La de Questlove con el hip-hop es una genuina historia de amor con algún altibajo. Se enamoró a los veinte años, fue perdiendo la pasión a medida que se acercaba a la condición de cuarentón e hizo las paces cuando cumplió los cincuenta. Pues es una suerte que llegara la reconciliación porque favoreció que esta enciclopedia musical con patas y peinados imposibles que es Questlove aceptara primero montar un espectáculo sobre la efeméride del hip-hop en la ceremonia de los Grammy y poco después contar en un libro estas cinco décadas de un movimiento musical que —¡hola, seguidores de Kendrick Lamar o de Little Simz!— goza de excelente salud.
El libro en cuestión es Hip-hop es historia. Y aclaremos: es historia no porque esté esclerotizado sino porque acumula suficientes hitos históricos que merecen ya un análisis como éste, un regalo para cualquiera interesado en la evolución de la música popular.
Además, el ser humano detrás de esta obra no es solo un erudito con dotes sobradas para la comunicación. Es el trabajo de alguien que pertenece por derecho propio al panteón de grandes nombres del género como batería, compositor y fundador de The Roots (y quien tenga alguna duda que le dedique un rato, que no se arrepentirá, a temazos incontestables alojados en discos como Phrenology o Things Fall Apart).
Sin falsa modestia, nos habla de su banda cuando corresponde, pero lo que predomina es, dentro de un recorrido rigurosamente cronológico, lo que anuncia: “Otro intento de explicar el asombroso, hermoso y caótico género que me lo ha dado todo y me ha quitado casi tanto o más”; lo que predomina, decía, es la fascinación del chaval deslumbrado que crece escuchando a sus héroes, desgrana teorías sobre este o aquel rapero, defiende con gracia y pasión sus múltiples tesis, analiza estilos y no acaba de creerse el día en que él mismo es uno de ellos y les puede wasapear de tú a tú. El libro está atravesado por un tono cascarrabias (ese gruñón que se acentúa con la edad) que no solo no molesta sino que forma parte indudable de su encanto.
Questlove deja aflorar sus filias y fobias pero es respetuoso con el consenso que rodea al legado del hip-hop desde los antecedentes (Bo Diddley, James Brown, Gil Scott-Heron, el Curtis Mayfield de Super Fly…) hasta figuras del presente como ese Lil Yachty que le llama un día “maestro” con el consiguiente bajón. En cierto modo es entendible: a diferencia del jazz o el blues, e incluso el rock, el hip-hop marida mal con las canas. Bueno, nada que no resuelva nuestro hombre con ese humor marca de la casa: “Me sentí tan viejo como si fuera un personaje de época. Literalmente me fui a casa y me comí una lata de judías. Como soy un viejo personaje, puedo comer judías estilo barbacoa directamente de la sartén. Cuando oyes algo así, haces las cosas que veías hacer a tu abuelo”.
Entre los precursores y quienes lideran la escena actual, Questlove repasa cinco décadas repartidas en segmentos temporales de más o menos un lustro (“una vez que el rap estaba en auge, tendía a cambiar cada cinco años más o menos”) y a cada uno de esos periodos —él los llama “mundos”— le asigna una droga concreta por prevalecer sobre el resto; primero fue la cocaína a la que siguieron por este orden las litronas, el crack, la hierba, el éxtasis, el sizzurp, el MDMA, los analgésicos y los opiáceos con el fentanilo a la cabeza.
Como no podía ser de otra manera, el libro se detiene en la que pasa por ser una de las primeras canciones del género: Rapper’s Delight de Sugarhill Gang. Questlove tenía ocho años y recuerda escucharlo con su hermana por la radio. “El efecto fue instantáneo. Fue como si nos hubieran conectado a una fuente de energía intergaláctica (…) Estaban haciendo algo nuevo, algo que ya mencionaba el título. Estaban rapeando. Hacían malabarismos con sílabas sin sentido. Nombraban bailes. Contaban historias entretenidas. Nos quedamos fascinados. Nunca habíamos oído nada parecido. Nadie lo había oído”.
Igual que el punk demostró que no era necesario pasar por una escuela de música para subirse a un escenario, el hip-hop consiguió algo parecido para muchos chavales que en esos años alucinaban con el Michael Jackson del Off The Wall y eran tristemente conscientes de que bailar o cantar así requería un talento casi sobrenatural.
Esta nueva manera de hacer estaba llena de posibilidades a los ojos (y los oídos) de Questlove. Y lo estaba más allá de combinar letras ingeniosas con ritmos y melodías prestadas. Tres años después, en 1982, una nueva epifanía: también servía para mostrar la dura realidad como hacían Grandmaster Flash and The Furious Five en The Message entregando “un retrato potente y sombrío a la vez de los barrios marginales de Estados Unidos. Cristales rotos, olor a orina, ‘ratas en la sala de estar / cucarachas en la de atrás’, drogadictos, coches embargados…”.
En el ecuador de los años ochenta, el reinado fue de Run-D.M.C. que aportan minimalismo en los arreglos y la estética del gorrito, los chándales y las zapas (My Adidas es uno de sus hits). Su pionera colaboración con Aerosmith ayudó a romper la barrera que el canal televisivo MTV y la revista Rolling Stone aún mantenían levantada con los raperos. Walk this way fue el primer sencillo hip-hop en demostrar que el mainstream podía abrirse al nuevo género.
En esos mismos años llega lo que Questlove denomina “el momento Elvis”: la irrupción de figuras blancas —en este caso los Beastie Boys, que suyo es el primer disco de rap en vender más de un millón de copias— que podían llevar esta música a sitios a los que no había llegado antes.
Otra novedad del momento: el flow en el recitado que vino de la mano, o mejor de la garganta, de Rakim, la mitad de Eric B & Rakim, y que Questlove define como “una serpiente deslizándose por una pendiente aunque se deslizaba ascendiendo”. Una forma de navegar sobre las olas rítmicas del hip-hop con absoluta autoridad, del modo más cool que uno pueda imaginar, sin esfuerzo, con naturalidad. Porque se tiene ese don.
Hay que esperar un poco, a finales de los ochenta, para que llegaran otras novedades. Una fue la entrada del rap en la radio más pop gracias al éxito del Push It de Salt-N-Pepa (“todos los grupos empezaron a incluir al menos una canción en su disco que parecía estar buscando ese efecto mágico”). La otra fue la sensación de verdadero peligro que trajeron N.W.A que “al cruzar la raya acabó creando un carril entero” con su Straight Outta Compton, que incluía el tema Fuck The Police (“esto era rabia apenas contenida”) y que fijaba así las reglas del gangsta rap.
Edad de oro
La década de los noventa mantiene el ritmo de innovaciones —tanto por parte de los MC como de los DJ— hasta el punto de que se puede hablar de la edad de oro del género con The Geto Boys, Public Enemy, Beastie Boys, De La Soul, A Tribe Called Quest, Wu-Tang Clan, Nas y otros como los ex N.W.A. Ice Cube y Dr. Dre (y su protegido Snoop Dogg) dando todos ellos en la diana una y otra vez. También son los años más tristes, los del enfrentamiento entre el rap de la costa este y la costa oeste que dejaría un mártir por costa, Tupac Shakur y The Notorious B.I.G., asesinados a tiros ambos en 1996 y 1997, respectivamente.
Estamos en un punto y aparte para el Questlove enamorado de esta música: con el nuevo siglo, sabía reconocer el talento innegable en los discos de las nuevas bandas y artistas (Outkast, Jay-Z, Eminem, J-Live, 50 Cent, J Dilla, Nicki Minaj, Lil’ Kim, Run the Jewels, Azealia Banks…), pero ya no le cambiaban la vida como antes. De todos ellos apunta el autor siempre algo interesante, pero cree necesario señalar a Kanye West como alguien verdaderamente especial (no solo en el mejor sentido) desde su primer disco por la calidad de su trabajo y por su mentalidad de marca. “Cuando escuché el debut de Kanye, percibí que estábamos en el comienzo de otro ciclo y que, cuando entráramos, también acabaríamos saliendo. En parte se debía a que él estaba haciendo algo nuevo que a la vez era antiguo. En parte se debía a que había tropezado con una determinada posición en el hip-hop que combinaba logros artísticos y materialismo”.
El libro refleja el impacto que generan situaciones como el 11S, la presidencia de Barack Obama, la COVID o la revolución de la música en streaming y el principio del fin del álbum como contenedor de canciones, esta última tremenda sacudida para un tipo como Questlove que llevaba toda la vida navegando entre vinilos.
Da cuenta asimismo del último gran enfrentamiento mediático, el que libraron dos artistas que marcaron dos direcciones distintas dentro del género: Drake y Kendrick Lamar, esa especie de “anti-Drake: un letrista inteligente e introspectivo que se veía obligado a hacer una crónica del mundo que le rodeaba”.
Hip-Hop es historia está lleno de teorías bien contadas por su autor, que van desde la dosis que hay que echar en la caldera para obtener un temazo (“una buena canción se compone de cinco elementos: letras, samples, ritmos, producción y la actuación del maestro de ceremonias, cada uno de los cuales representa el veinte por ciento de la receta total”) hasta las razones últimas que motivaron la aparición del género, que surgió realmente “porque los niños negros querían tocar el trombón o el violín, pero no tenían instrumentos. Eso les obligó a usar el equivalente a las sobras de comida, y el ingenio y el talento convirtieron esos restos sonoros en un nuevo género”.
Una última teoría: “Los verdaderos innovadores se quedan atrás con el paso del tiempo porque la gente no está dispuesta (o ni siquiera es capaz de hacerlo) a escarbar en la historia para encontrarlos”. Es un lujo que Questlove no solo escarbe y encuentre, sino que además comparta de manera tan apasionada esos tesoros en libros como éste.
Hip-hop es historia
Questlove con Ben Greenman
Traductor: Ladislao Bapory
Editorial Alianza
344 páginas
23,70 euros

















