Había nacido en Arequipa, en el Perú, y desde 1993 tenía también la nacionalidad española. Vivió los primeros diez años de su infancia en Bolivia, y el tiempo fue confirmando que París, Barcelona, Londres y Madrid serían las ciudades de su existencia, donde —antes de dedicarse por entero a la escritura— ejerció, entre otras profesiones, como periodista, traductor y profesor de idiomas. Y Lima, claro, la capital que ha vivido su despedida ochenta y nueve años después de aquel 28 de marzo de 1936, en que sus ojos se abrieron al mundo.

El Nobel de Literatura, el Cervantes, el PEN/Nabokov, el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias… y un sinfín de otros premios fueron cayendo en su maleta desde que, con cinco años, descubrió la magia de la literatura. “Aprender a leer fue el mejor regalo de mi vida. Tenía entonces cinco años, y este hecho cambió el mundo de una manera tan radical que mi vocación o mi talento literario nació en aquel momento crucial. De hecho, comencé a escribir de forma casi espontánea cuando todavía no había llegado a la adolescencia. Pero fue al entrar en la universidad cuando fui plenamente consciente de que a la literatura era a lo que quería dedicarme en la vida”.

Esa posibilidad —la de vivir para y por la escritura— surgiría en 1962 con La ciudad y los perros, la novela en la que relataba su experiencia en un colegio militar, en el que fue obligado a ingresar; un texto deslumbrante que ganó por unanimidad el Premio Biblioteca Breve y el de la Crítica, abriéndole de par en par las puertas del escogido grupo de autores universales.

Como él mismo dejó escrito: “Escribir cambia la vida, engrana la conciencia, conduce a la reflexión. Leer también. Los buenos libros que leí mejoraron mi vida… Una sociedad impregnada de literatura es más rica, más creativa y más vibrante”.

Larga, muy larga es la relación de imprescindibles que configuran un conjunto en el que confluyen piezas teatrales (La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones, Los cuentos de la peste), estudios y ensayos (La orgía perpetua, Cartas a un joven novelista, Entre Sartre y Camus, La verdad de las mentiras, La tentación de lo imposible, El viaje a la ficción, La civilización del espectáculo, La llamada de la tribu), libros de memorias (El pez en el agua), relatos (Los cachorros) y, sobre los demás géneros, como él mismo declaraba, novelas: “Si tengo que elegir, sobre todo me declaro novelista. La novela es un maravilloso medio de cambio y disfrute que nos permite explorar los misterios del mundo. La novela le confiere a la vida una dimensión excepcional. Es la expresión de una vida que no tenemos y con la que soñamos. Es el reino de la imaginación y la fantasía”.

Inolvidables novelas las suyas. Ahí quedan, para la historia de la narrativa de altura: Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Lituma en los Andes, El paraíso en la otra esquina, El sueño del celta, El héroe discreto, o las cumbres de Conversación en la catedral y La fiesta del Chivo, en las que, respectivamente, retrataba al dictador peruano Odría y al sátrapa dominicano Trujillo.

“Escribo sobre ellos porque es mi manera de desenmascararlos, de luchar. La violencia de los regímenes dictatoriales reside en todos los estratos de la sociedad y de la vida… Las dictaduras corrompen profundamente. Por eso leer una buena novela, un buen libro, nos hace muy críticos con todo lo que nos rodea, y esto es extremadamente subversivo en una sociedad que pretende ejercer un control total sobre el individuo. Eso explica la desconfianza que sienten los dictadores hacia la literatura… y tienen razón. La gente que vive bajo una dictadura busca en los libros un doble fondo que hable de una realidad que ha sido rigurosamente suprimida en la prensa oficial. Es por eso que las dictaduras se preocupan tanto por lo que hacen los escritores. La literatura es algo que socava la certeza que la dictadura quiere imponer en la sociedad… Es difícil que cualquier autoridad pueda manipular y engañar a una sociedad lectora, ya que el pensamiento crítico se vuelve altamente desarrollado en ella”.

Vargas Llosa, autor también de miles de artículos periodísticos, fue acérrimo defensor de la convivencia en la diversidad y de la libertad de expresión. “Cuando ésta desaparece, todas las otras libertades se ven amenazadas. Eso le da al poder un arma para silenciar la crítica y para imponer un tipo de conducta. La única defensa que tiene la sociedad frente a los abusos del poder es la libertad de expresión. Esta libertad es la única garantía de que las otras libertades puedan existir en una sociedad”.

Y por eso, porque nunca eludió manifestar —por polémicas que fueran— opiniones que le acarrearon campañas de desprestigio, dejó dicho: “Lamento que la mayoría de los escritores pertenecientes a sociedades democráticas desarrolladas se hayan abstenido de interferir en asuntos de opinión pública con el pretexto de que tal paso es demasiado ambicioso o demasiado ingenuo. Es una especie de acto de cobardía que no puedo permitirme”.

Nunca se lo permitió. Y ahora, vencido su tiempo, silencio. Silencio en la tarde de Lima. Silencio sobre silencio y, entre silencios, su voz. Esa que, para la tristeza del mundo, enmudece en él definitiva.