Desde una personalidad nada pesimista, afirmaba: «No existe eso que llamamos mal tiempo; lo que pasa es que no llevamos la ropa adecuada». Había nacido el 20 de enero de 1946 en Missoula, población del Estado de Montana, hijo de un investigador del Departamento de Agricultura y de una profesora de lengua que le dieron vía libre para desarrollar imaginación y creatividad. Desde muy pequeño escribía, dibujaba, diseñaba artefactos… A los quince años hirió a su entrenador de natación con un explosivo casero que reventó las ventanas de cinco edificios de su calle. Fue arrestado y supuso el debut de su nombre en los periódicos.
Más tarde estudió arte –graduándose en pintura en 1969–, viajó por Europa y fue asumiendo que la imagen visual en movimiento casaba con la necesidad de expresar una vida interior a la que tenía que dar salida. «La idea –dejó escrito– tiene que bastar para ponerte en marcha porque, para mí, le sigue un proceso de acción y reacción. Es siempre un proceso de construcción y destrucción. Y tras esa destrucción se descubre algo sobre lo que se construye».
Tras varios cortos, empleó más de seis años en presentar en 1977 Cabeza borradora, un primer largometraje surrealista, romántico y duro que, rodado en blanco y negro, se convirtió casi de inmediato en clásico de culto. Un primer envite al que seguirían una decena de propuestas que labraron su fama de realizador meticuloso y obsesivo, que no dudaba en rechazar proyectos sobre los que no tuviera el absoluto control. De hecho, dijo no a dirigir El retorno del Jedi y Aquel excitante curso.
Pero, para suerte de los espectadores, fue dejando en las pantallas propuestas de la fuerza de El hombre elefante, Corazón salvaje (Palma de Oro en Cannes), Carretera perdida, Una historia verdadera, Mulholland Drive (también en Cannes premio a la mejor dirección) o Terciopelo azul, inquietante indagación sobre la extorsión, la decadencia sexual y la violencia ligada a las drogas, que él mismo consideraba una de sus propuestas más logradas.
Disconforme con el mundo de Hollywood –no fueron infrecuentes sus encontronazos con las grandes productoras–, Lynch creó en 1990 Twin Peaks, un fenómeno que cambió el mundo de las series televisivas. Ambientada en el entorno de pequeñas poblaciones en las que se desarrollaban muchos de sus proyectos, comunidades aparentemente plácidas trastornadas por trágicos acontecimientos, aquellos míticos capítulos lo encumbraron definitivamente como guionista y realizador atípico.
Pintor, dibujante, locutor radiofónico, litógrafo… siempre se mostró contrario a que se le encasillase como cineasta. Muy buen guitarrista, apenas hace seis meses lanzó Cellophane Memories, su octavo disco. Porque la música era otra de sus fuentes esenciales y clave en sus filmes, en los que aportaron composiciones David Bowie o Angelo Badalamenti.
Nominado al Óscar en cuatro ocasiones, en 2019 la Academia le entregó el honorario por el conjunto de una carrera «que rompió todos los límites a través de una visión singular». Porque, consciente de que su creatividad comportaba variables diversas, se declaraba, y así queda para la historia, sobre todo hombre de cine. Un creador que en los últimos años manifestaba la pasión que le marcó la vida: «El cine es un lenguaje. Puede decir cosas: grandes, abstractas. Y eso me encanta. No siempre se me dan bien las palabras. Algunas personas son poetas y dicen las cosas con palabras bellas. Pero el cine posee un lenguaje propio. Y con él pueden decirse muchas cosas porque cuentas con el tiempo y las secuencias. Tienes diálogos. Tienes música. Tienes efectos sonoros. Tienes muchísimas herramientas. Y, por tanto, puedes expresar un sentimiento o un pensamiento que no podrían comunicarse de ningún otro modo. Es un medio mágico».
Diagnosticado de enfisema pulmonar severo hace un par de años, al hilo de una más de sus contradicciones, David Lynch aseguró que no dejaría de fumar (ni de trabajar). Ahora el mundo ha asumido la certeza de su muerte. Tenía 78 años. Fundido a negro. Luto en las pantallas.