Ya bajando del avión comienza a percibirse algo diferente. Es lo que llamaremos el zsá zsá zsú de Cannes. Alguna palmera se cuela en el paisaje, mientras aparecen las primeras personas del mundo del séptimo arte, las que ya pertenecen a él y las que aspiran a incorporarse. Bienvenido a Cannes.

Sol tímido arreglado con algunas nubes hacen del resplandeciente paseo marítimo de la Croisette un panorama menos apetecible de lo imaginado. El bikini tendrá que esperar. Al igual que tendrán que hacerlo las películas porque, al contrario que otros festivales abiertos al público, el de Cannes se encumbra como una mezcla de derroche, glamour y alfombras rojas. En definitiva, un traje hecho a medida para las estrellas y sus egos.

Las salas del Palais, con capacidad para miles de asistentes, se llenan así cada día de periodistas, actrices y directores de cine; productores, distribuidores y cazadores de tendencias que se cuelgan su credencial y pasean, durante día y noche, por las colas de los teatros, por los cafés de una ciudad atestada o por las tiendas de lujo.

Limosna

También están las películas a las que sólo se puede acceder con invitación, son las galas y los grandes estrenos. Las listas son cerradas y, muy de vez en cuando, regalan alguna a los pocos minutos de la función. Es así como más de uno y más de dos, –ataviados, eso sí, con sus mejores galas–, se ponen a las puertas del cine con un cartel rogando un pase para la función, algo que casi siempre resulta imposible.

No tardas mucho en darte cuenta de que la ciudad no sólo se clasifica entre la gente con y sin credencial, ya que las propias credenciales tienen sus colores y, en función de tu rango (otra vez aparece este concepto), se puede acceder antes a los estrenos, evitar las colas inaguantables (que pueden dejarte fuera a pesar de la espera) o que te concedan las mejores entrevistas.

Hablamos de un sistema de castas. Una pirámide que convive durante esos días con el ciudadano de a pie en un espacio relativamente pequeño.

Al mismo tiempo, Cannes tampoco se muestra como una ciudad elegante y seductora. La ostentanción, las mujeres posando hasta lo ridículo ante los fotógrafos, –mientras la gente las admira desde las gradas–, los coches de lujo circulando con los cristales tintados muestran la cara B de la industria del cine.

Burbuja

Paralelamente a este ambiente viciado está esa sensación de burbuja y encierro, donde, día tras día, la rutina de los que vienen a trabajar encuentran en este esquema del Festival, lleno de recovecos, algo adictivo.

“Éste es mi último festival”, proclamaba uno de los periodistas en su última noche en Francia, después de quince años cubriendo este evento. Hay dudas, sin embargo, de que esta predicción vaya a cumplirse.

Y mientras unos se emocionan con su segunda o tercera edición, y otros sueñan con bajarse de la rueda, está la duda de cómo este pestazo a mercantilismo puede resultar atractivo para alguien.

Detrás del vértigo de ver películas vírgenes sin crítica previa, –recién salidas del horno–, están todas esas toneladas de purpurina que camuflan un sistema injusto, elitista, para casi todos inalcanzable, para otros absurdo y molesto.

Criticamos a los indios en su propio país cuando señalamos sus vacas acostadas en la calle, la suciedad o esa espiral de dominio que marca tu destino desde el nacimiento. Y resulta que, no muy lejos de aquí, –si miras hacia el Cantábrico, todo recto y a la derecha–, tenemos un sistema montado desde principios muy similares, clasistas y hechos desde la diferencia, que nos muestra que da igual casi todo, lo importante es tu credencial.

Por cierto, enhorabuena a Antonio Banderas por brillar en la ciudad de las castas.