En Días de sol y piedra, un hombre quiere volver a Roma. Lo hace en bicicleta desde los Alpes, cargado de equipaje. Lleva consigo miedos, ansiedad, problemas familiares: un laberinto que necesita recorrer. No es una huida, sino un encuentro. El viajero aspira a hallar la belleza en la naturaleza y en el arte, a mimetizarse con la historia de los lugares que atraviesa en su recorrido por la Vía Francígena —una senda de peregrinación que unió Europa en los siglos oscuros—, desde el Gran San Bernardo, en la frontera suiza, pasando por el Piamonte, Lombardía, la llanura padana, los Apeninos y la Toscana, hasta la plaza de San Pedro del Vaticano.

—¿Cómo definiría su autor Días de sol y piedra?

Sobre todo es una confesión. Una escritura íntima donde me desnudo, donde reconozco mis miedos, donde no tengo ningún tipo de pudor a la hora de expresar lo que me ha hecho débil. Es el anhelo de poder alcanzar la normalidad. Para eso, con ese objetivo, me pongo de camino a Italia.

[«Tengo miedo desde hace meses. A la muerte, al vacío, al silencio. Tal vez por eso he decidido hacer este viaje», escribe Pérez-Muelas. «El miedo abruma, paraliza. Pero también insufla el valor suficiente para ponerse en camino. No sé si estoy preparado para recorrer Italia en bicicleta desde la cima del Gran San Bernardo. Mi destino es Roma por una vía de peregrinación casi tan antigua como la fe».]

—¿Una crisis existencial como motor del viaje?

Eso es. Una crisis como motor y Roma, la belleza de Roma, como antídoto. Como cura.

[Pérez-Muelas narra una crisis existencial como origen de un recorrido compuesto de pequeñas historias que hilvanan la trama. En cada pedalada, las reflexiones personales se entrelazan con un muestrario sentimental herido por el pasado: el del viajero y el de Italia. La Antigüedad clásica a través de pasajes de la Odisea que cobran vida y ayudan al peregrino a entender la realidad que lo rodea; la ascensión de Petrarca al Mont Ventoux; los días de partisano de Primo Levi; el suicidio de Cesare Pavese; las estancias romanas de William Turner para captar la luz acuática de sus cuadros; o Roma como patria seminal. Arte, historia y literatura se dan la mano en un recorrido milenario tocado por los padecimientos de quien busca respuestas lejos de sí.]

—Para ello, para superar sus miedos, recorre la Vía Francígena…

Vía Francígena la llamaron los italianos de aquel tiempo, cuando ni siquiera existía Italia. Esa vía es un camino natural que conecta Roma con el resto de Europa, o más bien el resto de Europa con Roma. En su origen es clave el papel de Sigerico, el arzobispo de Canterbury que en el siglo X, después de hacer el viaje de peregrinación, dejó por escrito las etapas, las distancias y pequeñas descripciones de los pueblos y de los accidentes geográficos. De esa forma instauró esta vía que nunca ha sido muy populosa en cuanto al peregrinaje, pues han transitado por ella más ejércitos que peregrinos. La descubrí a través de unos peregrinos italianos que conocí en el Camino de Santiago hace muchos años y la tuve desde entonces en la cabeza hasta que llegó el momento de hacerla.

La nombraron así porque era el camino que tomaban los francos cada vez que descendían al sur. Hombres barbados que llegaban a la península itálica a guerrear o a rezar en verano, cuando las heladas se convertían en ríos desbocados. La Vía Francígena recorre 1.014 kilómetros por Italia, un país hermoso, que lleva en la sangre la guerra y el amor, y al que se le reconoce por el sonido de sus campanas cuando tocan a misa, a muerto y a matrimonio concertado. Es el territorio de la fantasía, como dijo Dino Buzzati. Un exceso de imaginación.

—La bicicleta como un recurso para trazar un recorrido por el arte, la literatura y la historia. ¿Es así?

Sí, porque la bicicleta exige esfuerzo, pero las recompensas que te da son enormes. Te permite ver el paisaje de una forma muy rápida, pero con el suficiente espacio y tiempo como para darte cuenta de la belleza que hay alrededor. Encontré en la bicicleta el medio justo que necesitaba.

—Desde las primeras páginas está muy presente Cesare Pavese. ¿Se encontró con Pavese o fue al encuentro del escritor?

Fui al encuentro de Pavese porque es un escritor que he leído desde la universidad. Es uno de mis autores de cabecera y, como empiezo mi viaje en Turín, era inevitable hablar del gran poeta de esa ciudad. Quería experimentar el mismo miedo que él sentía por sus calles y, realmente, lo sentí muy próximo.

—¿Con qué se queda de todo lo visto?

Es muy difícil responder a esa pregunta. Me quedaría con el efecto que tuvo el camino en mí. Con lo bien que me sentí, aunque también sufrí bastante. Con la recepción que tuve de la belleza y, sobre todo, con sentir la soledad, que era algo que andaba buscando y necesitaba. La soledad y la pausa. Pero, por hablar de imágenes, tal vez con la de la iglesia de San Martino, en Lucca; o con la de la catedral de Florencia; o acaso con los atardeceres en la campiña romana.

—¿Qué ha descubierto de los personajes que pueblan su libro?

Descubrí de Primo Levi sus dudas. Yo no sabía que había sido partisano por el valle de Aosta. No sabía cómo habían sido los pormenores de su detención y su envío a Auschwitz. En los pueblos de Aosta, investigando y a través de documentos y placas, fui conociendo los detalles de todo aquello. De la mano del pintor Turner descubrí los crepúsculos de la campiña romana. Ese color que él imprime, que parece que el cielo y la tierra se unen, lo pude comprobar a las afueras de Roma. Por supuesto, también corroboré la admiración que siento por Dino Buzzati.

—Llama la atención la entrañable visión que refleja en el libro por el ciclista Gino Bartali…

Lo conocía de forma muy superficial. Sabía que había sido el gran ciclista del régimen fascista de Mussolini, que a través de él había encontrado la fórmula para montar al fascismo en bicicleta. Descubro ese lado heroico del ganador del Tour y del Giro, que posteriormente fue derrotado por Fausto Coppi, pero también se me abre una nueva dimensión cuando leo que, por todos esos caminos de la Toscana, lo que hacía Bartali era salvar las vidas de cientos y cientos de judíos que el propio régimen fascista estaba condenando a las cámaras de gas. Bartali murió en el año 2000 de un ataque al corazón. Tenía 85 años y sus ojos habían visto la mayor parte del siglo XX, con su horror y su gloria. A su muerte, su hijo Andrea descubrió un diario escrito por su padre en el que relataba lo sucedido durante la guerra. El diario revelaba un Bartali diferente al que la posteridad retrataba en los libros. Un Bartali realmente admirable que el mundo debía conocer.

—¿Con qué ha sentido compensados los sudores y el esfuerzo preciso para escribir Días de sol y piedra?

Simplemente con el hecho de sentarme por las tardes en una plaza a observar a la gente pasar o escuchando el sonido de las campanas. Esa tranquilidad que me ha dado un vaso de vino o una cerveza después de los kilómetros recorridos. Esa paz es para mí más que suficiente. Merecía la pena solo con eso. Evidentemente, cuando uno llega a Roma se siente muy emocionado.

—¿Qué mensaje acotaría para el lector?

Animaría al lector a acercarse a este libro porque intenta transmitir un decálogo de belleza. Pero no de belleza superficial, sino de la que se deriva de pequeños gestos, de reflexiones diminutas y, sobre todo, porque habla de una experiencia que a todos nos humaniza. Pues, cuando perdemos el control sobre nosotros mismos, cuando no podemos más y estamos aturdidos por el trabajo, por las preocupaciones y la mente se nos llena de esa oscuridad que no podemos controlar… El libro habla de todos esos temas y de cómo tienen solución y se puede salir del laberinto. Bien entendido que no creo en los libros de autoayuda. Este no lo es, ni mucho menos pretende ser un decálogo de soluciones. No doy claves para superar la ansiedad o la depresión. Cada uno tiene su fórmula, y a mí me ha servido buscar la belleza, montar en bicicleta, escribir… hacer este viaje maravilloso.

El también autor de Homo viator (Siruela), libro que abordaba el descubrimiento del mundo a través de los viajeros, cursó estudios en la École Normale Supérieure de París y un máster en Cultura Latinoamericana en la Sorbona. En la actualidad, Pérez-Muelas reside en Sevilla, donde ejerce como profesor de literatura y colabora con distintos medios de comunicación.


Días de sol y piedra. De los Alpes a Roma. Pepe Pérez-Muelas. Siruela. 248 páginas. 21,95 / 10,99 euros.