«Me crié en Montreal, Nueva York, New Haven, Río de Janeiro y Beerseba (Israel). El mundo del cine me captó desde los trece años, y más seriamente después, a los veintiuno, cuando fui a estudiar cine a la Universidad de Tel Aviv y más tarde a la National Film School de Beaconsfield, en Inglaterra. Randle McMurphy, el personaje de Alguien voló sobre el nido del cuco, ha sido siempre mi brújula moral, reforzada entre otros por Jean Renoir, Kurosawa, Antonioni o Tarkovski».
Transmitiendo pasión en cada frase, Riklis confiesa que en todas sus películas «intento explorar los corazones y las mentes de la gente en momentos de extrema presión, en momentos de toma de decisiones, de crisis, de inspiración… todo ello en un marco de puntos de inflexión sociales y políticos. Momentos que todos podemos reconocer y apreciar —ojalá identificarnos con ellos—, que se mezclan con acontecimientos locales, regionales y mundiales que la gente recuerda. Desde esa filosofía seguí a una joven novia desgarrada en tres fronteras en La novia siria; a una viuda que protege sus árboles en Los limoneros; a un joven palestino que cuestiona su identidad en Mis hijos; a un hombre que busca su alma perdida en El director de recursos humanos; a dos mujeres heridas y atrapadas en un piso franco en Shelter; o a hombres que buscan la salvación, la redención y el reconocimiento en La trampa de la araña».
—Y ahora, ¿por qué Leer «Lolita» en Teherán?
El libro de Azar Nafisi, con su descripción tanto de las relaciones humanas como de los asuntos políticos y mundiales, tocó profundamente mi fibra sensible. Era totalmente consciente de la complejidad de contar una historia tan íntima de mujeres en Irán, y sin embargo sabía que estaba ante un reto maravilloso y emocional, basado en una visión universal de la lucha humana. Cuando sea. Donde sea.
—¿Cómo se consolidó el proyecto?
Como he comentado, me enamoré del libro de Azar Nafisi de inmediato y sentí que sería una película maravillosa. Esto fue en 2009. En aquel momento estaba demasiado ocupado, y poco a poco me olvidé del libro y de la película, hasta que un día de 2016 mis ojos se toparon con el volumen en mi biblioteca y sentí que debía comprobar en qué punto estaban las cosas en términos de derechos. Encontré a Azar en Facebook, hablamos, le pregunté si podía ir a hablar con ella y si le parecía bien un director israelí para una propuesta como esta. Me dijo que sí a ambas preguntas y, una semana después, nos reunimos en Washington. Hablamos del libro, de Irán, de Israel, de películas —conocía La novia siria y Los limoneros— y de la vida. Volví a casa con una opción. Encontré a una escritora en Los Ángeles, Marjorie David, que hizo maravillas con la adaptación. Y hablé con la actriz Golshifteh Farahani, con quien ya trabajé en Shelter (2017). Me dijo que sí… Entonces emprendimos un largo viaje para encontrar la financiación. Mi productor, Michael Sharfshtein —tristemente fallecido en 2022—, y yo llamamos a muchas puertas. La única que siempre permanecía abierta era la de Moshe Edery, director general y propietario del mayor grupo de entretenimiento de Israel —United King Films—, que creyó en la película desde el primer momento y mantuvo su apoyo durante todo nuestro viaje. En 2021 asistí a un festival de cine en Roma y tuve la suerte de conocer a la que sería mi productora italiana, Marica Stocchi, que me presentó a Gianluca Curti, de Minerva Pictures. Se apasionaron de inmediato por la historia. Conseguir la financiación no fue fácil —¿alguna vez lo es?— y finalmente, a mediados de 2022, supimos que la película se iba a rodar.
—¿Y cómo definiría su propuesta?
La película es un viaje. Una montaña rusa a través de un microcosmos de ansiedad y miedo, pero sobre todo de esperanza y amor, que pone de relieve la búsqueda de certidumbre en un mundo incierto. Las mujeres de nuestra historia luchan contra la soledad mientras se enfrentan a prioridades, decisiones y consecuencias críticas a todos los niveles. Es una historia sobre la intimidad, la amistad y los vínculos emocionales, que refleja la política mundial y las cuestiones de lealtad y traición.
Como narradores, los cineastas siempre caminamos por una delgada línea entre la verdad y el engaño, entre la vida y la muerte. Como israelí o iraní, nunca se está lejos del tipo de historias que en su día glorificaron el valor y el heroísmo de sus protagonistas, pero que ahora se examinan a diario con duda y escepticismo. Ves las grietas en el muro. Se ve la grisura en los ojos cansados y hundidos de hombres y mujeres que dieron su vida por y para sus pueblos y naciones, para luego ser abandonados a su suerte… o, aún peor, si de algún modo no encuentran fuerzas para contraatacar, negándose a comprometer su integridad y su esperanza de cambio.
—Háblenos de las intérpretes…
Puedo hablar de ellas durante horas… Mis actrices y actores son siempre mi tarea más importante. Si el actor no te convence, nada más lo hará. Las quiero a todas. Son muy diferentes —lo que era estupendo para los distintos papeles— y todas necesitaban mi máxima atención. Todas son iraníes (exiliadas, por supuesto). No hice concesiones en cuanto a la autenticidad del reparto. Golshifteh viene con su dura historia: mucho dolor, muchas cosas que explorar y en las que apoyarse. Tiene una intuición asombrosa, pero también es un poco ingenua (¿o no?), lo que me pareció perfecto para su papel de Azar. Fue una elección instantánea y obvia para mí. Para todos los demás papeles me embarqué en una sesión de casting que duró casi dieciocho meses… Llamadas por medio mundo, viajes a sesiones en París, Londres, Nueva York y Los Ángeles con actores y actrices afincadas en todas estas ciudades, así como en Berlín, Oslo y Róterdam. Cuando finalmente tomé mis difíciles decisiones, todas las elegidas me parecieron muy comprometidas, muy precisas y, finalmente, muy convincentes y —lo que es más importante— conmovedoras y emotivas.
—¿Por qué eligió Italia para rodar?
La respuesta sencilla es que los italianos que conocí apoyaron esta película desde el principio. La respuesta compleja es que no es fácil hacer una película sobre Teherán y situarla en los años ochenta y noventa (ruede donde se ruede), y por supuesto es muy difícil filmar con autenticidad aquel escenario en Europa. En Italia. En Roma. Pero, de hecho, me dije: las películas tratan, por un lado, de la autenticidad, pero también de la creatividad, de la inspiración, de abrir la mente. Y ese fue mi planteamiento. Me rodeé de expertos iraníes para asegurarme de que todo quedaba perfecto: las localizaciones, el vestuario, los extras… todo lo que se ponía delante del objetivo. También me aseguré de que todo lo que oímos —diálogos, sonidos en la calle, música— fuera totalmente realista. Y creo que hoy puedo decir que hemos conseguido crear Teherán en Roma.
—¿Le ha supuesto una dificultad añadida rodarla en farsi?
No hablo farsi, pero conté con los mejores traductores, entrenadores de diálogos y un elenco en el que podía confiar en cuanto al idioma y todos sus matices. El farsi no es fácil, pero en algún momento se convirtió en música para mí, y como amante de la música, sé si los sonidos están fuera de tono. Además, a lo largo de los años he hecho muchas películas con diálogos en árabe, así que mi oído, mi corazón y mi cerebro están acostumbrados a trabajar con lenguas distintas del inglés y el hebreo.
—Contó con un equipo…
Simplemente, el mejor. Desde mi devoto e increíble productor Jacopo («soy siciliano, recuérdalo siempre…») hasta la directora de fotografía Hélène Louvart, que es una maestra de la luz y la composición. La diseñadora de vestuario Mary, que aunó precisión y creatividad, y la maquilladora Ilaria, que tuvo que ocuparse —con su equipo— de tantas mujeres en el plató (y hombres barbudos…). De hecho, todo el equipo —asistentes de dirección, departamento artístico, magos de la técnica, responsables de sonido…— fue realmente fantástico y se mostró apasionado. Era la primera vez que trabajaba con Arik, uno de los montadores con más talento: humilde, perspicaz y amable. Y la cuarta vez con mi hijo Yonatan, que compuso, arregló y produjo una partitura asombrosa que es a la vez un homenaje a la cultura iraní y al sonido occidental. Todos y cada uno de los integrantes formaban parte de un equipo entregado, al que creo que le gustó mucho trabajar juntos en esta película.
—¿Qué mensaje le gustaría que permaneciese en los espectadores de un proyecto tan peculiar?
Este es mi decimocuarto largometraje y todavía estoy tan emocionado como cuando hice el primero. Creo que es una buena señal. Y creo que esta propuesta tiene el potencial de atraer a un gran público femenino y, por otro lado, de cuidar al público masculino. La película, al igual que el libro, está destinada a un público global y, en el convulso mundo en que vivimos, toca muchos temas de actualidad. Creo que hemos encontrado el equilibrio adecuado. Es una película que se adentra en la mente y el corazón de mujeres totalmente diferentes, pero que también se complementan. Es una película que mira a Irán en los años ochenta, pero con un punto de vista actualizado. Para mí, esta película no trata solo de Irán. Trata, lamentablemente, del estado de cosas —o del estado de cosas por venir— en tantos países y regiones del mundo. Trata de mi propio país, Israel. Trata de Oriente Próximo. Trata de muchos lugares de Europa. Y trata de Estados Unidos. De hecho, trata del mundo en que vivimos hoy. Espero a nuestro público con expectación y confianza, y con la ansiedad habitual que tenemos los cineastas cuando dejamos que nuestro bebé salga al mundo por su propio pie.
Y, con la intensidad con la que confiesa vivir cada momento, Eran Riklis concluye: «Creo en la honestidad, la verdad, el respeto… Creo en el amor. Espero que mis películas transmitan eso a la gente de todo el mundo, y seguiré haciéndolo mientras sea posible».















