La muestra que acoge el Palau no se limita a mostrar la pintura de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923), sino que la convierte en un territorio narrativo, sensible y moral. Propone una inmersión doble —visual y literaria— en uno de los universos más reconocibles de la modernidad española: el Mediterráneo como lugar de luz, trabajo, memoria y deseo.
Con 86 obras, la exposición se erige como una de las citas más relevantes dedicadas al pintor en la Ciudad Condal. Pero su singularidad no reside únicamente en su magnitud, sino en el gesto que la articula: el comisariado literario de Manuel Vicent (Villavieja, Castellón, 1936), escritor que ha hecho del mar una forma de pensamiento y de la luz una ética de la mirada.
Vicent no interpreta a Sorolla desde la historia del arte ni desde el comentario académico. Lo hace desde la experiencia. Desde una biografía atravesada por la sal, el deslumbramiento y la conciencia de que bajo toda felicidad late una tensión profunda. Su relato acompaña al visitante como una voz interior que no explica los cuadros, sino que los escucha.
Misma luz, dos lenguajes
Pintor y escritor comparten algo más que un origen geográfico. Ambos han construido su obra desde una sensibilidad mediterránea entendida no como paisaje decorativo, sino como matriz moral. En Sorolla, la luz no embellece: revela. En Vicent, la prosa no describe: encarna. De ahí que la exposición avance como un diálogo natural entre dos lenguajes que se reconocen.
El recorrido se articula en cuatro movimientos que funcionan como estaciones de una memoria común. En el primero, la infancia aparece como un estado fundacional. Los niños que juegan en la orilla, los cuerpos húmedos saliendo del agua, la arena reverberante bajo el sol configuran un mundo donde la alegría no es ingenua, sino originaria. Pinturas como El balandrito o La hora del baño no evocan una edad perdida, sino un aprendizaje sensorial que marcará toda una vida.
La exposición gira entonces hacia su reverso. El mar deja de ser juego y se convierte en esfuerzo. Redes, velas, cuerpos agotados, mujeres y hombres enfrentados a una naturaleza que no concede tregua. Sorolla, lejos de cualquier idealización complaciente, retrata la dignidad del trabajo y la dureza de la subsistencia. Vicent reconoce en estas escenas una dialéctica que ha guiado su propia escritura: allí donde la luz es más intensa, también se concentra la sombra.
Obras como La llegada de las barcas o Pescadora con su hijo revelan un Mediterráneo que exige, que marca, que deja huella. El visitante comprende entonces que la pintura luminosa de Sorolla no elude el drama: lo atraviesa.
El verano social
El tercer ámbito introduce una variación decisiva. La playa del Cabanyal se convierte en escenario de convivencia estacional entre mundos que apenas se rozan el resto del año. Burgueses veraneantes y pescadores comparten el mismo horizonte, pero no el mismo destino. Sorolla observa esa coexistencia con una paleta depurada de blancos y azules, donde los vestidos claros y el mar se funden en una misma vibración óptica.
La presencia de Clotilde y de los hijos del pintor en estas escenas no es anecdótica: introduce una intimidad que humaniza la representación social. Vicent lee estas imágenes como el retrato de un tiempo suspendido, donde la felicidad era visible, pero nunca inocente.
El recorrido culmina en Xàbia. Aquí desaparecen los cuerpos, el ruido, la anécdota. Queda la naturaleza en su estado esencial: el mar, la roca, la luz. Sorolla encontró en este enclave un absoluto pictórico. Vicent, un espacio espiritual. Las vistas del Portichol o del cabo de San Antonio no representan un lugar: encarnan una forma de estar en el mundo.
En este último tramo, la exposición se vuelve casi silenciosa. El visitante no mira: contempla. Y entiende que, para ambos creadores, el placer no es evasión, sino conocimiento.
El proyecto se completa con un catálogo que recoge íntegramente el texto literario de Manuel Vicent, concebido no como acompañamiento, sino como obra autónoma. Un libro que prolonga la experiencia del recorrido y confirma la naturaleza híbrida de la propuesta.
Con esta exposición, el Palau Martorell reafirma su vocación de espacio abierto al diálogo entre disciplinas y consolida su papel dentro del tejido cultural barcelonés. Sorolla vuelve a la ciudad no solo como pintor de la luz, sino como pensador del mar. Y Manuel Vicent lo acompaña, no para explicarlo, sino para navegarlo.
Palabra de Manuel Vicent
“El primer verano de mi vida, con solo tres meses de edad, lo pasé junto al mar y puede que mi cerebro hubiera absorbido de forma inconsciente el resplandor ofuscante del sol en la arena, la brisa de sal que expandía el olor a algas y a calafate de las barcas de pesca varadas, el sonido rítmico del oleaje (…)”.
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“Del mismo modo que debajo de la felicidad anida la tragedia, en el fondo de una luz blanca deslumbrante hay una luz negra que te ciega y te obliga a entornar los párpados. Esta dialéctica estética entre contrarios me ha acompañado siempre y llegado el caso me ha servido para penetrar en el significado profundo que contiene esa lucha contra el mar que establece la pintura luminosa de Sorolla”.
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“A inicios del siglo XX los poblados marítimos estaban unidos a las colonias veraniegas que los burgueses de Valencia habían establecido en la playa y en ellas los felices tenderos de la ciudad y los pescadores de pasiones elementales convivían durante unos meses al año. Unos habitaban casas de estilo colonial y otros sobrevivían en miserables barracones; unos llevaban pamelas o sombreros de Panamá y vestían telas blancas de dril, otros iban descalzos y escondían una navaja en la faja”.
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“Cuando empecé a sentir y a navegar este mar de Denia y de Xàbia nunca dejé de imaginar que estas aguas pertenecían a Sorolla embriagado por esta luz de moscatel, como a mí me sucedió”.






















