Maestro es, en su definición más elemental, el que enseña, pero bajo esta denominación general el maestro puede cumplir varias tareas progresivas: comunicar, explicar, enseñar y educar. El docente enseña cuando, además de comunicar y explicar, es capaz de transmitir y generar saber, modificando la mentalidad del alumno, y educa cuando prepara para la vida, influyendo positivamente en el pensar, el sentir y el hacer del discípulo.

Para el alumno, los conocimientos adquiridos constituyen la materia prima del saber, que en esencia consiste en el procesamiento intelectual de tales conocimientos, un proceso dinámico que se inicia con la activación del deseo natural de saber y se continúa con la utilización de tres piezas primordiales de la mente humana: la sabencia o capacidad mental de entender los conocimientos; la inteligencia, es decir, la capacidad de relacionarlos e integrarlos, y la experiencia, que es el resultado acumulado de la utilización de aquellos saberes.

El docente se convierte en maestro cuando, además de verter sus conocimientos y saberes en el discípulo, le inculca sus valores personales mediante el consejo y el ejemplo. “El buen maestro ha de ser fuente de ejemplo y saber”, dice un viejo refrán castellano, que puede aplicarse a cualquier nivel de la enseñanza.

El maestro lo es, decía Pedro Laín Entralgo, más por lo que infunde que por lo que enseña, para añadir a continuación: “Cuando se reduce a su quintaesencia, la maestría consiste en dejar que el otro sea lo que es y quiere ser (cuidadoso respeto de la libertad del otro), ayudándole delicadamente a que sea lo que debe ser (amoroso fomento de su vocación)”. Por eso, la relación maestro-discípulo óptima es aquella en la que la infusión de valores se realiza de manera continua y progresiva, a veces incluso de forma imperceptible para el discípulo. John Passmore dejó escrito en su conocida Filosofía de la Enseñanza que un maestro bueno consigue transmitir valores, pero el muy bueno lo logra sin siquiera mencionarlos.

En las aulas del CEIP Bartolomé Flores de Mojácar, una escuela realmente singular que atiende a niños de casi una treintena de nacionalidades distintas, todavía sigue resonando hoy día las instrucciones acerca de gramáticas y personas con las que el maestro Ibn Al-Fajjar (el “hijo del alfarero”) trataba de modelar a sus alumnos siglos atrás: “Con-jugar es tratar de alejarse de la primera persona del singular para acercarse a las demás personas del verbo: jugando con el llegas al otro; con él juegas al eco; nosotros, evita que juegues en solitario; vosotros, permite jugar cuando tú no estás, y ellos, a veces resultan lejanos, siendo tan cercanos. También les enseñaba que el atributo debe seguir al verbo en la oración como el amante sigue a la amada”.