Lo dijo de ella ya hace tiempo el escritor John Updike: “Sus cuentos apenas tienen parangón. Hay que remontarse a Tolstoi y muy especialmente a Chejov para encontrar tal dimensión”. Fueron pléyade los que hicieron suyas esas palabras desde entonces hasta el punto de que, ahora, tras el comunicado oficial de la concesión del gran Premio de la Academia Sueca, se ha repetido hasta la saciedad eso de “la Chejov canadiense” para definir el modo de enfrentarse a la narración de la creadora de Ontario.

¿Conforme?

¿Estará conforme la propia Munro con la persistencia de ésta, en principio, aguda y elogiosa comparación, pero que, convertida en una especie de recurso-muletilla, acaba por desgastarse y alejarse de la verdad?

No es ni justo ni ajustado hablar de “la Chejov canadiense” como no lo sería hacerlo “del Munro ruso”. Munro no es Chejov. La narrativa de una y otro circulan por magníficos, pero distantes, caminos. Sin calibrar calidades, que esa es otra cuestión, los relatos de ambos tienen poco que ver entre sí, salvo que ambos hacen grande a un género, el cuento, a menudo valorado a la baja.

“Espero contribuir a que la gente vea que el relato corto es un arte importante, no es sólo algo con lo que juegas hasta que consigues una novela”, ha dicho la escritora tras saberse ganadora.  “El relato», dejó escrito en su día el dramaturgo y narrador, «nunca es una novela menor”.

Como simple orientación

anton_chejovChejov-Munro. Unir sus nombres puede servir como orientación. Vale como pista: los dos hacen arte de la narración corta; los dos escarban en los detalles, atienden en su escritura a las pequeñas cuestiones que escapan al control y pueden cambiar las existencias; los dos bucean en la vulnerabilidad de la condición humana… Pero a partir de ahí, por fondo y forma, sus literaturas se separan.

Por ejemplo, en algo tan esencial como que el ruso, acaso como consecuencia de su formación como médico, se detiene en la observación de la naturaleza humana de un modo mucho más “físico” que lo hace la ahora premiada. O en la utilización del sarcasmo y la acidez a la hora de perfilar sus personajes. O en el tono diferente de encarar el cierre de sus escritos. También en el carácter mucho más localista del territorio en el que enmarcan sus narrativas.

Los escritos de Munro, aunque se ha insistido (otra coletilla más) que no salen del entorno geográfico de Ontario y aledaños, si se observan con atención y se leen sin prisas, se llega a la certeza de que, aunque a menudo se valgan de la percha de su tierra, podrían ubicarse en cualquier otro lugar muy alejado del lago Hurón sin perder un punto de potencia. La literatura de la canadiense no tiene fronteras, lo que escribe es universal y acaso por eso emociona a gente de todas las latitudes, algo que, por supuesto, también le ocurre al genio ruso.

Mujeres

Por señalar otra de las diferencias entre el ‘quehacer’ de ambos cabe apuntar al género de sus protagonistas. En ella, las mujeres copan casi todos sus personajes principales. Munro ha levantado un mundo en el que las mujeres hablan, sueñan, penan, se extasían, maldicen, gozan, viven, mueren.

La escritora nos las cuenta. Las presenta en muchos de sus relatos de un modo muy sutil, como si nada sucediese, pero en momentos decisivos. Sobrevuela sobre sus existencias, y esa es una de las enormes cualidades narrativas de Munro, un hecho, una circunstancia, un algo que va a condicionar el resto de su paso por el mundo. En ese instante, –que la escritora ‘congela’ de un modo literariamente ejemplar–, las protagonistas tienen que tomar decisiones determinantes y elegir: ya sea arriesgarse, o huir, o dar aquel paso, o no darlo, atreverse, claudicar…

Munro-Chejov; Chejov-Munro: Cautivadores. Grandes. Maestros. Pero distintos.

En cualquier caso, comparaciones al margen, congratulémonos. El Nobel de Literatura ha obrado esta vez con absoluta justicia.

¡Enhorabuena a los lectores!