Constituida en su mayor parte por piezas pertenecientes a las Colecciones Reales del Patrimonio Nacional, muchas de ellas no accesibles habitualmente a la visita pública de los Reales Sitios, y una vez devueltos los préstamos incorporados a su contenido inicial, la exposición vuelve a abrir sus puestas en una segunda versión que, manteniéndose en su planteamiento esencial, se ve enriquecida con nuevas obras de extraordinaria calidad y también poco conocidas, pertenecientes todas ellas a las Colecciones Reales, que permiten ampliar su discurso y descubrir al espectador aspectos especialmente destacados de los intereses artísticos de Carlos III.

Así, la muestra mantiene la coherencia de su planteamiento expositivo, que analiza el mecenazgo del rey y la estética y significación de la magnificencia en las residencias reales españolas durante aquellos años que marcan la transición del Rococó al Neoclasicismo, pero se introducen nuevos temas que no estaban presentes en la primera versión, como las exequias y elogios fúnebres dedicados al monarca que se ubican al final del recorrido tras la sala dedicada a su muerte, que ha sido uno de los espacios de la exposición más impactantes para el visitante.

Junto a ello, las novedades que aporta esta nueva versión de la exposición son las siguientes:

A Carlos III en Nápoles se dedica la primera sala, pues las realizaciones ilustradas de este soberano en España no se explican si no se conocen aquellos veinticinco años durante los cuales ocupó el trono de un lugar clave para la cultura europea, especialmente en aquellos años del Grand Tour. Las excavaciones de Pompeya, Herculano y Estabia, así como el esplendor arquitectónico de Nápoles son parte de su obra allí y marcaron el desarrollo del Neoclasicismo. Vistas de aquella ciudad por Pietro Fabris y composiciones por Francesco Solimena y Francesco De Mura encargadas por el rey están presididas por su busto realizado, apenas llegó a Madrid, por Juan Pascual de Mena.

La religiosidad. Fundador de la Orden que lleva su nombre, creada para honrar “La Virtud y el Mérito”, ésta se caracteriza por los colores azul y blanco que corresponden a la Inmaculada Concepción, bajo cuyo patrocinio la puso Carlos III.  La religiosidad era esencial para este soberano como se refleja en ese y en otros aspectos de su arte cortesano, y por tanto el título pontificio de Rey católico le corresponde tan bien como al que más de sus predecesores. En su patronazgo religioso destacan las obras de Tiepolo, Mengs y sus discípulos españoles, así como las de orfebres cortesanos como José Giardoni o Manuel Timoteo de Vargas Machuca.

El obrador de marfiles del Buen Retiro constituye el menos conocido, pero el más avanzado desde el punto de vista estético, de los que se integraban en la Real Fábrica del Buen Retiro fundada por Carlos III a su llegada a Madrid, y que suele relacionarse con la porcelana. Aunque ésta fuese su producción más cuantiosa y conocida, en aquella manufactura se realizaban también otras especialidades suntuarias como las piedras duras –a las que esta sala estaba consagrada hasta ahora– y la talla en marfil, cuyo director era uno de los jefes mejor pagados de la Fábrica. Este escultor romano, Andrea Pozzi, creó y coordinó relieves en este material precioso que reflejaban las pinturas romanas descubiertas en Pompeya y Herculano. De este modo, la gran empresa cultural patrocinada por Carlos III, y que resultó esencial para el gusto neoclásico en todo el mundo, no sólo se difundió por la edición –también regia– de estampas sobre aquellas obras de la Antigüedad, sino que se plasmaba también en los gabinetes de Palacio. Este conjunto quedó dispuesto de una manera fija en la Casa de Campo del Príncipe de El Escorial desde la década de 1790, ya bajo Carlos IV. Puesto que aquella es su disposición histórica que debe mantenerse, y dado que aquel gabinete no puede estar siempre abierto a la visita por sus reducidísimas dimensiones, esta sala ofrece una oportunidad especial para el visitante.

Inmediatamente después de su muerte, Carlos III fue objeto de impresionantes exequias y elogios. Los montajes efímeros realizados para solemnizar aquellas ceremonias –las últimas de un soberano español que tuvieron tan universal alcance geográfico y tanto fasto– abarcan un expresivo abanico estético, desde la mayor modernidad neoclásica que caracterizó las celebradas en Roma hasta las de carácter más retardatario y anclado en las tradiciones del principio de la Edad Moderna, y todo ello en el mismo año de la Revolución Francesa. Dentro de un montaje que recrea parcialmente el elegante ornato organizado por José Nicolás de Azara en la iglesia de la Corona de Castilla –Santiago de los Españoles– en Roma se exponen los libros existentes en la Real Biblioteca del Palacio de Madrid y que contienen estampas de los imponentes cenotafios y aparatos arquitectónicos levantados tanto en Roma y España (Barcelona, Sevilla, Granada) como en diversas capitales de América.

El Trajano que hoy rige España

Carlos III (Madrid, 20 de enero de 1716 – ibídem, 14 de diciembre de 1788) era para sus contemporáneos «el Trajano que hoy rige España», en expresión del diplomático e ilustrado José Nicolás de Azara. Y, en virtud de ese paralelismo la imagen de aquel emperador romano, e hispano, protagoniza el techo pintado por Anton Raphael Mengs en la Saleta del Palacio Real de Madrid donde el rey daba audiencia y comía: así el soberano quedaba aureolado por las virtudes de Trajano personificadas en la bóveda «para manifestar las que son propias de un perfecto Príncipe», y desde su posición el monarca podía contemplar en el otro extremo de la sala «el Templo de la Inmortalidad, y el coro de las Musas, ocupadas en celebrar sus glorias», como describió Antonio Ponz.

Soberano ilustrado y, como tal, mecenas de las artes, este monarca constituye el referente más indiscutible en la relación que han mantenido la Corona y la cultura en España durante la Edad Moderna. Su gobierno, además de las grandes obras públicas que promovió, supuso la intervención estatal en aspectos estéticos a una escala amplia y variada. Pero sin duda donde con más claridad se perciben tales innovaciones es en el propio entorno del rey, en el arte cortesano creado bajo su directo mecenazgo, y que pone en valor esta gran muestra, que conmemora el tercer centenario de su nacimiento.

Estas obras artísticas, que servían para la vida cotidiana del rey y su familia, estaban pensadas tanto para fines funcionales como ornamentales y representativos: su calidad, su magnificencia y suntuosidad, su tono cosmopolita, constituían toda una declaración de poder. Expresaban no sólo la majestad del rey, sino la de la vasta monarquía simbolizada en su persona.

En sus palacios –tanto el de Madrid como el de los cuatro sitios reales donde la corte pasaba cada estación del año– se expresaba esta alianza entre el poder y la ilustración mediante todas las bellas artes: la pintura con figuras como Giambattista Tiepolo, Mengs y todos sus discípulos españoles, entre ellos el incipiente genio de Francisco de Goya; las artes decorativas merced a las Reales Fábricas de tapices, de porcelana y piedras duras, de cristales y de relojes, y a los talleres dirigidos por diseñadores como Mattia Gasparini.

Reconocibles aún en los palacios, pero en gran medida dispersas debido a la misma evolución de la vida cortesana y a los avatares históricos, las obras ornamentales creadas para expresar la magnificencia de Carlos III constituyen uno de los tesoros culturales de España.

 

Las tres paradojas de Carlos III

Carlos Seco Serrano hablaba de las tres paradojas de Carlos III, que podemos resumir de la siguiente forma: El gran promotor de la Ilustración no se ilustraba (no disfrutaba de la lectura ni de la música). Por otra parte, el mejor alcalde de Madrid no amaba Madrid, lo rehuía en lo posible (su residencia en la Corte no rebasaba la quinta parte del año). Igualmente, este príncipe de estricta religiosidad, tanto en su comportamiento público como en el privado, se hizo famoso históricamente porque expulsó a los jesuitas.

Para Seco, «esta triple paradoja fue contrastada, superada, por el buen sentido del Rey, por su concepto del deber, por el instinto que sabía desplegar en la elección de sus colaboradores. El resultado no pudo ser más óptimo. Carlos III es el máximo ejemplo de cómo un Rey que está muy lejos de ser un intelectual puede encarnar, al mismo tiempo, el gobernante ideal para todos los sectores sociales del país, y por ende y en primer lugar para los intelectuales».

«Ciencias útiles, principios económicos, espíritu general de ilustración: ved aquí lo que España deberá al reinado de Carlos III», proclamó Jovellanos.