La intervención, realizada por María Álvarez Garcillán durante cuatro meses, ha permitido recuperar la riqueza cromática y la estructura original de una obra que había sufrido los efectos del tiempo y las intervenciones pasadas. La reintegración cromática se ha realizado atendiendo a las diferencias de decoloración y al impacto visual de cada desgaste. El resultado es una obra equilibrada, armónica y fiel al espíritu original de Velázquez.

Esta pintura, que ya puede contemplarse en la sala 12 del edificio Villanueva, era parte esencial del proyecto del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Junto a ella se incluían los célebres retratos a caballo de Isabel de Borbón —recientemente restaurada—, el príncipe Baltasar Carlos, Felipe III y Margarita de Austria.

Velázquez abordó este encargo en plena madurez artística, sin delegar en su taller. El resultado es una composición que combina pinceladas secas con trazos cargados de aglutinante, creando una textura visual que se transforma en formas reconocibles a distancia. Ojos, manos, caballo, cielo y paisaje emergen así con una naturalidad que solo el sevillano podía lograr.

«Felipe IV a caballo» (antes de la restauración). Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 303 x 317 cm. Hacia 1635 Madrid, Museo Nacional del Prado.

El programa iconográfico diseñado por Velázquez para el Salón de Reinos tenía como objetivo representar la continuidad de la monarquía y de su dinastía. Al este, a ambos lados del trono, se situaban los retratos de Felipe III y Margarita de Austria, padres del rey; y enfrente, orientados hacia el oeste, los retratos de Felipe IV, el príncipe Baltasar Carlos e Isabel de Francia.

Completaba el proyecto pictórico del salón la serie de batallas (12 obras que relataban las victorias ganadas por la Monarquía Hispánica durante el reinado de Felipe IV) y la serie sobre los Trabajos de Hércules (10 lienzos de Zurbarán, alegato de la virtud y fortaleza del rey). También se hacía referencia a la grandeza del imperio con los escudos de sus 24 reinos, pintados en la parte superior de los muros.

Todo este desarrollo iconográfico se ceñía a un plan general decorativo en el que quedaban perfectamente calculados los formatos de cada obra y el lugar que ocuparían dentro del espacio. Sin embargo, en la serie de retratos, el tamaño no coincidía exactamente con la ubicación de las puertas de acceso al salón ni con el espacio destinado al trono, y las pinturas debieron ser desplazadas aproximadamente un metro hacia los lados.

Este cambio supuso una serie de modificaciones en cadena. Los retratos de Felipe IV e Isabel de Borbón tuvieron que ser ampliados más de 60 centímetros de ancho, añadiendo sendas bandas laterales de más de 30 centímetros cada una. Y, como esta ampliación invadía el hueco de las portezuelas laterales, se recortó y pegó la parte de lienzo que ocupaba este espacio a la propia puerta. De esta forma, si estaba cerrada apenas se notaba el corte, pero si se abría, la puerta giraba con el fragmento de cuadro adherido a ella.

Los lienzos fueron reentelados cuando, antes de 1772, se trasladaron al actual Palacio Real, recuperando su forma original. Se mantuvieron los añadidos y se cosieron los fragmentos adheridos a la puerta.

«Felipe IV a caballo» (después de la restauración). Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 303 x 317 cm. Hacia 1635 Madrid, Museo Nacional del Prado.

Este retrato ecuestre, único en la serie que contiene la declaración de autoría velazqueña, representa al monarca en riguroso perfil, montando un caballo en corveta, con banda, bengala y armadura. A diferencia de otros retratos que exaltan el poder mediante el dinamismo, Velázquez opta por una representación serena, inspirada en el Carlos V en Mühlberg de Tiziano, donde el paisaje abierto y el cielo cobran protagonismo.

La obra fue realizada entre finales de 1634 y principios de 1635, en un momento de gran actividad artística para Velázquez, quien recibió pagos por seis pinturas destinadas al Salón de Reinos. El paisaje que sirve de fondo al retrato recuerda al piedemonte entre Madrid y la sierra del Guadarrama, especialmente la zona del Hoyo, un entorno familiar para el pintor. Esta elección refuerza la conexión entre el monarca y su territorio y aporta una dimensión naturalista que contrasta con la rigidez de otros retratos cortesanos.

La esquina inferior izquierda del lienzo, donde Velázquez suele incluir una hoja de papel para firmar sus obras, aparece en blanco. Es un gesto deliberado: el artista afirma que su estilo y técnica son tan reconocibles que no necesita firmar. Esta decisión refuerza la autoría y la maestría del pintor, que no delegó en su taller y asumió personalmente la total ejecución de la obra.

Recreaciones del testero de entrada (sureste) del Salón de Reinos después de la ampliación de los retratos de los reyes.