Antes de rodar una escena, Jack Lemmon pronunciaba las palabras «magic time» («es la hora de la magia»). Y realmente lo que conseguía era algo mágico. Sus actuaciones tenían una convicción rara vez vista en la pantalla. Se convertía en sus personajes. Su carrera comenzó a mediados de los años 50, cuando los actores del Método irrumpieron en Hollywood. Lemmon no tenía nada que ver con la actitud de macho rebelde de Brando o Dean. Era un hombre de aspecto inofensivo, un tipo sin pretensiones, demasiado urbano y modesto para ser un símbolo de la contracultura. Lemmon supo explotar su propia fragilidad: «Si realmente quieres ser un actor que llegue a satisfacerse a sí mismo y a su público, tienes que ser vulnerable. Debes alcanzar un nivel de habilidad emocional e intelectual que te permita salir completamente desnudo, emocionalmente, frente al público».
No era guapo, tenía una estatura media y con su voz nasal daba la impresión de estar continuamente resfriado. Pero se movía con gracia, como un bailarín de ballet, tenía un fabuloso ritmo cómico y un lenguaje corporal que acariciaba lo trágico. Ante los ojos de varias generaciones quedó grabado como el típico estadounidense medio, tal vez porque en sus apariciones en la pantalla apenas salió de EE. UU. y casi nunca interpretó a un personaje que no viviera en el siglo XX. El público podía identificarse con él y, por tanto, reírse de sí mismo.

Sus personajes podían ser sórdidos, deshonestos o neuróticos, pero siempre quedaban redimidos por su humanidad y dignificados por su comicidad. Detrás de su sonrisa había una pizca de oscuridad. Tras su tristeza, un poso de alegría. Era un ser de carne y hueso, no un dios de la pantalla. En sus películas rara vez hay un final feliz convencional. El Jack Lemmon de celuloide era un hombre imperfecto, enfrentándose al dilema de un cambio moral. Una oruga transformada en mariposa, a punto de despegar pero sin acabar de levantar el vuelo.
Jack Lemmon nació en un ascensor. «Naturalmente, estaba bajando», se apresuraba a añadir al contar la anécdota. Hijo único de una familia acomodada de Boston, pronto se tuvo que enfrentar a las burlas de otros niños por su nombre: Jack U. Lemmon. La actuación fue su escudo: «Cuando tenía ocho años, hice una obra escolar y a los niños les gustó. No tenía nada que ver con el talento, sino con ser aceptado, porque los niños seguían diciendo: “Fue fantástico, cuéntanos más cosas divertidas”. Tuve que empezar a idear números entre clases. Todos se acercaban, se reunían alrededor de mi pupitre y yo les decía un montón de tonterías. Creo que en la adolescencia dejaron de hacerlo, y fue entonces cuando me di cuenta de que realmente me encantaba actuar». Lemmon, que se definió como «un payaso de la clase que en el fondo era serio», actuó en producciones escolares y acabó estudiando en Harvard.
La mayor lección de su vida la aprendió de su padre, un ejecutivo de una empresa de bollería, cuando Jack le pidió unos cientos de dólares para ir a Nueva York a cumplir su sueño. Cuando le preguntó si aquello de la actuación realmente le apasionaba, el joven contestó afirmativamente. «Genial», respondió su padre, «porque el día que no me apasione una hogaza de pan, lo dejo». Desde aquel momento, la palabra preferida de Lemmon fue «pasión» y recordó la frase de su padre cuando tuvo que trabajar como pianista en clubs de burlesque, cuando pasaban los meses sin que le llegara una oferta de su agente, cuando estuvo años trabajando en la televisión…
Su primera oportunidad en el cine vino de la mano de Judy Holliday, una actriz brillante, especializada en interpretar a rubias tontas en el escenario o en comedias como La costilla de Adán (Adam’s Rib, 1949) o Nacida ayer (Born Yesterday, 1950), ambas dirigidas por George Cukor.
Holliday ofreció a Lemmon uno de los papeles protagonistas de La rubia fenómeno (It Should Happen to You, 1954), con Cukor de nuevo tras las cámaras. Lemmon tenía sus prejuicios hacia Hollywood, pero Holliday le ayudó a cambiar de idea: «Yo era un chico arrogante proveniente del teatro neoyorquino, pero trabajar con ella me dejó atónito. Judy era única».

El primer día de rodaje tuvo que interpretar una complicada escena de acción con muchos movimientos de cámara. Tras la primera toma, George Cukor se dirigió a Lemmon: «¡Fantástico! Ha estado muy bien, Sr. Lemmon. Pero, ¿podría usted quizá, la próxima vez, actuar un poco, solo un poco menos?» Lemmon rodó la escena 12 veces más, y al finalizar cada toma, Cukor siempre le pedía que actuase un poco menos. Harto de la machacona sugerencia, Lemmon respondió a Cukor: «De acuerdo, señor Cukor. Pero si seguimos así acabaré por no actuar en absoluto», a lo que el cineasta replicó entusiasmado: «¡Por fin ha captado la idea!». Posteriormente, Cukor diría sobre Lemmon: «No creo haber conocido nunca a un actor más natural, a un intérprete de comedia más brillante».
La rubia fenómeno es una aguda farsa sobre la obsesión por la celebridad, perfectamente aplicable en esta época de influencers y tiktokers. Judy Holliday interpreta a Gladys Glover, una mujer sin talento que decide alquilar una valla publicitaria para poner su nombre. Al hacerlo, se vende como marca y llama la atención de un playboy, caracterizado por el insulso Peter Lawford. En su debut cinematográfico, Lemmon interpreta al «chico de al lado», un joven idealista que ama a Gladys tal cual es. La farsa se limitaría al personaje de Holliday, pero Lemmon aprendió del registro cómico de la actriz. Lo que es más importante, Holliday le ayudó a madurar como actor, mostrándole que es mejor apoyar la comedia en la sensibilidad del personaje.

La pareja coincidió en otra comedia, Phffft (1954). Lamentablemente, el talento de Holliday nos fue arrebatado demasiado pronto. Sus ideas progresistas hicieron que fuera arrinconada en el Hollywood de la caza de brujas, y en 1965, cuando solo tenía 43 años, murió a causa de un cáncer. Lemmon nunca olvidaría a la mujer que le dio su primera oportunidad en el cine: «Era inteligente y no se parecía en nada a las rubias tontas que tan a menudo retrataba. No le importaba dónde se situaba la cámara, el aspecto que tenía o si era una estrella. Simplemente interpretaba la escena».
En 1954, Lemmon hizo una desastrosa prueba para la película de John Ford Cuna de héroes (The Long Gray Line, 1955) que, paradójicamente, le abriría las puertas para el papel que cimentaría su carrera cinematográfica. Ford estaba preparando la adaptación cinematográfica de la obra teatral Mister Roberts, que Henry Fonda había representado en Broadway, cuando un asistente de montaje pegó el metraje de su amigo Lemmon al final de un rollo de tomas preliminares. Lemmon, que en la prueba tenía que caracterizar a un viejo de 80 años, le hizo gracia a Ford, y el director decidió cederle el papel del alférez Pulver. Estaría acompañado por un reparto de veteranos como Fonda, James Cagney (con el que Lemmon inició una larga amistad que duró hasta la muerte de Cagney en 1986) o William Powell, en su último papel en el cine.

Durante el rodaje, Ford se encariñó con Lemmon y empezó a darle más tiempo en pantalla. En palabras del actor: «Se entusiasmó conmigo y con mi personaje. Empezó a improvisar, inventando historias para que Pulver se metiera con las enfermeras, gags al probar la sopa… En conjunto fue muy bueno conmigo, muy agradable, bromeó mucho conmigo. Creo que yo hasta cierto punto estaba intimidado. No sé si intimidado es la palabra, o si más bien era aterrorizado. Era un dictador, tenía sus credenciales y yo era el crío del grupo. Me llamaba “Culo-pis”. “¿Dónde está el jodido crío?”, decía».
A medida que la atención de la película se iba desviando hacia Pulver fue creciendo la tensión entre Fonda y Ford. Tampoco ayudó a la situación que Fonda fuese un progresista que estaba en contra de las investigaciones del Comité de Actividades Antiamericanas, lo que provocaba tiranteces con los conservadores Ford, John Wayne o Ward Bond, que se divertía llamando a Fonda «rojillo». Lemmon llegó a presenciar una pelea a puñetazos entre Ford y Fonda. Como consecuencia de la trifulca, Ford fue despedido de la película y la amistad de 16 años entre aquellos hombres se fue al traste. No volverían a trabajar juntos. Mervyn LeRoy fue contratado como sustituto de Ford.

Tanto Ford, como Fonda y Joshua Logan, el autor de la obra original, renegaron de Escala en Hawái (Mister Roberts, 1955), pero fue la película que puso a Lemmon en el mapa, al ser galardonado por su interpretación de Pulver con el Óscar al mejor actor secundario. El éxito de la cinta hizo que Lemmon protagonizara varias comedias de ambientación bélica, como Operación gran baile (Operation Mad Ball, 1957) o Comando del Pacífico (The Wackiest Ship in the Army, 1960).
En los años cincuenta navegó en varios géneros, como el musical, con Mi hermana Elena (My Sister Eileen, 1955), el cine de aventuras, en Fuego escondido (Fire Down Below, 1957), e incluso el wéstern, en Cowboy (1958), convirtiéndose en uno de los protagonistas más improbables de la historia del cine del Oeste, y desarrollando una fobia hacia los caballos que le duró toda la vida.

El director Richard Quine llegaría a trabajar con Lemmon en seis ocasiones, incluyendo éxitos como La indómita y el millonario (It Happened to Jane, 1959), donde compartía cartel con Doris Day, o Me enamoré de una bruja (Bell Book and Candle, 1958), donde interpretaba a un excéntrico brujo que tocaba los bongos y robaba cada escena en la que aparecía, pese a competir con pesos pesados como James Stewart, Kim Novak o Elsa Lanchester.
Filmando una escena junto a Kim Novak, Lemmon escuchó una carcajada que estropeó la toma que estaban rodando. El actor quiso saber de dónde venía esa escandalosa risotada. Así conoció a la actriz Felicia Farr, quien sería su compañera hasta el final de sus días.

Pero no sería Richard Quine el director que dirigió más veces a Lemmon. Ese honor le corresponde al genial Billy Wilder, quien llegaría a afirmar: «La felicidad es trabajar con Jack Lemmon». El actor protagonizó siete películas de la filmografía del cineasta de origen austriaco, convirtiéndose en su alter ego en la pantalla y llegando allá donde el tímido Wilder no podía llegar en la vida real.
El comienzo de esta fructífera relación profesional, destinada a cambiar no solo las carreras de ambos hombres sino el rumbo del séptimo arte, parece sacado de una de sus películas. Durante una pelea casera con Felicia Farr, Lemmon se había hecho daño en una mano al intentar abrir una puerta por la fuerza. Una vez curadas sus heridas, el matrimonio fumó la pipa de la paz con una cena en el restaurante Dominic’s, donde estaba Billy Wilder. Al pasar junto a su mesa, el realizador preguntó a la pareja si se podía sentar con ellos. «Tengo una historia», dijo Wilder, «sobre dos chicos que se convierten en testigos de la matanza de San Valentín. Son músicos en paro y, como han visto a los asesinos, tienen que desaparecer. No tienen dinero, de modo que se esconden en una orquesta femenina y fingen ser mujeres. Durante más de tres cuartas partes de la película llevan tacones altísimos. ¿Quiere interpretar ese papel?». Lemmon aceptó y preguntó cuál era el título de la película.
Con Faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959) se basaba en la película alemana Ellas somos nosotros (Fanfaren der Liebe, 1951). Cuando leyó el guion, Lemmon quedó fascinado. Nunca había visto un libreto de comedia tan bueno. Años después afirmaría que se debería estudiar en las universidades.

Lemmon no había sido la primera opción de Wilder para encarnar a Jerry (y a Daphne), pero cuando Jerry Lewis rechazó el papel, no tuvo ninguna duda de quién sería perfecto para el doble rol: «Jack Lemmon forma parte de los actores que ya en el colegio hacían el papel del payaso de la clase. Le apasiona y le divierte enormemente disfrazarse y fingir, es el comediante por excelencia, que corre más el peligro de pasarse por exceso, que por defecto. Naturalmente, no le importaba lo más mínimo ponerse ropas de mujer, medias de seda y zapatos de tacón. Al contrario, lo disfrutaba. Esto se notaba cuando Lemmon y Curtis, durante las pausas del rodaje, iban a la cantina. A Tony Curtis siempre le resultaba terriblemente violento tener que andar por ahí, fuera del plató, con ropa de mujer; se sentía avergonzado y habría preferido esconderse. Por el contrario, Lemmon no quería dejar de interpretar su papel, ni siquiera en las pausas. Movía las caderas y dedicaba a todo el mundo una exagerada y dulce sonrisa; es alguien a quien le encanta actuar y que disfruta de la atención que despierta con ello».

Aunque cuando entra a formar parte de la orquesta, Jerry tiene el gesto de un niño en una tienda de golosinas, poco a poco irá cambiando su actitud y desarrollando una empatía hacia las chicas de la banda. Lemmon interpreta a Daphne como si fuera una mujer, y no un hombre travestido, lo que refuerza las connotaciones homosexuales del guion. Jerry no cambia de indumentaria desde que se viste de mujer y es el único de los dos por el que se siente atraído otro hombre. Como mujer, también sufre la burla y el acoso del botones y finalmente se siente deseado, como nunca en su vida, con la propuesta de matrimonio de un millonario, que se resuelve en uno de los mejores finales de la historia del cine. En palabras de la cantante Jayne County, Lemmon era «lo suficientemente hombre para ser una mujer».
Wilder aprovecharía la calidad actoral de Lemmon para explotar la relación de dominación y sumisión entre los personajes de Joe y Jerry: «Lemmon es un actor que por su naturaleza y su aspecto no podía ofrecer mucha resistencia a un argumento. En Con faldas y a lo loco pudo interpretar esa debilidad de un modo maravilloso en contraste con Tony Curtis, que una y otra vez le impone su voluntad, le abrocha el abrigo, lo convence para que le dé el collar de diamantes, y tan pronto le hace creer que es una chica como un hombre. Un actor como Lemmon necesita la farsa como oposición».

Jack Lemmon y Billy Wilder llegaron a ser grandes amigos, y el actor siempre consideró al cineasta como un hermano mayor. El realizador enseñó a Lemmon la importancia del timing, la sincronización y el ritmo a la hora de rodar una escena. Mientras Wilder filmaba, su ayudante medía el tiempo con un cronómetro, y cuando los actores dilataban más las escenas a medida que se sucedían las tomas, les instaba para que acelerasen el ritmo, con frases como: «Hagámosla de nuevo, pero esta vez en 17 segundos». Así conseguía que no se perdiese la frescura y la energía de una primera toma.
Un buen ejemplo del dominio del timing en las películas de Wilder sería la escena en que Lemmon, después de pasar toda la noche bailando con Joe E. Brown, confiesa a Tony Curtis que piensa casarse con el millonario. Wilder le dijo a Lemmon que actuase con unas maracas en la mano, y que las agitase después de cada frase. Lemmon, sorprendido, preguntó a Wilder por qué hacían falta las maracas, si la escena ya era bastante cómica, a lo que el cineasta respondió: «Precisamente las necesitas porque la escena es muy cómica. Para crear pausas para las carcajadas».
Pese a un preestreno nefasto, el peor de toda la carrera de Lemmon, esta película donde nada es lo que parece se convirtió en un éxito inmediato. Lemmon fue nominado al Óscar, pero en esa ocasión sería Charlton Heston quien se llevaría la estatuilla. Años después, Wilder comentaría con sorna: «Quizás habría ganado si hubiese sido nominado como mejor actriz protagonista».

La siguiente colaboración entre Wilder y Lemmon culminaría en uno de los mejores retratos fílmicos de la condición humana. Curiosamente, El apartamento (The Apartment, 1960) nacería de otra obra maestra del cine, como reconocería el propio Wilder: «Un día, era el año 1946, vi la película de David Lean Breve encuentro (Brief Encounter, 1945). Era la historia de una aventura entre un hombre y una mujer casados. Él utilizaba el piso de un amigo para sus encuentros sexuales. A partir de entonces no pude quitarme a ese amigo de la cabeza. En la película, él tiene una o dos escenas mínimas, pero yo me lo imaginaba volviendo a casa y metiéndose en la cama todavía caliente que la pareja acababa de abandonar. Por supuesto que en 1946 no se podía pensar todavía en una historia así. Pero cuando Diamond y yo después de Con faldas a lo loco pensamos en un papel para Jack Lemmon, recordé aquella historia, sobre la que había escrito algunas notas en mi cuaderno».

En El apartamento Jack Lemmon interpreta a su personaje arquetípico, C.C. Baxter. Un gris agente de seguros que, para ascender en su empresa, cede su piso de soltero para que los directivos se acuesten con sus secretarias. En palabras de Wilder: «Me gustó particularmente cómo Lemmon interpretó en El apartamento al pobre desgraciado, cuya desgracia solo se hace soportable porque incluso para la desgracia es demasiado torpe». Lemmon compone un personaje lleno de patetismo y humanidad. Un hombre irrelevante pero encantador, su primer neoyorquino neurótico. Desilusionado, vulnerable y servil, Baxter encontrará su último reducto de dignidad y se aferrará a él al enamorarse de la ascensorista caracterizada por la fabulosa Shirley MacLaine.

El guion de I.A.L. Diamond y Wilder es un prodigio que aúna comedia y drama como solo la vida real sabe hacer. Para ser una comedia, trata temas como el suicidio, el aborto o el adulterio, además de una abierta crítica al mundo empresarial, que se pudo rodar en 1960 porque el código Hays de censura se estaba relajando para que Hollywood pudiera competir con la pujante televisión. Para ser una película romántica, está llena de veneno y bilis, y no finaliza con un beso, sino con una ambigua partida de cartas, que no garantiza el futuro de la pareja protagonista. Este coitus interruptus final es la prueba de que Wilder no insulta la inteligencia del respetable, por eso decide no acabar con una certeza sino con una remota posibilidad. De nuevo, como la vida real.

Una muestra de la excelencia del guion de El apartamento es la escena en que C.C. Baxter descubre que Fran Kubelik, el personaje de Shirley MacLaine, es la chica con la que se cita el director en su apartamento. Anteriormente, Baxter había encontrado un espejito roto en su piso y se lo había devuelto a su jefe. Cuando Fran saca el mismo espejo, Baxter descubre que la mujer a la que ama tiene una aventura con el ejecutivo. «El espejo… se ha roto», dice Baxter. «Ya lo sé, me gusta así. Así me veo tal y como me siento», responde ella. «Esas ocurrencias», diría Wilder al respecto de la brillante escena, «acortan la narración de la historia, con una imagen hacen avanzar el relato».
Jack Lemmon expresaría su admiración hacia el talento de Wilder de forma menos parca: «En cuanto al guion en sí, he hecho siete películas con Billy y nunca he oído a ningún actor, en ningún papel, pedir que se cambie ni siquiera una palabra. No solo porque Billy probablemente diría que no, sino porque no tienes por qué hacerlo. Una de las muchas cosas que aprendí de él sobre escribir realmente bien es que no se trata solo de lo que escribes, sino de lo que no escribes. En los guiones de Billy, especialmente en los mejores, no sobra ni una sola sílaba».

Con El apartamento, Billy Wilder hizo historia, convirtiéndose en la primera persona en recibir tres premios Óscar: al mejor guion, dirección y película. Lemmon volvió a estar nominado, pero se fue a casa con las manos vacías. Empezaba a creer en esa superstición que decía que un actor que había ganado un Óscar como mejor actor secundario jamás podría alzarse con el de mejor actor protagonista.
Lemmon, MacLaine y Wilder volverían a coincidir en Irma la dulce (Irma la Douce, 1963). El actor interpretaría a un gendarme parisino que es despedido tras organizar una redada en un barrio de mujeres prostituidas, donde acaba deteniendo a su superior. Tras enamorarse de una de las prostitutas, interpretada por MacLaine, decide convertirse en su alcahuete.
Irma la dulce adaptaba un musical francés estrenado en 1956. Pese a que Wilder decidió quitar todas las canciones, el filme tiene una duración excesiva y resulta demasiado empalagoso para el corrosivo estilo del director. Irma la dulce fue un gran éxito comercial, el mayor de la carrera de Lemmon y Wilder. En esta ocasión sería Shirley MacLaine quien ganaría el Óscar, posiblemente un premio de compensación de la Academia por no haber reconocido su conmovedora interpretación de Fran en El apartamento.

¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (Avanti!, 1972), la penúltima colaboración entre Lemmon y Wilder, estaba basada en una obra teatral de Samuel Taylor. Wilder pretendía presentar el choque de valores entre estadounidenses y europeos. Esta comedia sobrevalorada es una de las películas más aburridas y predecibles de la filmografía del director.
Lemmon interpreta a un ejecutivo estadounidense que viaja hasta Italia para recoger el cadáver de su padre y descubre que este ha mantenido una aventura durante diez años con otra mujer. Como el propio Wilder reconocería, el argumento había quedado anticuado, y solo habría resultado efectivo si el personaje de Lemmon hubiera descubierto en Italia que su padre era homosexual.

Lemmon caracteriza a uno de los personajes más fríos y antipáticos de su carrera. Al ser preguntado al respecto, el actor replicaría: «La mayoría de mis personajes tienen defectos, lo cual es genial, porque eso les da la oportunidad de crecer y aprender. Puede que ya sean hombres maduros, pero conozco a muy pocos hombres, si es que los conozco bien, que no tengan algo que se pueda desarrollar, donde puedan aprender un poco más sobre el comportamiento humano y cambiar el suyo para mejor».
En el resto de colaboraciones de Lemmon con Wilder, el actor estaría acompañado por su amigo Walter Matthau, junto al que formaría una de las parejas cinematográficas más carismáticas del séptimo arte. Analizaremos estas películas y el resto de su carrera en la segunda parte de este homenaje al gran Jack Lemmon.
