Muñoz Molina ha recibido, entre otros, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el Planeta, el Premio Jerusalén, el Prix Médicis Étranger, y fue finalista del Man Booker International con su novela Como la sombra que se va. Desde 1995 es miembro de la Real Academia Española.
Como introdujo Elena Ramírez, editora de Seix Barral, en el encuentro de presentación de El verano de Cervantes, ya en 2016, cuando se cumplía el cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, el escritor jiennense le comentó que llevaba un año tomando notas para escribir un ensayo sobre el Quijote. Aquellos apuntes han fraguado en un libro híbrido que trasciende la investigación literaria para añadir un significativo componente memorialístico y autobiográfico porque, como el propio escritor justifica: “Incluir recuerdos en el libro era un reto, un reto intencionado, porque lo que estaba actuando dentro de mí era esa búsqueda de qué hacen, qué lugar ocupan los libros y la ficción en general en la vida. Y eso también me fue llevando a la labor que puede tener un libro de refugio en momentos de enfermedad o de aflicción, momentos en los que sientes la extrañeza del mundo exterior”.
—¿Cómo surge la idea de esta obra?
En el diario de Virginia Woolf leí hace muchos años algo que me llamó mucho la atención. Ella se preguntaba si sería posible mantener la viveza del borrador en la obra terminada. Lo decía alguien como ella, que era muy partidaria de anotar ideas y utilizarlas como punto de partida para escrituras posteriores. Le he dado muchas vueltas a eso porque uno piensa a menudo que un libro es una cosa cerrada. Que un libro es como un edificio del que hay que tener un plano. Mi ambición siempre ha sido lograr que la ligereza del borrador se pueda transmitir al libro terminado. Que lo escrito tenga algo de tentativa, de ensayo en el sentido de tanteo. Yo comencé a tomar notas sobre Don Quijote cuando estaba trabajando en otra cosa, y a lo largo del tiempo, e intercalado con otros trabajos, seguí tomando apuntes. A lo largo de la vida me ha pasado que libros en los que había trabajado mucho, de pronto, y por falta de impulso final, se quedaron en borradores. No quería que me volviera a ocurrir eso, y en el último año recuperé los cuadernos que había ido rellenando y los pasé al ordenador que, como su denominación señala, ordena. Así fue organizándose el libro.
Una obra sobre la que Muñoz Molina insiste en la necesidad de restarle solemnidad: “Lo primero que hay que hacer con el Quijote es procurar no verlo como un clásico. Cuando pensamos en los clásicos tendemos a pensar en algo indiscutible, macizo, magistral… Los clásicos son como intimidantes. El Quijote es lo contrario de un clásico porque es una obra experimental. Hecha muchas veces a tientas, improvisadamente, por alguien que, sobre todo en la primera parte, iba creándola sobre la marcha. Eso se manifiesta en las contradicciones que encontramos. Es una obra que no tiene modelo. Cuando Cervantes se pone a escribir, el único modelo que tiene es el paródico: la parodia en los libros de caballerías. Lo que escribe convierte a su libro en irreverente, cómico, con una parte de insolencia hacia gente muy situada en su época. Cuando se publicó era una obra que estaba fuera de lo literario. Era una obra de risa que pertenecía a un género que no se consideraba literario. En aquel momento, con categoría literaria, eran sobre todo los poemas épicos. La aspiración de los escritores era hacer un gran poema épico, narrativo y heroico. Por ejemplo, La Araucana, de Alonso de Ercilla, sobre la conquista de Chile, o poemas heroicos como La Jerusalén liberada, de Tasso. Luego estaba el género pastoril, dentro del que Cervantes había escrito La Galatea, su único libro publicado hasta entonces. El género, en literatura, en música o en cine, es un referente muy poderoso porque te permite establecer un marco en el que moverte. Pero lo que de pronto hace Cervantes es una mezcla muy rara. Un libro experimental en el que continuamente se están explorando tonos literarios. Un libro muy realista pero, al tiempo, muy metaliterario porque continuamente está hablando de literatura y parodiando todos los lenguajes posibles. Recoge el habla popular y personajes y lugares que no son literarios. Desarrollar una escena en una venta del camino es como hacer hoy literatura en una gasolinera. Es muy importante tener eso en cuenta: lo no literario que figura en un libro absolutamente cumbre de la literatura”.
—¿Hay una edad más adecuada que otras para leerlo?
Nadie que está educando a un niño en el terreno de la música le pone inicialmente La pasión según San Mateo o Parsifal. La educación es gradual. También para leer, y más teniendo en cuenta que la lectura es una cuestión muy sofisticada. La lectura no es mirar activamente una pantalla. La lectura es, por parte del lector, un acto de creación muy complejo. En una sociedad civilizada, tanto la familia como la escuela van introduciendo poco a poco el conocimiento y el disfrute de las creaciones literarias. Algunos de los escritores más cervantinos que han existido, como Stendhal o Flaubert, empezaron leyendo el Quijote en ediciones infantiles. En la biblioteca de la casa de Flaubert, en las afueras de Ruan, había una edición con grabados coloreados de 1828. Por otra parte, la madre de Stendhal murió cuando él tenía siete años y su padre, un señor muy autoritario, no le dejaba leer. Pero él se colaba en la biblioteca y descubrió el Quijote en una edición infantil que, como dejó escrito, aquella lectura le hizo reír por primera vez tras la ausencia materna. Yo vuelvo muchas veces a las cosas que me gustan. Eso me pasa con Cervantes. En cada edad, en cada persona y en cada situación el libro llega de una manera. El libro, en este caso el Quijote, va cambiando a lo largo de la vida igual que vamos cambiando nosotros. Según lo vas leyendo, encuentras cosas nuevas. Cervantes escribe con una claridad absoluta. No es Quevedo ni Góngora. Escribe con una gran claridad. Evidentemente en la lengua que se hablaba en el siglo XVII, pero su escritura es muy comprensible, mucho más que la de Shakespeare para un lector británico de ahora. Cervantes tiene una voz que apela a ti directamente, algo que le diferencia de cualquier otro escritor de su época.
—Habla usted de la ficción como elemento perturbador, trastornador de la mente humana…
El delirio es un tema crucial en Cervantes y en Don Quijote de la Mancha, que es como una antología, un catálogo de todas las formas posibles de narración. Desde las más populares, como los refranes, los chistes, los cuentecillos folklóricos, los poemas, las cosas que se cuentan unas personas a otras o la transmisión manuscrita, muy habitual en aquella época, pues la imprenta era cara. O la lectura en voz alta. Hoy la lectura se hace en silencio y a solas, pero en aquella época, y hasta bastante avanzado el siglo XX en las zonas populares, el que sabía leer lo hacía en voz alta y los demás escuchaban. En ese sentido, Cervantes estaba obsesionado con cómo son recibidas las historias por quien las lee o escucha, por cómo forman parte de sus vidas y cómo pueden afectar para comprender la realidad. Porque pueden dar alegría, evadirte y desarrollar la imaginación, pero también pueden sedarte de cara a la realidad. Cuando era niño, había gente que no sabía distinguir en el cine la ficción de la realidad. Sabemos que cuando se produjeron las primeras proyecciones, aquellos espectadores se alejaban de la pantalla al ver llegar el tren. Salían huyendo de la locomotora. García Lorca contaba que, cuando iban por los pueblos representando teatro clásico con La Barraca, por ejemplo Peribáñez y el Comendador de Ocaña, la gente que nunca había asistido a una función le tiraba piedras al Comendador. La gente quedaba tan abducida por la ficción que la confundía con la realidad. Hoy estamos entrenados para distinguir una cosa de la otra, pero la mente humana está muy dotada para dejarse abducir por la ficción. Es fácil engañar al cerebro. Por eso, hay bastantes testimonios que confirman que en la época de Cervantes había gente que enloquecía realmente por la lectura. Santa Teresa cuenta en su autobiografía que, de niños, ella y su hermano leían libros de caballerías y de santos, y un día escaparon de casa y se echaron a andar para ir a Tierra Santa y morir como mártires en las Cruzadas.