pasaban el turno chusmeando y tomando café. Por eso ahora llevo la cuenta, no me quedó otra.

—Y no, más vale.

—Pero qué te digo, Montielito, si sos de los que menos café toman. Dejame revisar. —Pasó las hojas de la libreta, hasta llegar a una encabezada por los títulos de dos columnas: Nombre / Consumos—. Montiel: nueve cafés. El que menos ha consumido. Los consumos te los tengo que descontar. Y nueve cafés por $190 que vale cada uno —Taca taca tac, taca taca tac—, son: $1.710.  Serían, $1.861 menos $1.710: $151.

—Ciento… cincuenta y… uno —repitió Montiel.

—Dejame, eso sí, que te elogie la presencia. Ya viste que los muchachos no se destacan por el aspecto. Y eso que a cada uno le entregué el uniforme completito. Ah, pero a la semana ya venían con la camisa manchada de aceite. Si viven a pura milanesa y papas fritas. En cambio, el pibe Montiel ―lo miró de arriba abajo, ponderativo― siempre de punta en blanco.

—Pobres pero limpios —dijo Montiel, solemne—. Así nos decía siempre mamá a mis hermanitos y a mí.

—Y se nota que les enseñó valores, la vieja. ¿Sabés cómo lo se?

—Cómo.

—Porque me entregaste el uniforme lavado y planchado, Montiel —dijo Riccione, abriendo los brazos.

—Pensé que por ahí le podía venir bien a algún compañero.

—Seguramente. —Riccione siguió pasando las hojas de su libreta, y se detuvo en una de las últimas, repleta de diminutas anotaciones. Leyó y releyó la hoja, y dijo—: Ah, pará, escuchame. Tengo que hacerte un pequeño descuento, Montiel. Una cosa de nada, por el cierre que le cambiamos al pantalón para dejarlo en condiciones. —Hurgó en el cajón del escritorio y sacó un papelito—. Acá tengo el ticket. Costó $162. Qué te dije. Nada. Se lo restamos a los $151, y eso nos da un total de… Menos $11. —Miró un rato la cifra en la calculadora, y finalmente dijo—: Lo redondeamos a cero nomás.

Montiel asentía, aliviado.

—Por supuesto, Montielito —dijo Riccione— que no voy a sermonearte con eso de la confianza, del brindarte una oportunidad, del tiempo que la empresa invirtió en enseñarte. Y más de uno lo haría, eh —Montiel meneaba la cabeza—. Pero cómo te voy a salir cobrando por eso. Dejémoslo ahí, Montiel. —Riccione se levantó, rodeó el escritorio, y le ofreció la mano. Un obispo, parecía. Sólo le faltaba el anillo.

A falta de anillo, pues, Montiel se arrodilló y le besó el bruto Rolex Daytona que le brillaba al jerarca como un sol en la muñeca.

—Gracias, don Riccione, mil gracias.

—Andá, Montiel, andá tranquilo. —Riccione le acarició la frente—. Suerte con tus cositas. Y ya sabés: esta es tu casa.

—Un millón de gracias. —Montiel juntó las manos así, como si contemplara en éxtasis una aparición de la Virgen, y haciendo reverencias y caminando marcha atrás salió de la oficina.

Mateando en casa aquella misma tarde, Montiel le contó a su mujer de la charla con Riccione.

—Ay, Montiel, menos mal —le dijo ella, y le cebó un mate—. Yo lo que menos quiero es que te anden dejando por ahí como un malagradecido, con lo que le gusta hablar a la gente. Porque no es cuestión de quedar mal. De todos lados hay que irse bien.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convocó en enero pasado la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluía un primer galardón dotado con 3.000 euros, que ha recaído en Piedras, y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros, que premió El malro aquel de Disco Gabana. Además se establecían dos accésits honoríficos, que han reconocido este Irse bien y Perros verdes.

Los trabajos, de tema libre, debían estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podían concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante pudo presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constó de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionó uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merecía pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se fueron publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final se eligió de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles fueron las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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