El propio realizador le resta importancia a su compromiso, a ese no darle la espalda a temas que queman: “La realidad es que todos los directores, cada cual a su manera, acaban hablando de los problemas de su tiempo, por polémicos y controvertidos que sean”. En su caso, esa es una verdad incontestable. De hecho, en varios de sus filmes los créditos de presentación van acompañados de un aviso previo que reza: “Cualquier parecido con personas o acontecimientos reales es absolutamente deliberado”.
A través de El último suspiro, el cineasta griego afincado en París se adentra en el final de la vida en general y, de manera más focalizada, en la eutanasia, un tema que, como confesó en la presentación del filme, hacía ya tiempo rondaba en su cabeza: “Tenemos que hablar de la muerte. Desde muy pequeños nos meten tal miedo sobre esa cuestión que, a lo largo de la vida, nos comportamos como si la muerte no existiera. Estoy convencido de que nos equivocamos cuando actuamos como si fuéramos a vivir eternamente, y a estas alturas sabemos firmemente que la muerte es algo que siempre acaba por llegar”.
La idea de la película surgió tras la lectura, por parte del realizador, del libro escrito por el filósofo Régis Debray y el médico Claude Grange, en el que debaten sobre la vida y la muerte. Siguiendo las pautas de esa obra, se establece en la ficción una suerte de diálogo filosófico entre el doctor Augustin Masset, un experimentado profesional en cuidados paliativos, y el célebre e hipocondríaco escritor Fabrice Toussaint, quien acaba de ser diagnosticado con una enfermedad que, de confirmarse, podría ser grave.
Entre ellos —a quienes dan vida en la pantalla, desplegando una naturalidad apabullante, los actores Kad Merad y Denis Podalydès—, y cada uno desde la perspectiva que le aporta su condición, se producen una serie de encuentros en los que confluyen miedos y emociones, risas y lágrimas. Al margen de maximalismos y posturas cerradas, ambos coinciden en la necesidad de articular sistemas que permitan vivir —y morir— de la mejor y más humana manera.
En ese viaje al corazón de un tema tan decisivo, los protagonistas se topan con distintos pacientes terminales. Entre ellos está Estrella, una matriarca gitana decidida a manejar ella misma el final de sus días, un personaje en el que Ángela Molina vuelve a demostrar su calidad interpretativa: esa capacidad innata de encandilar a quien la mira.
Bien cumplidos los noventa, y para enhorabuena del cine, Costa-Gavras ya ha anunciado que esta no será su última película. Está dispuesto a seguir al pie del cañón quien ha firmado algunas de las películas-denuncia más interesantes de las últimas seis décadas. Desde Z, con la que logró dos Óscar y el premio del Jurado en Cannes en 1969 —una propuesta con guion del escritor español Jorge Semprún que supuso duras críticas en el país natal del realizador al tratar el asesinato del político griego Gregorios Lambrakis por elementos de extrema derecha, que la policía abordó como “un accidente”—, hasta La confesión, donde denunciaba las purgas estalinistas en la Checoslovaquia tomada por los soviéticos; o El estado de sitio, en torno a la participación de Estados Unidos en las dictaduras latinoamericanas; o Missing, Óscar al mejor guion y Palma de Oro en Cannes en 1981, que provocó la protesta oficial del gobierno estadounidense e incluso un juicio —ganado por el cineasta— interpuesto por el entonces embajador estadounidense en Chile.

Con más de veinticinco filmes a su espalda, la historia de la cinematografía político-social no sería la misma sin este creador de gesto amable y cámara comprometida. “Cuando hago una película no pienso en el impacto que va a causar en el espectador, sino en cómo me gustaría ver eso que se trata, el hecho que se narra, en la pantalla”, afirma quien, lo busque o no, ha dejado una sensible huella en cada una de sus propuestas.
Es el caso, entre otros buenos ejemplos, de Sección oficial, sobre los colaboracionistas franceses en la Segunda Guerra Mundial; o de La caja de música, ganadora del Oso de Oro en Berlín, en la que denunciaba la buena vida que llevaron en América mandatarios de Hitler; o Amén, en torno al silencio del Vaticano frente a la barbarie nazi; o el drama de la inmigración ilegal que retrata Edén al Oeste; o la codicia bancaria que provocó la crisis de 2008, tema central de El capital.
No está dispuesto a callarse el hijo de una familia que emigró a París por motivos políticos a principios de la década de los cincuenta. Formado en literatura en la Sorbona y en dirección en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos, setenta años más tarde construye El último suspiro, con la que se adentra en el vértigo de la muerte dejando claro, sin estridencias ni juicios de valor, la necesidad de articular sistemas que hagan posible emprender, del modo menos traumático, ese viaje definitivo. “Afrontar la muerte de una forma digna es necesario tanto para los que se van como para los que se quedan. Para lograrlo, hay que crear espacios y ambientes que preparen para un final tranquilo, sin terrores ni angustias”.

El último suspiro
Dirección: Costa-Gavras
Guion: Costa-Gavras sobre el libro homónimo de Claude Grange y Régis Debray
Intérpretes: Denis Podalydes, Kad Merad, Ángela Molina, Marilyne Canto, Charlotte Rampling, Karin Viard e Hiam Abbass
Fotografía: Nathalie Durand
Música: Armand Amar
Francia / 2024 / 100 minutos
Distribución: Wanda Vision