–¿Por qué el de periodista musical es el mejor oficio del mundo?
Porque te permite manifestar tus filias y tus fobias; porque, si sabes manejarte, siempre puedes tener unos medios en los que desarrollarte…
Pero bueno, lo obvio es que te mandaban discos —cosa que ahora ya no sucede, claro—, conseguías entradas para conciertos, te encontrabas con los artistas, normalmente en circunstancias muy planificadas, pero a veces en unas condiciones que te permitían hacer entrevistas relajadas y provechosas… Porque a mí lo que siempre me gustó es lo que hace, o hacía, Rolling Stone, que es hacer artículos largos, en profundidad. Para hacerlos, el periodista estaba con el artista una semana o un mes, en diferentes circunstancias. Yo eso nunca lo he podido hacer porque aquí los plazos son otra cosa.
Luego hay todo tipo de artistas. Los hay a los que no les importa mostrarse tal y como son —caso de Joaquín Sabina—, pero luego hay otros que tienen en el coco la idea de que los periodistas son enemigos… cosa que igual es cierta.
–¿No hay también algunos inconvenientes en el hecho de convertir una afición tan pasional como es la de la música en una profesión, con las obligaciones y concesiones que eso implica?
Concesiones sí tienes que hacer, desde luego. En mi caso fue un proceso gradual. Yo comienzo a escribir en el 72, pero no me profesionalizo hasta el 75, con el añadido de que vivía en Burgos, lo cual me alejaba de todo lo que estaba pasando aquí y me convertía en un rara avis, y eso hizo que yo tardara un tiempo en saber cómo funcionaban las cosas.
Para mí es un proceso lento, en el cual empiezo a escribir para revistas musicales, para revistas generalistas y, en un determinado momento, ya entro en la radio y en la televisión. Para mí fue como una bola de nieve que fue creciendo sin que yo, en realidad, tuviera nada planificado.
El año clave es el 75, que es cuando empiezo a escribir para Disco Express y para Vibraciones. Pero la verdad es que vivir en Burgos suponía una serie de dificultades con respecto a hacerlo en Madrid o Barcelona. Me tuve que buscar la vida para conseguir discos. Durante un tiempo podías ir a Bayona, a Andorra, incluso alguna vez a Londres, pero, claro, eso no es suficiente y tienes que suscribirte a revistas, conseguir discos por correo o por mensajería, cosa que he hecho y sigo haciendo.
–¿Y cómo llevabas eso de ir a conciertos o escuchar discos de artistas que no te interesaban en absoluto?
Bueno, descubrí que, cuando tienes que escribir sobre alguien que no forma parte de tu santoral, tenías que esforzarte doblemente: para tratar de entender a ese artista y para que no se noten tus prejuicios al respecto. Me ha pasado muchísimas veces, claro. Por ejemplo, teniendo que entrevistar a Bertín Osborne, que no se presentó a la entrevista, y al que conocí en otra ocasión, y demostró ser una persona agradable. Pero yo creo que muchos de mis mejores artículos están escritos sobre músicos que no están entre mis preferidos artísticamente, porque te obliga a subir el listón, porque tienes que hacer un esfuerzo de comprensión y de empatía con el artista.
A veces eso es imposible, como me ha pasado con Raphael. Los encuentros que he tenido con él han sido de desastrosos para arriba. Es el mayor ególatra del mundo y un mentiroso de cuidado. Todavía me acuerdo de que en una ocasión le pregunté, en la Cadena SER, por una canción en la que se refería sibilinamente a Aute y me dijo que él había sido el primer cantante protesta de España y que había estado prohibido… Pero está bien escribir en contra del propio gusto; agradezco tener que tratar con artistas que no son de mi cuerda.
–Una de las dificultades habituales en la profesión ha sido siempre la incomprensión e incluso la falta de empatía de los jefes de sección o los redactores jefe con respecto a la música. ¿Cuál ha sido tu experiencia?
Es cierto que la música ha sido siempre menospreciada por los medios. Como todos los periodistas musicales, he tenido que jugar a menudo en ese campo y con un árbitro que no sé si actúa en tu contra, pero sí demuestra el mínimo interés en la cuestión.
Con el tiempo se adquieren mañas. Tú sabes cuándo puedes ofrecer una cosa o cuándo es mejor que te la calles, y eso te permite un cierto margen. Entiendo que el jefe de Cultura no sepa nada de música pop, pero precisamente por eso debería dejar un margen de confianza al que se supone que sí sabe. A veces tienes la sensación de que los jefes piensan que se la quieres colar todo el rato con cosas que solo te gustan a ti y, por supuesto, no es así en absoluto.
–Tú has disfrutado durante toda tu carrera de eso que llamas el mejor oficio del mundo, pero ¿crees que sigue siéndolo ahora mismo?
Creo que sí, porque, por ejemplo —y eso es algo de lo que no disfrutamos los periodistas de mi generación—, ahora existe la posibilidad de publicar muy fácilmente… aunque sea sin cobrar. Hay un montón de blogs, de páginas web. Eso es una ventaja extraordinaria. Hay muchas posibilidades de publicar. Yo mismo he llegado a publicar tres versiones diferentes en El País del mismo artículo. Mandaba una primera versión, que inevitablemente salía recortada, pero luego tenía la oportunidad de publicar en la web una versión mucho más completa. Es un buen momento para escribir de música, aunque quizá no sea un buen momento para vivir de escribir sobre música.
–En general, da la sensación de que el libro explica un oficio que ya no existe o, al menos, que ha cambiado radicalmente…
Ha cambiado mucho, claro, y quizá no existe como oficio, como una forma de ganarse la vida. Pero bueno, siempre hay oportunidades. Mi hijo empezó como periodista musical, en contra de mi consejo, que era que se dedicara al periodismo deportivo. No hay más que ver cualquier periódico: cuántas páginas dedica a la cultura (y cuántas de ellas a la música) y cuántas dedica a los deportes. Pero bueno, al final ha encontrado su hueco en la música y parece que le va bien.
–También ha cambiado radicalmente la forma en la que se hace algo tan elemental como una entrevista. Rara vez se tiene ya ocasión de hablar un rato más o menos largo y en persona con un artista, sino que ahora se hacen llamadas telefónicas de unos pocos minutos…
O, lo que es peor, los Zoom esos. A eso me niego, porque es como ponerte una trampa. Miras la cara del artista, pero no puedes ver ni dónde está.
Y otra cosa es lo de los discos. No tener acceso a los discos lo considero intolerable… hoy mismo he rechazado una entrevista porque no me mandaban el disco, sino que me ofrecían escucharlo en streaming. Pero es que valorar un disco no es solo escuchar las canciones. Yo quiero tener el disco para ver la portada, los créditos, la información que no está disponible en las plataformas. Te pierdes la forma en que el artista tiene de presentar su trabajo, que muchas veces es algo muy significativo.
Desde los años cincuenta se han hecho álbumes y los álbumes enseguida pasaron de ser una colección de canciones a ser otra cosa, con una entidad propia. Además, sigo teniendo una relación fetichista con los discos; me siguen gustando como meros objetos. No formo parte de la legión del “todo en vinilo” y, de hecho, prefiero el CD, que me parece un formato muy válido y con muchas ventajas, pero sí me gustan los discos en formato físico.
–Hablamos de un oficio que, en cierto modo, ya no existe, pero ¿no crees que cuando tú empiezas apenas existe todavía?
Existía una prensa musical de un nivel incierto, por decirlo de alguna manera, y luego, en los medios —digamos— generalistas, se trataba muy poco la música pop. Entonces sucedió que la revista Triunfo, que era el portavoz tolerado de la izquierda, empezó a publicar artículos de sabios catalanes que habían ido a California. Eso había sido por iniciativa de Oriol Regás, que fletó un avión y se llevó a toda la Gauche Divine y los estuvo paseando por toda California.
Entonces, esta gente —Manuel Vázquez Montalbán, María José Ragué, Luis Racionero— empezó a escribir artículos sobre rock, y se notaba mucho que no sabían nada, que no habían entendido nada. Entonces lo que hice fue mandar una carta a la redacción diciendo que esos artículos que estaban publicando eran impresentables. Para mi sorpresa, me dijeron algo así como: “Pues si usted piensa que puede hacerlo mejor, mándenos una muestra”.
Así que lo mandé, lo publicaron y, no solo eso, sino que a las tres semanas me la pagaron. Eso fue el descubrimiento del siglo para mí, claro. Entonces estuve un tiempo escribiendo esporádicamente y de forma un poco amateur hasta que conozco a la gente de Disco Express y Vibraciones, sobre todo, y ya empiezo a publicar de manera más regular.
–¿Actuaba la censura contra esas publicaciones?
Bueno, había que tener cuidado, claro. Por ejemplo, no podías hablar demasiado sobre los cantautores, porque estaban definidos como enemigos del régimen… Tampoco es que yo tuviera mucha pasión por los cantautores, la verdad, pero tenías que saber por dónde te movías.
–¿Es entonces cuando se puede decir que te profesionalizas?
Sí, en el 75, que además es cuando empiezo también a hacer radio en Radio Castilla, de la Cadena SER, y en Radio Nacional. Y la verdad es que me encontraba muy a gusto con eso. Unos años después empezamos a hacer televisión con Popgrama, que era un programa libérrimo en el sentido de que había gente muy profesional, como Carlos Tena o Ángel Casas, y otros que no tenían ni puta idea de aquello… Pero bueno, por alguna razón nos dejaban estar allí y sacar cosas alucinantes. Puedes ver fragmentos en YouTube y a mí me asombra, por ejemplo, las melenas que yo llevaba. Eso sí, nunca conseguí tener el pelo de Brian Jones.
–¿Crees que el declive de la profesión ha sido paralelo al de la propia industria musical?
Es evidente que cuando entró Internet no éramos conscientes de cómo iban a cambiar las cosas. Durante un tiempo nos llevábamos las manos a la cabeza diciendo que la industria del disco se moría, y la realidad era que no moría, sino que se estaba adaptando. Y ahora vive una etapa de prosperidad y, encima, está prescindiendo de buena parte de su personal, porque el departamento de promoción está reducido al mínimo, el artístico lo mismo, porque ahora lo que se hace es fichar a artistas que previamente se han autoproducido…
Pero sí, a principios del siglo XXI las cosas pintaban muy mal, y creo que seguramente siguen pintando mal para las compañías pequeñas. Nos hemos tenido que acostumbrar a una situación nueva, y ha sido un aprendizaje duro, porque la gente con la que tú tratabas —básicamente, los ARs y los de promoción—, de repente ha desaparecido, lo cual es absolutamente acojonante. No sabes con quién hablar, a quién dirigirte.
Además, en las discográficas siempre había en la cúpula alguien que sabía, los que yo llamo los disqueros, que igual no sabían cómo se llama el tercer elepé de la Velvet Underground, pero sí podían entender que la Velvet Underground era un grupo importante. Ahora no conozco a ningún directivo de las multinacionales y me da la sensación de que ellos no tienen ni idea de mí. Sí que es duro ver que no está gente a la que yo conocí bien, como Tomás Muñoz en CBS —que no sería un gran musiquero, pero tenía la suficiente agilidad para saber por dónde iban las cosas—, o Cámara, que era un experto en leer y entender a quién tenía delante; o Charlie, de DRO, que era músico y se había convertido en disquero… Era gente a la que no le podías engañar de ninguna manera, ni, por supuesto, ellos iban a tratar de engañarte a ti.
Ahora conozco algunos nombres, pero no significan nada para mí, lo que es un poco frustrante.
–¿No crees que el exceso de información sobre música acaba convirtiéndose en enemigo de un conocimiento mínimamente profundo?
Totalmente. No tenemos idea de cómo son recibidos los discos porque no tenemos ese consenso ideal de la gente que escribía antes. Eso lleva a patinar sobre hielo y esperar que no se rompa. Lo pensaba estos días: si yo tuviera que escribir sobre Lux, de Rosalía, tendría mis dificultades porque, aparte de mis propias impresiones, no tengo la idea general de cuál es el consenso crítico sobre el disco. Eso es algo con lo que tienes que contar.
Se supone que tenemos mucha información, pero en realidad estamos en la semioscuridad. A mí Google me recomienda todos los días cuarenta artículos sobre Rosalía, y no sé qué hacer con todo eso. Me aparece una reseña de Pedro Ruiz, pero ¡qué cojones me importa a mí lo que dice Pedro Ruiz del disco de Rosalía! Es una cosa desesperante.
–Has estado durante muchos años ligado a Radio 3. ¿Sigues escuchándola? ¿Qué opinión te merece?
La misma que tenía cuando estaba allí. Había programas formidables y programas que, metafóricamente hablando, deberían haber sido fusilados al amanecer. Radio 3 es tan grande que hay un poco de todo. Hay espacios en los que se refugia gente súper interesante, y luego pues se ha ido rellenando con personajes que, en muchos casos, su principal valor es que son fieles al director.
De vez en cuando oigo Radio 3, claro, y algunas veces me quedo gratamente sorprendido y la mayor parte de las veces me quedo alucinado, porque la mayoría de los programas se limitan a seguir todos los hypes del momento. Sobre todo, lo que creo que no entiende ni Radio 3 ni seguramente el resto de las emisoras musicales es que el público de la radio es muy plural. No necesariamente es un público formado por adolescentes de dieciséis años, sino que esa misma emisora la puede estar escuchando un taxista de 54. Pero parece que no se dan cuenta. Durante la última etapa que estuve allí encontré una fórmula que funcionaba: ir alternando las novedades con discos clásicos, para que hubiera siempre un gancho de reconocimiento. Pero está claro que esa no es la fórmula que triunfa.
–¿Qué interés te despiertan los medios relativamente nuevos derivados de la aparición de internet, como los blogs o los pódcast?
Utilizo más los blogs, porque me gusta más leer. Los pódcast me cuestan mucho, pero sí, de vez en cuando escucho cosas. Todo lo que sea nuevas plataformas en las cuales expresarte y foguearte me parece absolutamente maravilloso. Nosotros no tuvimos, cuando empezamos, nada de eso. Cuando empecé no existían ni siquiera los fanzines. Solo había tres o cuatro cabeceras.
Pero volvemos a lo que hablábamos antes: por un lado, es fantástico que existan tantas posibilidades para publicar, pero, al mismo tiempo, es una maldición. Y una cosa que antes no teníamos que sufrir son los lectores. Los lectores son muy importantes y te enseñan un montón de cosas, pero, claro, a veces ves las respuestas de la gente a cosas que escribes y dices: “Pero ¿de dónde ha salido este tío? Ni entiende lo que he querido decir, ni entiende al artista ni entiende cuál es la función de mi artículo”. Eso es terriblemente deprimente.
Antes te leían los que iban con sus monedas al quiosco a comprarse su revista o su periódico, pero ahora te lee gente que no tiene ningún interés y que aterriza allí por pura casualidad. Habría que escribir un libro al estilo de aquellos que se escribían sobre las barbaridades que decían los estudiantes en los exámenes (Antología del disparate, recopilación de contestaciones disparatadas en exámenes y reválidas recogidas por el catedrático Luis Díez Jiménez). Al mismo tiempo, eso te hace fuerte. Y, claro, lo que tienes que hacer es trabajar para los que sí te entienden o, al menos, están predispuestos a intentar entenderte.
–¿Está siempre claro para quién se escribe?
Claro, tienes que escribir en función del medio para el que se va a publicar. Una cosa es escribir para Efe Eme, cuyo público es musiquero, y otra para El País, cuyos lectores, en buena medida, no tienen ni puta idea de música. Aunque es verdad que hay de todo, y hay gente que sí que sabe.
A mí me pasa con frecuencia que, escribiendo un artículo, me da la sensación de que debería apostillar o matizar ciertas cosas. No lo haces por cuestión de espacio, pero luego siempre aparece alguno que te escribe protestando porque mencionaste a Nicky Hopkins y no dijiste lo importante que era… Siempre tengo la obsesión de que todo sea claro, inteligible. Que, por lo menos, la gente intuya de qué va el artista o el personaje del que estás escribiendo. Aunque luego te das cuenta de que muchos de los que te leen no saben nada de la historia del pop, que no saben ni distinguir a los Brincos de los Rolling Stones.
–¿Cómo consigues evitar la sensación de rutina?
En realidad es muy sencillo. Normalmente se me ocurren media docena de actividades que me resultan más atractivas que escribir. Entonces lo que haces es ir retrasando el momento en el que te tienes que sentar a escribir. Normalmente me pongo a trabajar en un artículo antes de ponerme a escribir y, cuando tengo ya una idea que me parece interesante, normalmente me sale todo bastante fluido. Tienes que intentar conseguir que una mayoría de lectores que probablemente no saben nada tengan los elementos de opinión sobre un artista o sobre un disco. A veces es muy complicado.
Aún antes de que fuera condenado por asesinato, cuando escribías sobre Phil Spector tenías que explicar que era un tío importantísimo para la historia del rock y que luego era también un cabrón con pintas. Y tan cierta es una cosa como la otra. Y eso es complejo porque en el mundo del pop y del rock somos mitómanos, aunque no queramos serlo. Al menos los que venimos de los años sesenta y setenta concedemos una importancia extraordinaria al comportamiento de los artistas, lo que creo que es un error garrafal. Muchos músicos, muchos artistas son unos auténticos hijoputas, pero es que muchas veces tienen que serlo, porque, si no, no estarían donde están. Han tenido que pasar de sus compañeros, de sus novias, de la primera discográfica que les dio apoyo para seguir subiendo… En fin, que conviene no mitificar a los artistas.
–No mitificarlos y tratar de evitar los prejuicios…
Sí, claro. Tú vas al encuentro de un artista con todo tipo de prejuicios y, aunque lo intentes, es difícil evitarlos. Cuando entrevisto por primera vez a Lou Reed sé que es un cabroncete y que es extremadamente desagradable, y lo compruebo. Sin embargo, unos años más tarde le hago otra entrevista y él acaba tan contento con la entrevista que termina acariciándome la rodilla —no de forma libidinosa, sino, no sé, como un gesto de reconocimiento— porque le había entrevistado una persona que conocía su trabajo y lo respetaba, algo que supongo que muchas otras veces no sucede.
A mí me asombra la audacia de gente que va a entrevistar a un artista sin haber escuchado el disco y sin tener ni idea de qué va… Los artistas son especiales. Están en un determinado momento, en una determinada situación. Están muy condicionados por su necesidad de gustar y de tener éxito. Por ejemplo, es muy raro que un artista te hable bien de un contemporáneo suyo, porque es un competidor. Pero bueno, todas esas cosas hay que entenderlas y asimilarlas.
–¿Qué te parece el nivel del periodismo musical en España en general?
Creo que, aparte de algunos vicios a veces demasiado arraigados, se ha hecho y se hace muy buen periodismo musical. La mayor parte de la prensa musical estuvo siempre en Barcelona. Y no es que sea por el clima o por el mar, sino por la proximidad con Francia, que tenía ya una idea de profesionalidad que no se daba en otros sitios. Ellos conocían de primera mano revistas como Rock & Folk o incluso Salut les copains, que era una revista juvenil y absolutamente frívola, pero que tenía una calidad de producción fotográfica impresionante… Barcelona ha sido siempre el modelo con el que te tienes que medir.
–¿Sigues siendo un gran fan de la música? ¿Tratas de estar al día de lo que va saliendo? ¿Sigues comprando discos?
Sí, sí, compro discos a menudo. Ahora estoy teniendo una pelea con Amazon porque les pedí una caja con cuatro CDs de músicos franceses, de la chanson, adaptando poemas, y la edición es desastrosa porque no te viene ni el listado de las canciones. Es una anécdota, pero era para explicar que todavía me apasiona, y que me cabreo cuando pasan cosas así, y que todavía sigo buscando música que me estimule.
Lo que pasa es que sí llega un momento en el que, más que seguir la actualidad, lo que quieres es tener visiones panorámicas de una escena o de un estilo. Pero claro que me emociona escuchar canciones que me gustan. Me emociona incluso escuchar las playlists que te propone a veces Spotify, porque, aunque sea una música que tú conoces bien, siempre aparece de vez en cuando algo que no tenías o que no habías escuchado, y eso es fantástico. Sigo siendo muy curioso. Cuando entro en YouTube a buscar algo concreto siempre miro en la columna de al lado por si lo que te sugieren es interesante, que muchas veces sí lo es.
Siempre he pensado que el mundo del disco es enorme, pero ahora me doy cuenta de que no es que sea enorme, sino que es prácticamente infinito, una cosa de locos. Es muy fácil encontrar cosas sorprendentes. Muchas veces juego a poner las categorías más raras, como “Cambodian Funk”, y resulta que aparecen cosas alucinantes. Para mí es todavía un proceso de descubrimiento y lo utilizo para buscar artistas de los que se habla y que te despiertan curiosidad.
–Durante toda la mitad del siglo pasado la música ha registrado una evolución constante, pero ¿piensas que está ya todo inventado o que puede haber algo tan rompedor como lo que ha habido de forma más o menos regular hasta hace unos años?
Espero que sí. Nadie trabaja en un vacío. Los artistas trabajan en una tradición, y en una tradición que les enseña muchos caminos diferentes. Por un lado, es muy difícil tener el impulso rupturista que mencionas; pero, por otro lado, hay muchísima gente, muchísimos grupos y artistas haciendo música. Uno desea realmente que haya esa ruptura; lo que pasa es que a veces solo la descubres a posteriori, cuando ya ha evolucionado y quizá se ha diluido.
El problema, por otro lado, es que ahora somos demasiado conscientes del pasado. No ya los periodistas, sino todos los aficionados en general. Han escuchado mucha música y a veces es complicado asimilarlo todo de una forma correcta. Hasta hace unos años, uno se defendía como podía y su acceso a la música era muy limitado: por la distribución de los discos, por capacidad económica, etc. Pero ahora hay acceso directo a toda la música que se hace en cualquier lugar del mundo.
–¿Has hecho alguna entrevista que puedas considerar tu favorita? ¿Y la más desafortunada?
No lo sé, han sido tantísimas que no sé si puedo mencionar una concreta. Muchas veces no es tanto lo que se diga, sino la actitud del entrevistado. Entrevisté aquí, en un hotel de Madrid, a los Van Halen, y fue una entrevista muy desagradable porque, básicamente, se dedicaron a tomarme el pelo. Pero cuando se marchaban, David Lee Roth, el cantante, me dijo en un aparte: “No hagas caso a mis compañeros: son idiotas”. Muchas de las entrevistas que han sido un poco fallidas es porque el mánager o la compañía se empeñan en que entrevistes al grupo entero, y eso no suele ser buena idea porque hay uno que es el que lleva la voz cantante, pero, a lo mejor, el que tiene más cosas que contar es el serio…
–¿Y una entrevista que se te escapara, que te habría gustado hacer y de momento no ha podido ser?
La verdad es que he hecho a casi todos los que me resultaban interesantes… No he entrevistado a Tom Waits, por ejemplo, pero tampoco creo que fuera a ser una buena entrevista porque es un vacilón. Tiene una fórmula perfecta para desconcertar a los periodistas, que es contar datos muy raros y absurdos… A Keith Richards tampoco le he entrevistado, aunque tampoco creo que sea un gran entrevistado, porque es un tipo que está totalmente enamorado de su imagen y no me parece particularmente listo.
Diría que he hecho casi todas las entrevistas que me apetecían. He entrevistado, por ejemplo, a Ritchie Blackmore, pero esa fue por teléfono. En persona habría sido otra cosa, claro. Lo de las entrevistas telefónicas es un infierno. Recuerdo una vez que estaba entrevistando a Tom Jones y le hice una broma acerca de su primer mánager, Gordon Mills, que era un salido de cuidado. Y mientras estaba hablando, apareció una voz femenina muy seria diciendo: “Esa pregunta no es válida”. Así que nos estaban censurando la entrevista en directo. “Qué poco se fían de este señor”, pensé, “para que esté una persona controlando las preguntas y las respuestas”.















