Tenía 94 años. Había nacido casi por accidente en París un lejano 22 de mayo de 1924 en el seno de una familia armenia de artistas. Su padre, barítono de excelente voz, y su madre, actriz de teatro, habían huido en 1915 del genocidio con la idea de instalarse en Estados Unidos. Pero los requiebros de la vida les llevaron a arrinconar aquel sueño y montar un pequeño restaurante en la capital de Francia.

Allí fue bautizado Shahnourh Varinag Aznavourián Baghdassarian, verdadero nombre de quien con sólo nueve años debutaría como cantante acompañando a su hermana Aída y apenas dos años más tarde como actor sobre las tablas de un escenario.

A lo largo de más de ocho décadas de carrera su estela como uno de los iconos de la canción francesa del siglo XX es apabullante con más de 180 millones de discos vendidos, casi 300 discos publicados, 1.400 canciones grabadas y 1.300 temas compuestos por él mismo. En 1998, la cadena CNN lo había declarado el «Artista de entretenimiento del siglo».

El timbre inconfundible de una voz profundamente ligada a la música ligera francesa, «ligera que no sencilla», como él mismo repetía, se escucho en miles de salas de los cinco continentes. Así fue casi hasta su aliento último. Hace un año en España. El próximo 26 de octubre tenía previsto iniciar otra gira con un concierto en Bruselas.

Además el cine. Porque Aznavour fue un más que estimable actor que participó en 90 largometrajes con papeles en los que perfiló personajes marcados por complejas psicologías. En el puñado de magníficas interpretaciones pudimos verlo a las órdenes de François Truffaut en Tirad sobre el pianista, de Volker Schlöndorff en El tambor de hojalata, o de Hans Geisendörfer en La montaña mágica. Su última actuación en la gran pantalla fue en 2002 con un papel breve pero intenso en Ararat.

Siempre se sintió muy reconocido como cantante, reconocido como actor y menos de lo que le hubiera gustado como compositor, -«escritor de canciones», decía él-, cuando en esta faceta desarrolló una labor extraordinaria a través de piezas que acrecentaron la fama de multitud de artistas, como Edith Piaf o Juliette Gréco.

“Como en la literatura, la pintura, la fotografía y el arte, en una canción se puede decir de todo, a condición de que se sea sincero, esté bien escrita y no sea vulgar”.

“No es importante ser recordado. Lo importante es saber que mi trabajo será recordado”, decía cuando descubrió su propia estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood en 2017. Lo hizo, –Oh, la, la– mientras de fondo sonaban melodías que forman parte musical y cultural de la historia del mundo. Parte íntima, en definitiva, de todos y cada uno de los que hoy más que nunca sentimos que La boheme o Venecia sin ti nos despiertan un nostálgico cosquilleo en el corazón.