Pero, libre, “sólo aspiro a sentirme libre”, Grande no se encuadró en ningún movimiento literario. Firmemente enraizado en sus orígenes, -de niño pastoreó ganado con su abuelo y su madre en un hospital y su padre en el frente lucharon por la causa republicana-, su poética, de un fuerte existencialismo, se fue abriendo a otras influencias, como el jazz y el flamenco, del que fue un reconocido especialista.

Antonio Machado, Rubén Darío y César Vallejo fueron sus referentes, hasta que él mismo se convirtió en referente. De Vallejo dejó escrito que “llevó el castellano a precipicios que nadie había imaginado”.  Escribió hasta el último momento, dejando inconcluso un libro sobre flamenco y poesía.

Amaba las palabras:

“Palabra, dulce y triste persona pequeñita,
dulce y triste querida vieja, yo te acaricio,
anciano como tú, con la lengua marchita,
y con vejez y amor aprieto nuestro vicio.

Palabra, me acompañas, me das la mano, eres
maroma en la cintura cada vez que me hundo;
cuando te llamo veo que vienes, que me quieres,
que intentas construirme un mundo en este mundo”.

Los datos de su biografía reflejan una querencia grande por Tomelloso (Ciudad Real) en donde, tras nacer en Mérida, vivió hasta los 20 años. “Allí fui pastor de cabras, jornalero de bodega, tendero, vendedor ambulante, cuidador de tres vacas, vinatero, recitador en los casinos y guitarrista flamenco”.

Esa biografía concreta también una actividad literaria amplia que contempla todos los géneros, “aunque la poesía, ¡Ay! la poesía, esos son palabras mayores”. Tras otra serie de premios, en 2004 recibió el Nacional de las Letras Españolas al conjunto de una obra que incluye, además de ensayos, estudios, novelas y relatos, ocho libros de poemas.

Cultivaba la duda como un inequívoco rasgo de inteligencia, por eso repetía: “Yo soy mi mayoría, y no siempre tomo las decisiones por unanimidad”.

 


Entrevista

“Se escribe, sobre todo, con el conocimiento del dolor”

Hablando de las palabras, con él, que dijo aquello de que “si no llegan las palabras es que no las mereces”, comenzamos una conversación que tiene lugar en dos momentos diferentes. El primero, cuando presenta la magnifica edición de Biografía, el libro que compendia su obra poética desde 1958 a 2010. El segundo encuentro tiene lugar hace mucho menos tiempo, cuando la enfermedad hacía ya estragos en un ser humano que, con su actitud, impartía una conmovedora lección de entereza y dignidad.

Las palabras, dice usted que las palabras son vivas y autónomas…

Eso es incuestionable. La frase de Unamuno es determinante: “Tened fe en las palabras porque ellas son cosa vivida”. Las palabras que estamos usando nosotros tienen mil años de edad. Desde que nacieron, desde que empezaron a balbucir desprendiéndose del latín y comenzando a configurar lo que sería el idioma castellano han pasado mil años. En ese tiempo las palabras se han cargado de una sabiduría y de un conocimiento y no han perdido la inocencia y el coraje con el que nacieron. No hay ningún escritor que me parezca digno de ser leído que no sepa que las palabras no son instrumentos inertes que están en la mesa esperando ser manipuladas. Son criaturas vivas que saben más que nosotros y que cuando hayamos muerto nosotros y hayamos sido olvidados, ellas, las palabras, seguirán palpitando; vivas.

Me encontré con las palabras. Me salvaron la vida. Me ayudaron a sobrellevarla y a entender a una madre que amenazaba con tirarse al pozo o con colgarse de un árbol

Indignación y piedad; ¿cómo casan estos dos términos?

Son las dos emociones fundamentales para estar a la altura de lo que me merecen las palabras. Creo firmemente que las dos condiciones indispensables para escribir son la indignación y la piedad.

En el lenguaje hay una carga de fraternidad muy profunda y un escritor debe bajar hasta ese lugar en donde existe la fraternidad. La indignación es la respuesta a los seres culpables de las injusticias, culpables del mal, culpables del horror. La piedad es la respuesta a todos los que padecen lo que los culpables provocan.

¿Escribir es sufrir?

Es, por lo menos, haber sufrido. Para mí es inconcebible una página duradera que no contenga el nutriente del sufrimiento. No se escribe sólo con una buena técnica, ni sólo con una buena ideología o con un buen narcisismo. Se escribe sobre todo con el conocimiento del dolor. En ese sentido, en el momento en el que se escribe se está combatiendo al sufrimiento y casi se llega a ser feliz. La felicidad de escribir está en el propio hecho de escribir.

(Tras pedirle disculpas por una cuestión tan manida, el entrevistador le solicita su definición de poesía. Lejos de sentirse importunado, Grande sonríe, y cuando sonríe, sonreía, lo hacía con todo su cuerpo. Agradece que el tema salga, “nunca me cansaré de hablar de lo que me apasiona”, y contesta.)

La poesía puede llegar a ser una estructura artística. Un suceso artístico. Pero antes ha sido una confraternización con las palabras y eso significa que antes de convertirse en un objeto que pueda ser admirado por los contemporáneos, ha sido un abrazo amoroso entre una criatura solitaria y la tradición maravillosa del lenguaje. El poeta tiene que estar dispuesto a llorar en público.

(Atento a todo lo que albergase algún atisbo de creatividad, Félix Grande tenía también un ojo puesto en las artes plásticas…)

Por supuesto, no sé de la historia de la pintura lo que sé de la historia del flamenco o de la historia de la poesía, pero sí hasta qué lugares de las neuronas más profundas me llega la contemplación de un Van Gogh o de un Antonio López … Todavía, siglos después, contemplar una acontecimiento llamado cuadro me produce el escalofrío que posiblemente le produciría a sus contemporáneos. ¿Qué le pasa a la materia que tiene esa capacidad de resistencia y que tiene esa capacidad de dialogar con personas siglos después de haberse concebido? Es un maravilloso misterio ante el que me rindo.

(Casado con la poetisa Francisca Aguirre, cuyo padre fue fusilado durante la guerra, cobra hoy, con su ausencia, relevancia otro de los temas sobre los que volvía: la memoria histórica)

Hasta donde yo sé algo de lo que en términos psicoanalíticos se llama “el duelo”, entiendo que negarse a que una comunidad haga el duelo de sus muertos, lo haga completamente, es un error. No quiero inquietar ni molestar a nadie con mi opinión, sino mostrar algo que es un hecho científico. Negarse a que los hijos o los nietos rescaten el cadáver de un ser querido y lo pongan en un sitio donde puedan llevarle flores y lágrimas es una negación que va contra la civilización, que va contra la cultura. Hay que recordar que los antropólogos nos aseguran que la cultura empezó en el momento en que una tribu comenzó a enterrar a sus muertos. Ese cordón umbilical que une a los vivos con los muertos no debe quebrarse ni cegarse. En este momento hay unos centenares de miles de criaturas vivas que tienen cegado su cordón umbilical con sus muertos. Eso no es bueno.

(Y vuelve a hablar de las palabras hechas poesía y, sin afectación alguna, como de corrido, deja temblando en quien le escucha que “el esqueleto de la lengua es la lágrima”, o aquello, que en esta hora adquiere una dimensión decisiva, de que “somos los lentos forajidos que inventamos los mitos, las religiones y la historia, el lenguaje y las drogas y el amor, únicamente porque sabemos que vamos a morir.”)

Descanse en paz quien se autodenominaba “aprendiz de discípulo de poeta”. Grande; Félix.